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Tomada de Pulzo.com |
Contra viento y marea avanzan las
negociaciones de paz Gobierno-Farc. La emboscada al ejército en acción de
guerra en el Cauca con el consecuente rompimiento
de la tregua unilateral por esa guerrilla y la reiniciación de bombardeos, tras
la orden del Presidente Santos de levantar la suspensión que había declarado en
reciprocidad, hechos que -sumados a una decena de insurgentes caídos en Chocó-
dejaron más de 50 muertes, entre ellos dos de los negociadores rebeldes, pusieron
en vilo el proceso.
La simultánea acción conjunta
ejército-guerrilla de pilotaje en Antioquia para el programa de desminado, los
simbólicas expresiones de las partes -Santos al reclamar no más anonimato para
guerrilleros muertos y “Timochenko” al invocar respaldo político al Presidente frente
a los enemigos de la paz- y el anuncio del acuerdo para la creación de la
Comisión de la Verdad, al finalizar la ronda 37 de negociaciones el 4 de junio,
parecen indicar que, a pesar de los traspiés, la negociación ha logrado una
dinámica que da espacio al optimismo no obstante los riesgos de conversar, como
se acordó, en medio de los tiros para presionar al adversario y los trinos apocalípticos de los enemigos de las conversaciones, mientras la lógica indica que todo iría mejor
con un cese al fuego bilateral. Desde luego ese ambiente no es el que expresan
las encuestas, reflejo de los titulares de noticias en la gente.
¿Qué se gana con la paz?
No le falta razón al connotado
periodista y analista inglés Jhon Carlin, quien, en columna publicada en el
diario El País de Madrid, llama la
atención sobre la incapacidad del Presidente Santos de “vender” los acuerdos de
paz a los colombianos, mientras que su ahora opositor Álvaro Uribe ha sido muy
hábil en convencer a una parte de la población -contra le evidencia histórica-,
que la surgida de estas negociaciones será una claudicación frente a un
contradictor moribundo al que no le queda alternativa que la entrega
incondicional o el tiro de gracia y un aliciente para la expansión de un pseudo
enemigo nebuloso al que denomina “castro-chavismo”, contra el cual se ha coludido
con la reacción ultraconservadora latinoamericana y de EE.UU., que busca retrotraer al continente a las épocas de las
democracias de fachada al servicio de las oligarquías, las castas y el imperio.
Ahondando en el asunto, es de
advertir que la volátil opinión pública -vasalla del poderoso aparato mediático-
se inclina emocionalmente hacia las reacciones que los enfoques y énfasis de
los medios imponen, no pocas veces instigados por los opositores acérrimos e
incluso desde instancias del propio Estado adversas al proceso. La ideología de
la “seguridad democrática” sigue alimentando la narrativa de los medios a pesar
de que se llegó a un acuerdo para una negociación, lo que supone concesiones y
simetría de las partes en la mesa. Impera la matriz del enemigo terrorista derrotado -la
opción del exterminio para que la
violencia nunca acabe- y no del
insurgente legitimado como contraparte. Se informa con el afán de la rendición,
no con la paciencia que implica el desarrollo de la agenda pactada y la divulgación
y seguimiento al cumplimiento de los acuerdos.
Al no reconocérseles status a los
beligerantes tampoco se les da alcance de compromiso a lo convenido.
Entréguense y se acabó es el mensaje entrelíneas de los medios, la derecha y
los negociantes de la guerra. Ahí la verdadera razón del cuestionamiento a los
acuerdos. No porque haya entrega alguna al comunismo, como malintencionadamente
y estrambóticamente se publicita, sino porque lo pactado y lo pendiente
concretan, al menos en el papel, una básica agenda reformista que constituiría
los mínimos para la modernización rural de Colombia; sector que mediante el atraso, la explotación y
marginación de campesinos y colonos, la concentración y engorde de tierras, la informalidad
e ilegalidad de títulos y tenencia, la violencia y la represión contra la
protesta, controla el rancio latifundismo que se expresa políticamente en la
oposición a las negociaciones.
Y el gobierno no ha sido capaz de
comunicarlo y denunciarlo. Se ha dejado enredar en los episodios militares del
proceso, en los infundios, tergiversaciones y fabulaciones demoniacas del
uribismo, en la tribuna internacional, pero no ha tenido la audacia -por temor
a sus opositores o por precaución frente al cumplimiento de los compromisos- de
contarle al país, a las mayorías que lo eligieron, a la Colombia rural y pobre, en palabras
sencillas y convocantes, en una campaña masiva, sistemática y poderosa, los
cambios acordados en la mesa de los que serían beneficiarios, más allá de las
Farc.
De algo sirve la sacudida en el
acto del Día del Campesino donde Santos no recelo de su convergencia con las
Farc frente a la problemática del trabajador rural -lo que señala con inquina
la reacción como complicidad-, repudió los ataques al proceso y agresiones a
líderes de la restitución de tierras y llamó a la gente a defender los acuerdos.
Volvió por la senda de la movilización que iniciara en Valledupar en los
albores de la negociación, pero en el gobierno ese es un recurso de emergencia y
desesperación, no una estrategia para sacar adelante la reforma integral en el
campo. Se advierte el temor de anticipar lo que, si se logran controlar los
dispositivos de la muerte al servicio de la geofagia, será la reactivación de
un vigoroso movimiento social dispuesto a hacerse sentir por sus
reivindicaciones en democracia.
De lo que se trata es de promover
los atractivos de ganar la paz para la gente de a pie, no tanto los que sugiere
Carlin, dirigidos a atraer turismo e inversión extranjera, aunque también
porque se superaría un obstáculo para potenciar
estos factores de la economía, o la libre circulación y tranquilidad
para los pudiente -a ello tienen derecho- sino los que tienen que ver con la
vida diaria de los campesinos y el cambio de las condiciones en que han tenido
que nacer, mal vivir y morir muchas generaciones.
Si los ricos y sectores de la
clase media adoran a Uribe porque les limpió las carreteras para ir a la finca
o a la costa saludando con el pulgar levantado a los soldados, sin importar el
costo en derechos, cómo sería la movilización de campesinos y desplazados
sensibilizados, informados y seguros del compromiso de que se restituirán sus
tierras y habrá una segunda oportunidad
en el campo. Pero no se publicita el beneficio directo que emociona (qué gano
yo) sino, de manera timorata, las bondades de una paz abstracta y de la idílica
convivencia -también necesarias, claro-,
dejándole a la oposición perversa la oportunidad para que envenene esos logros
sociales como concesiones a las Farc.
Paz con la guerrilla, justicia con el campo
Cómo podrían estar en contra los
colombianos y qué comunismo puede ser la modernización del catastro rural para
poner la lupa, mapear y georreferenciar 4 millones de predios, precisar sus
límites y dueños -lo que permitiría imponer los impuestos debidos-, constatar y
sanear propiedades, restituir títulos a los despojados, verificar la debida
explotación, garantizar tierras para el campesinado, inventariar baldíos e identificar
tierras susceptibles de constituir un fondo para adjudicaciones a los que
carecen de ese medio de producción. Desde luego, esta tarea sería un golpe a
los usurpadores y terratenientes beneficiarios de la contrarreforma agraria
paramilitar de las últimas décadas, por ende enemiga no disimulada de las conversaciones
de La Habana.
Qué otro calificativo distinto a
hacer justicia con las gentes del campo puede tener la implementación de los
planes acordados respecto de vías
terciarias, distritos de riego, educación rural, salud rural, electrificación,
mejoramiento de vivienda, crédito y asistencia técnica, generación de ingresos
de la economía campesina, familiar y comunitaria, promoción de la
comercialización de la producción campesina, fortalecimiento y legalización de
las zonas de reserva campesina, protección social y garantías de derechos de
los trabajadores rurales y creación de un sistema especial de soberanía
alimentaria y nutricional para la población del campo, y de contera de la
ciudad. Todo lo que contribuiría a reducir la dramática desigualdad vigente en
el campo colombiano con sus implicaciones urbanas, aunque por otra parte, en el
Plan de Desarrollo neoliberal, vía alianzas productivas y subordinación se
abren las puertas de la eliminación de facto del campesinado.
Quién puede estar en desacuerdo
con una participación real y veeduría de las comunidades en el ciclo de
desarrollo de los planes acordados -con excepción de los gamonales que se han
beneficiado de la intermediación clientelista- o que a aquellas -incluidas las
FARC desmovilizadas- se les faciliten condiciones para la participación
electoral y el ejercicio del voto fortaleciendo la democracia, entre otras la
trasparencia y asignación en equidad de la pauta publicitaria oficial, acceso a
medios institucionales y posesión de medios de comunicación comunitarios y
alternativos. Será un exabrupto que se ofrezcan garantías e incentivos para la
oposición y el surgimiento legal de fuerzas alternativas o que exista un
Circunscripción Especial de Paz en la Cámara de Representantes que permita a líderes
de los movimientos sociales de las zonas de conflicto llevar la voz y
promover soluciones para la población marginada.
No es deber del Estado,
pretermitido y violentado hasta ahora, garantizar el derecho a la
participación, la protesta, las libertades de pensamiento, opinión y expresión
a lo que apunta el Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la
Política acordado, que proteja a la oposición del paramilitarismo y la
represión propia de la concepción de seguridad nacional y orden público aún
imperante en el actuar castrense y la mentalidad de la clase política
tradicional y señorial, con el recuerdo
del genocidio de la UP y el liderazgo sindical y popular y los “falsos
positivos” aun fresco y en la impunidad.
Carece acaso de realismo y no
sería un alivio, un nuevo enfoque de la política antidrogas que entorno al acuerdo sobre cultivos ilícitos plantea una
reforma integral y participativa para las zonas de cultivo de coca, que saque
del narcotráfico a las Farc y a los pobres “raspachines”, permita combatir la
criminalidad organizada en todos sus frentes, ofrezca alternativas de ingresos
a los cultivadores y cosechadores misérrimos y
rescate las zonas afectadas con aspersión de glifosato, cuya suspensión
por el gobierno constituye una plausible determinación de salud pública y un
guiño al proceso, ante la torva y mentirosa reacción de la derecha.
Serán cómplices de alguna
conspiración internacional los más 7 millones de víctimas inscritas en los
registros oficiales por haber sufrido alguna afectación del conflicto
arbitrariamente limitado en su inicio al año 1985, entre ellos 4 millones de
desplazados, miles de dolientes de asesinados en operativos sicariales y
espantosas masacres, más de 30 mil desparecidos, en una de las más bestiales estrategia
contrainsurgente de que tenga noticia la humanidad. Es justicia negarles la
reparación del Estado con argumentos fiscales, como lo hizo la Administración
Uribe, mientras se malgasta la tercera parte del presupuesto nacional en la
meta de aplastar a la insurgencia sin tocar las raíces sociales históricas y
vigentes de su nacimiento.
Aunque a decir verdad, 80 mil
hectáreas restituidas a 15 mil campesinos de 4 millones usurpadas y 500 mil
ciudadanos reparados en cuatro años, véanse desde la crítica de las
organizaciones sociales y la izquierda o desde la justificación académica y de
gobierno, son una muestra muy precaria de la voluntad de reparación, más aún
cuando el proceso no ha estado exento de víctimas y los enemigos acechan ante
la debilidad del Estado para garantizar la vida de los líderes y sus
comunidades.
La verdad grita, que se sepa
Ante la tragedia histórica vivida, documentada en
decenas de investigaciones y denuncias de organizaciones nacional e
internacionales e incluso instancias creadas por el propio gobierno como el hoy Centro de Memoria
Histórica, con antecedente en Ley de Justicia y Paz del primer mandato Uribe, que ha divulgado más de 20 estudios
sobre masacres y el informe ¡Basta ya!
que contextualiza y evidencia 30 años de barbarie, o el argumento mayoritario
de la Comisión Histórica del Conflicto y su Víctimas, acordada e al mesa de La
Habana, acerca del carácter social de las causas de la guerra y la ineludible
responsabilidad institucional y de importantes sectores del país, es evidente
que cuestionar el proceso porque supuestamente conduce a la impunidad de la
guerrilla, señalada como único responsable, es mezquino y oportunista.
Por eso la fórmula de la Comisión
de la Verdad parece apropiada al determinar que no tendrá competencias
judiciales pero establecer un “sistema
integral de verdad, justicia, reparación y no repetición”, para el que las
partes acuerden alcances, mecanismos y sanciones, con lo que se asegure conocer
qué pasó, sus responsables, el reconocimiento y reparación de las víctimas y la garantía de que no se volverá a incurrir
en las conductas que ocasionaron este holocausto.
Así dejaremos de engañarnos sobre
un pasado fabricado de coartadas a favor de los determinadores de la violencia
para construir una memoria con el relato libre de condicionamiento de víctimas
y victimarios, que permita enfrentar el futuro sabiendo de dónde venimos y para
dónde vamos. Con este acuerdo se da un gran paso en el avance de la agenda, a
pesar de quienes persisten en atacar estas tratativas por el temor de saberse
responsables, aunque intuyen que su táctica les ofrecerá de rebote la impunidad
que reniegan para otros.
Serán algo menos que cinismo y
ardid defensivo las voces que cuestionan la puesta en marcha de una Comisión de
la Verdad que desnude, y que en gran medida ratificará, la responsabilidad del
Estado y prominentes y emergentes
sectores de la sociedad en una estrategia de contención social que tuvo en la
guerrilla y sus errores y desmanes la excusa perfecta para diezmar el liderato
y la organización popular a lo largo y ancho del país y para impedir una
democracia real, abierta e incluyente.
El uribismo confía en que su
capacidad de incidencia pública le garantiza el peso suficiente para imponer
condiciones favorables a su séquito encartado en investigaciones criminales,
que le permitan un acuerdo que cobije a todos los actores de la violencia,
aunque los califica de concesiones para la impunidad mientras no favorezcan
a su entorno e, incluso, al mismo
senador Uribe, que entonces se avendrá a los acuerdos. Y con todo, eso también
es necesario para llevar al país a desactivar el conflicto social armado y
confrontar manifestaciones de criminalidad contemporáneas que azotan al mundo.
Cómo no va a ser inteligente y
sensato poner fin a una confrontación que según el Centro de Recursos para el
Análisis de Conflictos (Cerac) y el Programa de Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD), impidió que la
economía creciera 8,7 por ciento cada
año desde el 2001, en lugar del 4,3 por ciento registrado, y que el ingreso por
habitante fuera de 16.700 dólares en el
2013, 5.500 dólares más que el obtenido. Sin conflicto armado, el crecimiento del
producto interno bruto (PIB) sería casi el doble en los últimos 12 años y el
ingreso promedio de cada colombiano habría aumentado en cerca del 50 por ciento
en el mismo periodo.
Si los gobiernos, éste y el de
Uribe, no obstante la relatividad de las cifras por distintas razones, muestran
como uno de sus logros la reducción de la pobreza fruto del crecimiento y las
políticas sociales paliativas, cuál no habría sido el resultado sin guerra y si
la misma lógica de erradicar la pobreza hubiera imperado en la dirigencia. No
hay duda, por donde se le mire, la paz es un proceso gana-gana, más aún cuando
el Instituto para la Paz Global, analizando 22 indicadores institucionales,
sociales y políticos, coloca al país en el puesto 150 de 162 con las peores
condiciones para lograrla. Algo pasa para que gran parte de Colombia no identifique
la paz como un propósito nacional. El gobierno Santos está en la obligación de
lograr revertir esa situación en aras de rodear de legitimidad el Acuerdo para
poner fin al conflicto y para una paz estable y duradera.