Gabriel García Márquez fue un gran
escritor y un melómano exquisito. Su
obra revela el influjo de la música en su vida y el mundo le retribuyó en canciones
el don de la literatura.
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Mural a Gabo en el céntrico y popular San Victorino de Bogotá. |
“Lo único mejor que la música es
hablar de música”, dijo alguna vez Gabriel García Márquez y también “la música
me ha gustado más que la literatura”. Dos afirmaciones que se constatan a lo
largo de su obra literaria, sus incontables artículos y columnas periodísticas, sus pocas
entrevistas y los testimonios de quienes lo acompañaron en la escucha o la
parranda. Y música fue lo que salió de su pluma: “yo mismo, más en serio que en
broma, he dicho que Cien años de soledad es un vallenato de 400 páginas y que
El amor en los tiempos del cólera es un bolero de 380”. Admirador de la
guaracha, el son, el bolero -“Usted” por Los Tres Diamantes uno de sus
favoritos-, el mambo y, como no, el vallenato y otros géneros de la música
popular, preguntado sobre qué disco se llevaría a una isla desierta, sin
dudarlo, contestó: “las suites para chelo solo de Juan Sebastián Bach”. Con
todo fueron estériles sus intentos por dar una canción, frustración de la que
fue testigo Silvio Rodríguez. Por ello afirmó: «Poder sintetizar en las cinco o
seis líneas de un bolero todo lo que un bolero encierra, es una verdadera
proeza literaria».
Con un gusto fino, variado y
universal, gozó y coleccionó música clásica -dentro de ella uno sus favoritos
fue Bela Bartok-, de Los Beatles y de Escalona. Pero en su discoteca la v
comenzaba con vallenato y no con Vivaldi como creían sus amigos, dijo en alguna
parte. La música del caribe ocupaba un lugar privilegiado, “desde las canciones
ya históricas de Rafael Hernández y el Trío Matamoros, hasta las plenas de
Puerto Rico, los tamboritos de Panamá, los polos de la isla de Margarita en
Venezuela, o los merengues de Santo Domingo. Y por supuesto, la que más ha
tenido que ver con mi vida y con mis libros: los cantos vallenatos de la costa
Caribe de Colombia, (…). Jamaica y la Martinica tienen una música grande, y fue
Daniel Santos quien divulgó algunas canciones que estuvieron de moda hace
muchos años sin que casi nadie supiera que eran de Curazao con letra de
papiamento”, relató en “Bueno, hablemos de música”.
Esa afición le deparó otras
grandes satisfacciones y uno que otro deseo imposible: “Me alegra comprobar,
por otra parte, que mi pasión por la música del Caribe está bien correspondida.
Hace unos años recibí en Barcelona un telegrama de alguien que solicitaba mi
ayuda para escribir sus memorias, y que se firmaba con el seudónimo de El
inquieto anacobero. Un seudónimo cuyo titular es conocido de todo el Caribe:
Daniel Santos, el jefe. Más tarde me llamó por teléfono desde Nueva York mi
amigo Rubén Blades para decirme que quería cantar algunos de mis cuentos, y yo
le contesté que encantado, inclusive por la curiosidad de saber qué clase de
trasposición endiablada podía quedar de semejante aventura. Lo digo sin ironía:
nada me hubiera gustado en este mundo como haber podido escribir la historia
hermosa y terrible de Pedro Navajas.
Por último, en el reciente
aluvión telefónico que estremeció mi casa de México, una de las llamadas fue la
de otro gigante de la canción, Nelson Ned. Hace pocos años perdí la amistad de
algunos escritores sin sentido del humor, porque declaré en una entrevista
—pensándolo de veras— que uno de los más grandes poetas actuales de la lengua
castellana era mi amigo Armando Manzanero.” Como compositores de canciones
Manzanero y Manuel Alejandro fueron sus predilectos.
Vivir para cantarla
En sus memorias Gabo cuenta cómo
llegó esa devoción temprana: “mi vocación por la música se reveló en esos años
por la fascinación que causaban los acordeoneros con sus canciones de
caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas
las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de
guacherna”.
También sus deseos de interpretar
ese fascinante instrumento: “Desde que escuché a los primeros acordeoneros de
Francisco el Hombre en las fiestas del 20 de julio en Aracataca me empeñé en
que mi abuelo me comprara un acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la
mojiganga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos”
Y como los buenos juglares: “En
mis tiempos de Aracataca había soñado con la buena vida de ir cantando de feria
en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera más
antigua y feliz de contar un cuento. Si mi madre había renunciado al piano para
tener hijos y mi padre había colgado el violín para poder mantenernos, era
apenas justo que el mayor de ellos sentara el buen precedente de morirse de
hambre por la música”.
No fue ajeno a la fiebre que la
radio inoculó por la música porteña y el lunfardo: “Mi urgencia de cantar para
sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a
medio mundo. Me hacía vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de
seda, y no necesitaba demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo
pecho. Hasta la mala mañana en que la tía Mama me despertó con la noticia de
que Gardel había muerto en el choque de dos aviones en Medellín. Meses antes yo
había cantado ‘Cuesta abajo’ en una velada de beneficencia, acompañado por las
hermanas Echeverri, bogotanas puras, que eran maestras de maestros y alma de
cuanta balada de beneficencia y conmemoración patriótica se celebraba en Cataca.
Y canté con tanto carácter que mi madre no se atrevió a contrariarme cuando le
dije que quería aprender el piano en ves del acordeón repudiado por la abuela”.
En medio de las carencias de su
familia en Barranquilla rememora: “El único lujo que nos hacía falta era un
aparato de radio para escuchar música a cualquier hora con sólo tocar un
botón. Hoy es difícil imaginarse qué
escasos eran en las casas de los pobres. Luís Enrique y yo nos sentábamos en
una banca que tenían en la tienda de la esquina para la tertulia de la
clientela ociosa, y pasábamos tardes enteras escuchando los programas de música
popular, que eran casi todos. Llegamos a tener en la memoria un repertorio
completo de Miguelito Valdés con la orquesta Casino de la Playa, Daniel Santos
con la Sonora Matancera y los boleros de Agustín Lara en la voz de Toña la
Negra”. En alguna otra parte se cuenta que con su hermano Luis Enrique y un
amigo conformaron un trio serenatero sin mayor fortuna y, en otra, que en sus años en París cantó son cubano, rancheras,
tango y bolero, como cuota de sobrevivencia, al lado de Carlos Fuentes.
Gabo recuerda que su programa
favorito en la radio era La hora de todo
un poco, del compositor, cantante y maestro Ángel María Camacho y Cano, la
de mayor audiencia por sus variedades y
un concurso de aficionados menores de quince años, al cual fue inscrito y
preparado con toda la pompa por su familia por un premio de cinco pesos. El día
de su debut sufrió pánico escénico, hasta que anunciaron su presentación con
acompañamiento del maestro Camacho: “Canté “El cisne”, una canción sentimental
sobre un cisne más blanco que un copo de nieve asesinado junto con su amante
por una cazador desalmado. Desde los primeros compases me di cuenta de que el
tono era muy alto para mí.” Desde luego, fue descalificado y “Los 5 pesos del
premio… fueron para una rubia muy bella que había masacrado un trozo de Madame
Butterfly.”
Pero ese fracaso no mató su
pasión por la música ni su encanto con el naciente vallenato. Recuerda que años
después -cuando escribía la columna La
jirafa y preparaba La hojarasca-:
“Barranquilla era un centro vital, por el paso frecuente de los juglares de
acordeón que conocíamos en las fiestas de Aracataca, y por su divulgación
intensa en las emisoras de la costa caribe. Un cantante muy conocido entonces
era Guillermo Buitrago, que se preciaba de mantener al día las novedades de la
Provincia. Otro muy popular era Crescencio Salcedo, un indio descalzo que se
plantaba en la esquina de la lonchería Americana para cantar a palo seco las
canciones de las cosechas propias y ajenas, con una voz que tenía algo de
hojalata, pero con un arte muy suyo que lo impuso entre la muchedumbre diaria
de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud la pasé plantado cerca
de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hasta aprenderme de memoria su
vasto repertorio de canciones de todos.”
En ese entonces recibió una
llamada que abriría una amistad que se acabó con la muerte del compositor Rafael
Escalona. “Cinco minutos después nos encontramos en un reservado del café Roma
para entablar una amistad de toda la vida. Apenas si terminamos los saludos,
porque empecé a exprimir a Escalona para que me cantara sus últimas canciones.
Versos sueltos, con una voz muy baja y bien medida, que se acompañaba
tamboreando con los dedos en la mesa. La poesía popular de nuestras tierras se
paseaba con un vestido nuevo en cada estrofa. «Te voy a dar un ramo de
nomeolvides para que hagas lo que dice el significado», cantaba. De mi parte,
le demostré que sabía de memoria los mejores cantos de su tierra, tomados desde
muy niño en el río revuelto de la tradición oral. Pero lo que más le sorprendió
fue que yo le hablaba de la Provincia como si la conociera.”
En encomio del compositor en “La
parranda del siglo” (1983), escribiría décadas después: “la irrupción de un
bachiller en el vallenato tradicional le introdujo un ingrediente culto que ha
sido decisivo en su evolución. Pero lo más grande de Escalona es haber medido
con mano maestra la dosis exacta de ese ingrediente literario. Una gota de más,
sin duda, habría terminado por adulterar y pervertir la música más espontánea y
auténtica que se conserva en el país.” Gabo se admiraba de que Escalona
compusiera silbando y narraba como la aversión en casa del compositor a la
música impidió que aprendiera a tocar algún instrumento.
En Vivir para contarla, luego de narrar una versión fantástica sobre
el origen de la canción la “Vieja Sara” de Escalona, se reafirma apelando al
argumento de que “no es rara en una región y en un gremio donde lo más natural
es lo asombroso”, para referirse a la historia del acordeón “que no es un
instrumento propio ni generalizado en Colombia, es popular en la provincia de
Valledupar, tal vez importado de Aruba y Curazao. Durante la segunda guerra
mundial se interrumpió la importación de Alemania, y los que ya estaban en la
Provincia sobrevivieron por el cuidado de sus dueños nativos. Uno de ellos fue
Leandro Díaz, un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro
del acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a
pesar de ser ciego de nacimiento. El modo de vida de esos juglares propios es
cantar de pueblo en pueblo los hechos graciosos y simples de la historia
cotidiana, en fiestas religiosas o paganas, y muy sobre todo en el desmadre de
los carnavales.”
Ya en sus primeras notas para El Universal de Cartagena, en mayo de
1948, había expresado con emoción y belleza su admiración por el instrumento
insigne del vallenato que lo cautivó desde niño: “No sé qué tiene el acordeón
de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento. Perdone
usted, señor lector, este principio de greguería. No me era posible comenzar en
otra forma una nota que podría llevar el manoseado título de «Vida y pasión de
un instrumento musical». Yo, personalmente, le haría levantar una estatua a ese
fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste.
(…) El acordeón ha sido siempre, como la gaita
nuestra, un instrumento proletario. Los argentinos quisieron darle categoría de
salón, y él, trasnochador empedernido, se cambió el nombre y dejó a los hijos
bastardos. El frac no le quedaba bien a su dignidad de vagabundo convencido.
Y es así. El acordeón legítimo,
verdadero, es este que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el
valle del Magdalena. Se ha incorporado a los elementos del folklore nacional al
lado de las gaitas, de los «millos», y de las tamboras costeñas. Al lado de los
tiples de Boyacá, Tolima, Antioquía. Aquí lo vemos en manos de los juglares que
van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía. Aquí está con
su vieja vestimenta de marinero sin norte. Como sé que no le faltan enemigos,
he querido escribir esta nota que tiene principio y tendrá final de greguería.
Oiga usted el acordeón, lector
amigo, y verá con qué dolorida nostalgia se le arruga el sentimiento.”
“Ensalada de alucinantes disparates”
Sobre el Bolero, género favorito
del nobel, y su popularidad en el continente, sostuvo en El Universal: “Perniciosa o no la influencia de los boleros es
evidente. No hay situación sentimental, por complicada y diferente que ella
sea, que no tenga su bolero prefabricado, propio para ser puesto como una
camisa de fuerza en el corazón. El bolero es una entidad operante, funcional,
que no se conforma con empalagar el gusto de los admiradores, sino que penetra
más hondo y se deja oír, no como una simple melodía, sino como una combinación
musical con aplicaciones prácticas. Los Panchos tienen una responsabilidad especial
en la humanización de ese ritmo, casi tanta como la que tiene Agustín Lara y
que puede ser responsabilidad penal, si se tiene en cuenta el surtido de
adjetivos musicalizados que ha puesto en boga y que son una especie de
secretario amoroso de los desencantados, una enciclopedia en la que se puede
encontrar, clasificados por orden alfabético, el bolero más apropiado para
amenizar un buen postre de calabazas.”
Desde esa mirada al género, un
hecho de baranda judicial le sirvió a Gabo para referirse al sentimiento, la apropiación
masiva, el traspaso a la vida cotidiana y
a la vez a la perversión del sentido romántico del bolero. En una nota en El Heraldo de Barranquilla (Octubre de
1950) contó las peripecias del donjuán
caraqueño José Romero, quien a cada una de sus novias marcó en la frente con
las iniciales de su nombre con un puñal, como señal perenne de su amor, hasta
que presas de los celos dos de ellas lo denunciaron a la policía, llevando como
prueba la inconfundible marca «J. R.»,
poniendo así fin a las aventuras del sádico seductor. Repudió así el escritor la
trágica asociación del hecho criminal con “Llevarás la marca”, el bolero de
Luis Marqueti, inmortalizado en interpretaciones legendarias de la mexicana
“Toña” La Negra, el cubano Bienvenido
Granda -cuyas canciones se ufanaba
de tener como trasfondo creativo- y el boricua Daniel Santos. Todos ellos
ídolos musicales del maestro de Aracataca.
En los años 50, la guaracha fue
un género tropical que nacido en Cuba literalmente zangoloteó al Caribe y
América Latina pero no faltaron los anatemas de la curía y los
tradicionalistas. Para refutar una crítica supuestamente docta al ritmo, Gabo,
bajo el seudónimo de Septimius, se despachó en defensa del meneo: “Ayer leí en
esta misma página una diatriba contra la guaracha. No tengo el placer de
conocer a quien la suscribe, ni mucho menos he tenido el de oír su voz con
tanta frecuencia como la de Orlando Guerra, «Cascarita», Daniel Santos, «El
Jefe» o Kiko Mendive.
Después de haber leído la nota a
que me refiero, no puedo menos de imaginarme al autor como un caballero
circunspecto, todo de negro hasta los pies vestido -sin comillas- que asiste a
las reuniones sociales con el único objeto de bailar minué. Porque es extraño
que en esta actualidad tan llena de preocupaciones funerarias, haya alguien que
no sienta siquiera un poco de complacencia ante la seguridad de que todavía
existen estimulantes tan efectivos como el estridente elogio que hace Cascarita
de «Julia pata e plancha» o del picaresco que hace Daniel Santos de «Bigote e
gato» ese alegre y nada ceremonioso sujeto a quien todavía le queda suficiente
tranquilidad de espíritu para pasearse por el malecón de La Habana.”
Atento a las novedades de la música caribeña, no ahorró regocijo
para reseñar la insurgencia del mambo y al entorno de su advenimiento: “Cuando
el serio y bien vestido compositor cubano, Dámaso Pérez Prado, descubrió la
manera de ensartar todos los ruidos urbanos en un hilo de saxofón, se dio un
golpe de estado contra la soberanía de todos los ritmos conocidos. El maestro
Pérez Prado salió del anonimato de un día para el otro, mientras el
espectacular Daniel Santos le sacaba rebanadas de música a los personajes
típicos de La Habana, y Miguelito Valdés se moría de decadencia tratando de
cotizar su propia orquesta y Orlando Guerra (Cascarita) ladraba en los clubes
nocturnos de Cuba sus extraordinarios sones montunos y agitaba el alucinante
pañuelo rojo que le ha dado tanto prestigio como su voz.
En la difusión continental de la
música de las Américas cumplió un papel fundamental la radio y, en particular,
la rockola que se instaló en bares y cantinas: “De cinco años para acá, los
traga-níqueles son los grandes molinos de la moda musical. Daniel Santos,
después de tres o cuatro problemas con la inspección de policía, se hizo
presente en la maquinaria donde se fabrica la popularidad de los cantantes, y
estuvo durante dos años gritando por cinco centavos en cualquier suburbio de
América. Igual cosa sucedió con Orlando Guerra. Pero daba la impresión de que a
la locura que ya sobraba en los dos anteriores, estuviera faltando todavía un
poco de locura para llegar a la locura total. Entonces Dámaso Pérez Prado
recogió doce músicos, hizo una orquesta, y empezó a desalojar a culatazos de
saxofones a todos los que le habían antecedido en el bullicioso mundo de los
traga-níqueles.”
“Posiblemente el mambo sea un
disparate. Pero todo el que sacrifica cinco centavos en la ranura de un
traga-níquel es, de hecho, lo suficientemente disparatado, como para esperar
que se le diga algo que se parezca a su deseo. Y posiblemente, también, el
mambo sea un disparate bailable. Y entonces tenía que suceder lo que realmente
está sucediendo: que la América está que se desgañita de sana admiración,
mientras el maestro Pérez Prado mezcla rebanadas de trompetas, picadillos de
saxofones, salsa de tambores y trocitos de piano bien condimentado, para
distribuir por el continente esa milagrosa ensalada de alucinantes disparates.”
Con esa misma enjundia refutó en su columna
a un grupo de católicos venezolanos que pedía excomunión para “El rey
del mambo” y la bailarina cubana María Antonieta Pons, con quien apareciera en varias películas, por inducir
con su música a bailes endemoniados.
Vallenato: realidad, sentimiento
y poesía
Gabo aplaudió en su columna “La
Jirafa” de El Universal, los
esfuerzos que en los años 40 realizara
Manuel Zapata Olivella por difundir en el interior la música folklórica
del litoral atlántico y su diversidad, aunque no calló su escepticismo y cierta
sorna a la pedantería intelectual centralista, a la vez que resalta con
erudición expresiones vernáculas dignas de mayor difusión como la música de
Palenque y la zafra. “A los auditores de estos conjuntos que ahora están en
Bogotá les proporcionará no pocos motivos de reflexión el hecho de que haya
distancias tan apreciables entre los estilos, las características propias del
paseo vallenato, por ejemplo, y los de los gaiteros de San Jacinto. Observarán
que los cañamilleros, paisanos, vecinos y compadres de los gaiteros, tienen
expresiones casi radicalmente distintas entre sí.
Hay en la embajada de Manuel
Zapata Olivella, además, uno de los grupos más inquietantes para quienes se
interesan por estas cosas del folklore costeño: los negros de Palenque. La música
de estos africanos puros arraigados en el corazón de la costa atlántica, es de
extracción esencialmente religiosa. Son cantos fúnebres, por su aplicación, por
su sentido, y por el doloroso dramatismo con que se les interpreta.
A Bogotá debieron llevarse estos
negros palenqueros ese gigantesco tambor de la muerte que ellos llaman «El
Pechiche» y en torno al cual se congregan los hombres y las mujeres de Palenque
para velar a sus muertos y para gritarles, durante nueve noches, todas las
cosas que hicieron en vida: las cosas buenas y las cosas malas, desde el aporte
con que contribuyeron para la construcción de la escuela, hasta el buey que se
robaron o la deuda que dejaron sin pagar.
Los cantos fúnebres de los
palenqueros, por motivos que no es preciso explicar por demasiado evidentes,
tienen un extraordinario parecido con los «cantos espirituales» del sur de los
Estados Unidos, si es que no son la misma cosa. Seguramente no transcurrirán
muchos días sin que alguno de los descubridores profesionales que tiene Bogotá,
nos hagan esta revelación.
(…) A Zapata Olivella hay que
reconocerle, como un triunfo suyo, el haber sido tan minucioso en esta redada
folklórica que acaba de hacer, que no olvidó a los cantadores de «zafra»
quienes nos parecen exclusivamente nuestros, puesto que se encuentran asimismo
en Cuba, cantando sus versos improvisados, mientras cortan la caña. La «zafra»,
al contrario de la cumbia y el paseo vallenato, no tiene posibilidades
mercantiles, pero es una expresión folklórica tan apreciable, que no habría
estado completa nuestra embajada si no se hubiera incluido en ella a sus
creadores e intérpretes.
Es mucho lo que se va a pensar y
a decir en torno a nuestra música en Bogotá, a raíz de este contacto directo
con ella. Quienes tanto la apreciamos y con tanta persistencia hemos tratado de
conocerla, esperamos que esta valiosa incursión no vaya a constituir, para
quienes la han llevado a cabo, una lamentable pérdida de tiempo.”
Luego de una segunda embajada
folclórica agenciada por Zapata Olivella, Gabo destacó la participación de
“Batata”, raíz de una dinastía de tamboreros: “Cuando la gran tambora del negro
Batata resonó en la redacción de este periódico, hace dos noches, entendimos
por qué fue ese viejo patriarca del reino quien más fuertemente logró
impresionar a los bogotanos, de cuantos integran el grupo folklórico organizado
por Manuel Zapata Olivella. Batata es un hombre pequeño y fuerte que ya le dio
la vuelta a los cincuenta y ha logrado, por tanto, convertirse en una especie
de sumo sacerdote en la familia del folklore costeño. Ya perdió la florida
exuberancia de la juventud; superó la etapa inicial de lo pintoresco y
anecdótico y ahora interviene en la actividad musical con algo de doctor maduro
y hasta un poco escéptico, pero con un dominio recio y concentrado de sus
facultades.”
El vallenato, género cuyo
surgimiento y evolución García Márquez acompañó y promovió desde el trabajo
periodístico y las vivencias en la Guajira, Cesar y el Magdalena grande, le fue
entrañable y lo conocía de charla y de parranda. En una nota sobre la virtud
poética de la composición de los juglares surgida de sus vivencias puras,
escrita en El Universal a propósito de Abel Antonio Villa, tras
referir al “jilguero” Guillermo Buitrago, el animador de diciembre, como un
buen intérprete pero pésimo compositor -luego destacó su aporte a la
divulgación del vallenato- , y reconocerle a Julio Bovea, quien popularizó a
Escalona, que lo hacía bien como cantante, les observa: “pero sin ese sentido
poético, sin ese desgarrado sedimento de nostalgia que convierte en materia de
pura belleza las composiciones de Pacho Rada, de Abelito Villa y de Rafael
Escalona.”
Al explicar la irrupción
terrígena del canto dice: “Quien haya tratado de cerca a los juglares del Magdalena
-que son muchos desde Enrique Martínez, Miguel Canales, Emiliano Zuleta- podrá
salirme fiador en la afirmación de que no hay una sola letra en los vallenatos
que no corresponda a un episodio cierto de la vida real, a una experiencia del
autor. Un juglar del río César no canta porque sí, ni cuando le viene en gana,
sino cuando siente el apremio de hacerlo después de haber sido estimulado por
un hecho real. Exactamente como el verdadero poeta. Exactamente como los
juglares de la mejor estirpe medieval.”
Y agrega, refiriéndose a los cantores
que porfiaban en solitario: “Para que nada haga falta en ese mundo distinto,
allí está el gran Lutero del vallenato que es el indio Crescencio Salcedo. De
ascendencia goajira, este compositor -que es además «yerbatero», como se dice-
no ha querido aceptar matrícula en la cofradía y es un músico suelto, a quien
sus colegas no reconocen méritos ni dan tregua de ninguna índole. Pero alguien
me dijo -alguien que se vio sometido después a las represalias de Abelito
Villa- que Crescencio Salcedo es el autor nada menos que de la «Varita de Caña»
y «El Cafetal». Lo que le da, sin duda, suficientes méritos para ser un
protestante respetable.”
En la crónica “La parranda del
siglo”, publicada en varios diarios y revistas de Latinoamérica y España, Gabo
recuerda que en 1963, luego de voltear y sufrir el mundo y empezar a
sobreaguar, llegó a Cartagena para
participar en el Festival de Cine. A su pedido a Escalona de que lo actualizara
sobre el vallenato, éste responde con una fenomenal parranda en Aracataca siete
días después, animada por compositores e intérpretes vallenatos. Al efecto
“el escritor Álvaro Cepeda Samudio llevó
tres camiones de cerveza helada, y los repartió gratis entre la muchedumbre.
Escalona llegó tarde, como de costumbre, pero también como de costumbre llegó
bien, con nadie menos que con Colacho Mendoza, de quien nadie dudaba entonces
que iba a ser lo que es hoy: uno de los maestros del acordeón de todos los
tiempos”. Y se congratula del parrandón: “tuvimos la buena suerte de que les
inspirara a la gente de Valledupar la buena idea de crear los festivales de la
Leyenda Vallenata”, cuya edición 33, en el año 2000, le fuera dedicada “por ser
el máximo defensor y difusor de la música vallenata en el mundo”.
En “La parranda”, motivada por el
XVI Festival de la Leyenda Vallenata, realizado en 1983, Gabo hizo una
descripción extensa de los antecedentes del género y sus cultores y del estado
del momento cuando tras años de descoloración se vislumbraba el auge y la
implantación nacional. “De modo que hay una prehistoria del vallenato que sus
fanáticos de hoy -que son muchos, aún más allá de nuestras fronteras- apenas si
han oído nombrar. Es un mundo cerrado, con un olimpo propio, cuyos dioses viven
ya respirando los aires enrarecidos de la leyenda. Francisco Moscote, a quien
se recuerda con el buen nombre de Francisco el Hombre porque le ganó al diablo
en un duelo de acordeón, está tan implantado en la mitología popular que ahora
no se sabe a ciencia cierta si en realidad existió. Pacho Rada, otro de los
primitivos grandes, tenía raíces tan bien sembradas en el corazón de su pueblo
(…). De estos dos precursores se habla como si hubieran muerto sin edad después
de haber vivido durante siglos. Uno piensa que tal vez fuera cierto cuando ve a
los que todavía quedan vivos, y cuya serenidad y cuya sabiduría hacen pensar
que viven en un tiempo distinto del nuestro. Leandro Díaz es una especie de
patriarca mítico. A pesar de que es ciego de nacimiento ha vivido desde muy joven
de su buen oficio de carpintero, y nunca podré olvidar el día en que Rafael
Escalona me llevó a conocerlo en su taller (…).
A propósito del festival y de
Leandro, cuenta Gabo “cuando lo oí cantar otra vez después de casi 20 años, y
me envolvió con la belleza de La diosa coronada -que no sólo es su canción más
hermosa sino una nota muy alta de nuestra poesía- tuve la sensación de haber
entrado por primera vez en el ámbito prohibido de la leyenda. Sin embargo, a su
lado no era menos mítico Emiliano Zuleta cantando, con su voz estragada por los
años y el alcohol de caña, los versos magistrales de La gota fría, que para mi
gusto es una canción perfecta, y por tanto, un punto de referencia que no
pueden perder de vista los creadores de hoy. La lista no se acaba fácil: Chico
Bolaño, Toño Salas, Lorenzo Morales y tantos otros.” Los escuchó en una
parranda. Ese “espacio total estaba saturado de música.”
Evolucionando sus apreciaciones
pero manteniéndose fiel a las raíces, en entrevista con el también fallecido
periodista “currambero” Ernesto McCausland se retrotrajo al pasado del
vallenato, a las épocas “de cuando los juglares iban de pueblo en pueblo
cantando un acontecimiento” y “era un verdadero sacrilegio bailarlo”. Describió
que “La parranda vallenata es en un
sitio alrededor de los cantantes, donde la gente toma mucho trago por días o
años, mientras está el sancocho. Pero es para oír. No se baila. Ahora se empezó
a bailar, qué le vamos a hacer”. Para aceptar, “Eso ha evolucionado. Que ahora sea romántico
y esté pisándole los terrenos al bolero, que ha sido un emperador del
romanticismo en la música Caribe durante años, a mí me parece que es una
consecuencia de los tiempos”.
El mayor homenaje a la música de
su tierra lo hizo Gabo a instancias de la entrega del Premio Nobel el 10 de
diciembre de 1982, cuando afirmó “no quiero estar solo en Estocolmo, me
gustaría celebrar mi premio con cumbias y vallenatos” y al efecto fue acompañado de una nutrida comitiva costeña
integrada por los acordeones de los Hermanos Zuleta, la caja de Pablo López,
los tambores de Totó “La Momposina”, el compositor Rafael Escalona -su elegía a
Jaime Molina, fue una de las favoritas del escritor-, la antropóloga Gloria Triana y la periodista Consuelo Araujonoguera. Una
carga de trópico para romper el hielo nórdico. Los aires del Caribe como fondo
musical al realismo mágico surgido de la prosa del más grande escritor
macondiano.
Los cien años de Macondo suenan
El impacto de Cien años de soledad, publicada en 1967
en Argentina por Editorial Suramericana, en el público que se embebió y
embriagó en sus páginas encantadas, y en
la crítica internacional no se hizo esperar, dando partida de nacimiento
al realismo mágico y soporte al reconocimiento universal a la literatura latinoamericana. La música no
fue indiferente al fenómeno.
En pleno auge de los ritmos
tropicales el peruano Daniel Camino Diez Canseco compuso la canción sobre la “epopeya de un pueblo olvidado,
forjado en cien años de amores e historia” y sus personajes, sabroso tema que
interpretado por Johnny Arce, entonces “El señor del Bugalú”, que a propósito
pasó a llamarse “Mister Macondo”, ganó el segundo lugar en el famoso Festival
de Ancón en 1970.
“Los cien años de macondo sueñan, sueñan en el aire
y los años de Gabriel trompeta, trompetazo anuncian
Encadenado Macondo
suena don José Arcadio
y ante el la vida pasa siendo remolinos de recuerdo
La tristeza de Aureliano son cuatro, la belleza de Remedios
violines,
las pasiones de Amaranta guitarras, y el embrujo de Melquiades
oboe.
Úrsula cien años, soledad Macondo.”
Rodolfo Aicardi con Los Hispanos
-que también impusieron después el tema de
Graciela Arango de Tobón “Me voy para Macondo- y la Billos de Venezuela
con la voz de “Cheo” García lo convirtieron
en éxito internacional bailable por
años, con el pegajoso coro “Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia. Mariposas
amarillas, que vuelan liberadas”. En "Enjaulado: Óscar Chávez canta
América Latina" de 1972, el mexicano con su guitarra le dio sabor de
folclor y protesta. A similar estilo la
adaptó el grupo andino ecuatoriano Pueblo Nuevo. También inspiró un reclamo
social de Toto “La Momposina” en “Soledad”, compuesta a propósito del nobel: “"Viejo
pueblo Aracataca/pedacito de Colombia/tierra donde yo nací/entre rumores de
cumbia/a quererte yo aprendí".
En “Bambuco de Macondo”, de los
cantautores chilenos Horacio Salinas y Patricio Manns, incluido en el trabajo
póstumo del primero “Remos en el agua”, grabado en el año 2003, se hace una versión juglaresca de
la monumental novela. Macondo también es la fuente de “Sexual Democracia” del
grupo chileno “Sudamérica Suda”, un
canto de la desesperanza y la confusión; como de “Años de soledad”, tango
instrumental de Astor Piazzolla.
A propósito de los gozos de
Estocolmo, Rafael Escalona compuso “Vallenato Nobel”, un merengue dedicado a su
mujer inspirado en obras de Gabo, luego interpretado por los Hermanos Zuleta: “Gabo
te mandó de Estocolmo, un poco de cosas muy lindas/Una mariposa amarilla, y
muchos pescaditos de oro. Gabo sabe lo que te agrada, por eso él te manda
conmigo/ el perfume desconocido que tiene un olor a guayaba. También te manda,
las mariposas amarillas, de Mauricio Babilonia. Le mostré las frases tan
lindas, que escribiste en un papelito/ Pa’ que se dé cuenta Gabito que yo sí
tengo quien me escriba.” Ante el éxito de Crónica
de una muerte anunciada el
acordeonero Lisandro Meza grabó en México en 1981, “Canción para una muerte
anunciada” basada en esa impactante novela.
Daniel Santos no podía quedarse
atrás en honrar al famoso admirador de sus guarachas y boleros y le compuso “El
hijo del telegrafista”, incluido en su trabajo “Homenaje del Jefe a Gabo”,
producido por Javier Vásquez y grabado en Medellín en 1983. “Donde quemaban
billete, aquellos imperialistas/Pero que sirvió de tema a nuestro gran
novelista. Donde asesinaban gente y amontonaban en filas/Los echaban en vagones
y los botaban al mar.” Pero de letras de protesta también fue objeto, como la
reprimenda de Armando Zabaleta en “Aracataca espera”, cuando donó el dinero del
premio Rómulo Gallegos a la guerrilla venezolana: «Al escritor García Márquez/
hay que hacerle saber bien/ que uno la tierra donde nace/ es la que debe
querer/ y no hacer como hizo él/ que su pueblo abandonó/ y está dejando caer/
la casa donde nació».
La amistad de Gabo con el
cronista salsero Rubén Blades haría brotar “Agua de luna” un disco basado en
cuentos del escritor adaptado a las necesidades líricas del panameño, del que
se escuchó “Ojos de perro azul” pero que, según el músico, fue un fracaso que
solo celebraron él y el nobel “-¿Y qué sabe Gabo de música? La dedicatoria
«Cuando Lebrijano canta, se moja el agua», escrita por García Márquez en una
servilleta para elogiar al cantaor flamenco
Juan Peña, «El Lebrijano», serviría para que éste titulara un cd de
cante jondo basado en cuentos de Gabo, como Un
día de estos, La cándida Eréndira, Buen viaje señor Presidente y Tu rastro de sangre en la nieve, entre
otros, grabado hacia 2005. La relación de García Márquez con la Nueva Trova cubana fue intensa; en constancia y gratitud
hizo el audio de presentación del disco “Querido Pablo”, homenaje de varias
voces iberoamericanas al cubano Pablo Milanés en sus 30 años de vida artística.
Y en “Segunda cita”, álbum de Silvio Rodríguez, grabado en 2009, éste le dedica
al escritor colombiano el tema “San Petersburgo”, relato que de boca de Silvio
fue a un texto de Gabo y de allí regresó a la inspiración del cubano.
El discurso de recepción del
nobel inspiró el oratorio “La soledad de América Latina” (1992), del compositor
belga Dirk Brossé. La banda argentina Los Caligaris grabó “Florentinos y
Ferminas”, inspirada en el amor de Florentino Ariza y sus promesas a Fermiza
Daza en “El amor en tiempos del cólera”, incluída en el disco “No es lo que
parece” del año 2007. En esa misma onda, la agrupación Tan biónica compuso “Perdida”, incluida en el
disco “Obsesionario” grabado en el año 2010. Owen de Chicago produjo The Sad Waltzes of Prieto Crespi
(“Los tristes valses de Prieto Crespi”), sobre el melancólico y musical personaje
de “Cien años de soledad” rechazado por Amaranta y Rebeca, incluido en el trabajo “At home with Owen”, del año 2006. El
cantautor italiano Fabrizio de André en “Sally”, tema del disco “Rimini” de
1978, trae referencias a Pilar Del Mar y los peces de oro fundidos por el
coronel Aureliano Buendía. Losing My Religion de REM está relacionado con el
cuento “Un señor muy viejo con unas alas enormes”. Con Macondo también se
asocia el tema “Banana Co” de Radioheat. “El amor y otros demonios” fue llevada a la ópera
en 2008 por el húngaro Péter Eötvös. Para la versión cinematográfica de “Amor
en los tiempos del cólera”, la barranquillera Shakira compuso “Hay amores” con
ecos fuertes con la tonada “Capricho Árabe” del compositor catalán
Fernando Tárrega.
No podía ser de otra manera. La
obra de García Márquez siempre danzó sobre una melodía, fue un compositor de
hecho, un músico de vivencias y quimeras, para cada situación encontró la
armonía. La obra de Gabo es música, es fantasía y es poesía.
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Salvo referencia expresa los textos de García Márquez fueron
tomados de las obras: “Vivir para contarla”, Norma, 2002; “Notas de prensa
1980-1984”, Norma, especial para Cambio 16, 1995, y “García Márquez, Obra
periodística 1, textos costeños”, Editorial Suramericana, 1993.