
A la gente no le importaba que la
“gran prensa” le restregara los meses anteriores que Rojas, al que la
dirigencia conservadora y liberal acogió con entusiasmo en 1953 como el
salvador de la patria, ante la horrenda hemorragia que habían desatado y no
podían parar, y echó a las patadas en el 57 -cuando se les quiso quedar-, había
sido un corrupto y execrable dictador. Le bastaba recordar, la leche y las
mogollas que Sendas -el programa social
que lideraba María Eugenia, la hija del General- repartía en los pueblos; que
había inaugurado la televisión y que había hecho el aeropuerto Eldorado. Decía
que “la oligarquía le tenía miedo” porque iba a gobernar para el pueblo. El
Presidente Lleras mandó a todo el mundo a dormir temprano. Rojas se refugió en
su casa y la gente se cansó de gritar ¡fraude! Parecía que no iba a pasar nada.
Parecía. Porque con esa fecha
triste se bautizó una guerrilla nacionalista que sumó gente del ala de
izquierda de la Anapo, partido del General, cristianos radicalizados,
disidentes de las FARC y exmilitantes comunistas, identificados en que a su
proyecto de toma del poder por la vía de las armas había que ponerle pueblo y
acelerador para instaurar un “socialismo a la colombiana”. El Movimiento 19 de
Abril, tras esporádicas y espectaculares actuaciones, se convirtió en el dolor
de cabeza del gobierno del liberal Turbay Ayala, quien le dio licencia a las
Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y organismos de investigación
judicial, para que le pusieran su “tatequieto” a los subversivos, cruzada en la
cual se ensañaron con todo aquel que hablara de derechos humanos o cambio
social.
Sin embargo, el “eme” se metió en
el alma popular y crecía imparable. El gobierno de Belisario Betancur tuvo que
“cogerle la caña” al audaz comandante general del M-19, Jaime Bateman, de
indultar a los presos políticos y amnistiar a los combatientes e iniciar un
gran diálogo “un sancocho nacional” para acordar cómo sacar al país de la
pobreza y la falta de democracia. Muerto Bateman en un accidente aéreo el 27 de
abril de 1985, Betancur y el M-19 establecieron
negociaciones sobre reformas
políticas, económicas y sociales, proceso al que se acogieron otras
agrupaciones insurgentes.
Pero Colombia estaba viche para
ese tipo de acuerdos. Belisario quiso quitarle a la guerrilla las banderas y ésta “conejeó” al gobierno al hacer de la
tregua un espacio táctico para escalar la guerra. El Presidente había anunciado
en la posesión que en su gobierno “no se derramaría una sola gota más de sangre
colombiana” y al finalizar parecía cierto porque el país quedó anémico por el
desangre, pues con ese cuerpo famélico se ensañaron guerrillas, militares,
sicarios del floreciente narcotráfico y las reactivadas autodefensas al
servicio de la contrainsurgencia.
Los grupos paramilitares se
expandieron y estructuraron a nivel nacional, financiados por mafiosos y
hacendados, con el beneplácito de políticos ultraderechistas y estamentos
militares, desatando un plan de exterminio contra las organizaciones sociales y
la izquierda para revertir el ascenso de estos sectores y en la perspectiva de aislar y aniquilar a la
insurgencia. La Unión Patriótica, movimiento político surgido de los
acuerdos con las Farc, perdió más de 3 mil militantes a manos de sicarios.
Diezmados por los golpes militares y presionados por los cambios geopolíticos
de finales de los 80, algunos de los grupos insurgentes optaron por la
desmovilización negociada que ofreció en 1986 el liberal Virgilio Barco y proseguiría
César Gaviria.
El aura del guerrero
En el Departamento del Cauca, en
la verdea de Santo Domingo, a donde se llega por carreteras destapadas que
serpentean la cordillera, los vientos estremecen y el frío se nota en los
rostros cuarteados, durante meses se instaló el campamento donde se concentró
el M-19 para las negociaciones. Allí visité a Carlos Pizarro León-Gómez, a la
postre comandante general de esa organización, para una entrevista y luego
regresé un par de veces acompañando a Rafael Pardo Rueda, director del Plan
Nacional de Rehabilitación y los demás miembros del equipo negociador del
gobierno.
No es sino revisar las primeras
fotos de los encuentros de Pizarro y Pardo para advertir que iba a pasar algo,
como efectivamente pasó a comienzos del 89 con la firma de los acuerdos que
llevaron a la desmovilización definitiva del M-19, acuerdos que éste supo
honrar y defender aun cuando la nefasta clase política tradicional intentó
trampear para dejar sin base los compromisos, condicionando el trámite
legislativo de algunos de los asuntos a que le dejaran colar arreglos a favor
de la mafia. Lo de siempre.
Sonrisa cálida, mirada altiva,
buenas maneras aprendidas en cuna aristocrática, atractivo y encantador para
las mujeres, simpático y cordial con los hombres, pensando siempre en
perspectiva, soñador, enigmático y magnético, un modo de hablar muy particular,
con énfasis al final de las palabras que se volvió moda entre la militancia,
como el sombrero blanco que llevó durante sus últimos años en la montaña, y una
prosa recursiva y emotiva, era difícil entender cómo ese joven estudiante
de la Universidad Javeriana, hijo de militar y amigo de los ricos de
Bogotá y Cali, fue a parar a la Juventud Comunista, a las Farc y
después al M-19 y quiso hacer realidad su ideal de cambio, justicia y
democracia a través de la lucha armada.
Pero así como fue intransigente
en su determinación insurgente también fue terco en imponer contra la oposición
de muchos su decisión de acordar la desmovilización. Determinado el contenido
del pacto llegó con su gente a Tacueyó y en un acto solemne pronunció unas
palabras, envolvió su revólver en la bandera tricolor y lo tiró al arrume de
armas que habían hecho sus compañeros, ante el llanto incontenible de Vera
Grabe. Luego viajó a Bogotá, llegó al palacio presidencial y estampó su firma
en el documento de paz junto a la del Presidente de la República, para
renunciar a las armas a cambio de reformas y seguir en le lucha política por
los canales institucionales.
Unos meses después, estuvo en el
Museo del Chicó para la presentación de un libro compilado por Jesús Antonio
Bejarano, asesor de Pardo, asesinado años después. Lucía una camisa de seda
blanca de cuello Nerhu que le daba un aura especial. Estaba muy contento con la
sorpresiva votación que había obtenido como candidato a la
Alcaldía de Bogotá, inscrito a última hora, y con la simpatía que
comenzaba a despertar su candidatura presidencial, aunque se le notaba la
preocupación por el riesgo inminente de un atentado en su contra, más aun
cuando semanas atrás habían asesinado al carismático candidato de la UP,
Bernardo Jaramillo.
De las cenizas del colosal error
que constituyó la toma y la monstruosidad de la retoma del Palacio de Justicia
y en medio de la racha de terror desatada por el narcotráfico y el
paramilitarismo, la terca izquierda convergía y se insinuaba posibilidad de gobierno.
La tensión no le impidió a Pizarro contarnos, en medio de risas, el episodio
reciente en la Universidad Nacional, donde se había bajado de la
tarima en la Plaza Che Guevara, arremangándose la camisa,
para agarrase a trompadas con unos saboteadores que le gritaban traidor. Se
retiró del evento luego de una copa de vino, porque al día siguiente debía viajar
temprano a Barranquilla en desarrollo de la campaña presidencial.
El 26 de abril de 1990, alertado
por el alboroto y los murmullos recorrí a prisa los pasillos del edificio donde
funcionaba el Plan Nacional de Rehabilitación y entré a las oficinas de la
Consejería Presidencial para la Paz. Allí imperaba un
ambiente de desazón y la mala noticia se advertía. -¿Qué pasó?, le pregunté a
Ricardo Santamaría, asesor de Pardo, y enjugándose el llanto me contestó: -¡Lo
mataron! En la confusión y la tristeza regresó a mi mente la imagen del día
anterior, la camisa blanca de Pizarro, la bandera de la paz empapada con su
sangre.
Un sicario lo acribilló en pleno
vuelo y la escolta oficial del DAS a su servicio ultimó al asesino para
sepultar cualquier confesión que pudiera llevar a la verdad: la alianza de
narcotraficantes, paramilitares y el organismo de seguridad estatal, que
ensangrentó al país en esos años en desarrollo de un plan de exterminio de la
izquierda en auge y de cuyas andanzas criminales dan cuenta todavía hechos
recientes.
Miles de personas fuimos a darle
el adiós al Capitolio Nacional donde fue velado. La marcha fúnebre lo acompañó
a la Quinta de Bolívar para hacerle un homenaje en la casa que habitó
el Libertador, su personaje más admirado. La muchedumbre lo llevó por la
Avenida calle 26 hasta el Cementerio Central, donde habita desde entonces. Algunos dicen que
han conversado con él, otros le hablan con entusiasmo y hay quienes le
agradecen milagros. Para dar fe del
compromiso del “eme”, Antonio Navarro siguió la campaña presidencial con el
lema ¡Palabra que sí! En la Constitución de 1991, hija de la reacción
del país progresista contra el exterminio y por sus derechos, quedaron
plasmadas algunas de las ideas que motivaron su lucha.
Abril, un mes mágico que evoca
apertura y amor, signó la vida y la muerte de una legión de soñadores. El 9 en
el año 1948, mataron al líder popular Jorge Eliécer Gaitán. En años diferentes,
aquel 19, se robaron las elecciones presidenciales, se bautizó una guerrilla macondiana
y nació Gustavo Petro. Un 23 vio la luz y un 28 se eternizó el emblemático comandante
“Pablo”, Jaime Bateman, personaje legendario que podría haber salido de la
pluma de “Gabo”, Gabriel García Márquez,
fallecido un 17, y dos días de abril marcaron la vida de Pizarro: el del fraude
y el de su asesinato. En Colombia, dos formas históricas de truncarle las ilusiones
al pueblo. Pero quedan muchos abriles.
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