“La paz frágil”, dijo el presidente de Colombia ante la
Asamblea de Naciones Unidas para referirse con sorna a los acuerdos que
trajeron de vuelta a la institucionalidad descaecida del país a las FARC-EP. La
misma paz con la que el gobierno y sus representantes sacan pecho para recibir
los elogios y apoyos que le ha deparado el mundo a Colombia por ese pacto
histórico de civilidad y de cuyo estado actual –recortes y fragilidad- es
absoluto responsable.
El vociferante Ministro de Defensa siguió la pauta al afirmar
que ahora no hay una sino tres FARC: la que tiene representación en el
Congreso, la que se hartó de los incumplimientos y erróneamente volvió a las
armas y la que nunca creyó en ese cuento. Calló que a la primera, leal a los
acuerdos, la están masacrando y el gobierno no ha sido capaz de impedirlo.
Se sumaron al coro el Ministro del Interior, que tuvo la
osadía de lesa antidemocracia de salir a retar al candidato favorito a las
presidenciales restregándole su pasado guerrillero, y el embajador en los
Estados Unidos que, como funcionario del gobierno firmante de la paz, asintió a
favor de las conversaciones y ahora las repudia.
Las reacciones amargadas y guerreristas del gobierno uribista,
del partido en el gobierno -el Centro Democrático y sus aliados-, y de Uribe -desde
su trinchera campestre y ecuestre-, obedecen a una razón de fondo: el proceso
de paz facilitó las condiciones para que un gobierno alternativo dirija los
destinos de la nación.
Esa es en el fondo la razón de la bronca contra los acuerdos de
paz. Prefieren ignorar que, a la par, la alternativa de las armas fue
deslegitimada como opción en un país acostumbrado a acudir a ellas para dirimir
sus diferencias.
La república señorial de estirpe terrateniente y mafiosa y “el
Estado Social de Derecho” neoliberal de la burguesía urbana financiera se
resisten a aceptar la realidad de que, tras el acuerdo de paz con la guerrilla más
grande e histórica, la guerra dejó de ser amenaza y freno y la gente se liberó para
expresar su inconformidad y optar por un posible vuelco político histórico. Eso
no lo calcularon Santos y su gente, pero contribuyeron a ello y, por eso, la
reacción no se los perdona.
La desazón se nota en la desesperación de las reacciones por
manchar como fracaso y minimizar el quinto aniversario de la firma de los
Acuerdos de Paz Estado-FARC-EP, fraguados en La Habana durante un lustro, desde
que el nuevo presidente, Juan Manuel Santos, anunció que tenía la llave de la
puerta de la paz, el 7 de agosto de 2012, liberándose de las amarras de la
“seguridad democrática” de Uribe.
El 26 de septiembre de 2016, en pomposo acto en Cartagena,
cimbrado por aviones de guerra que reafirmaron la posición de las Fuerzas
Armadas -la paz es la victoria, les prometió el presidente-, “Timochenko”
(Rodrigo Arias Londoño) y Santos estamparon sus firmas y estrecharon sus manos
en medio de vítores de los invitados. A pocas cuadras, el expresidente Álvaro Uribe,
altavoz en mano, se despachaba contra el tratado.
La dicha fue breve. El terco y soberbio empeño de Juan Manuel
Santos por glorificarse con un plebiscito de apabullante apoyo a su gestión se
estrelló con los efectos de la estrategia mezquina del uribismo para desprestigiar
las negociaciones. Contra el optimismo y el tremendismo atemorizador de la
propaganda oficial, el 2 de octubre ganó el No por una mínima diferencia y
sobre la base de muchas mentiras e infamias.
Como para la reelección, el presidente tuvo que acudir al
respaldo del movimiento social partidario de la paz -que no a su mandato de
carácter neoliberal- para darle oxígeno a un proceso balbuceante, edificado institucionalmente
sobre la base del apoyo político de los partidos de la coalición de gobierno,
“mermelada” a los congresistas y medios de comunicación y la promesa a los
grandes empresarios de mejores días para los negocios.
Tras el pasmo de la derrota, en una hábil decisión, Santos
consultó con los ganadores modificaciones: aceptó muchas formales y,
presionadas por los militares azuzados por Uribe, otras de fondo como la
impunidad jerárquica. El 7 de octubre, el otorgamiento del Premio Nobel de Paz le
dio el necesario y urgido espaldarazo ante el país y el mundo. Con el apoyo del
Congreso y el aval de la Corte Constitucional logró una salida institucional al
proceso.
El acuerdo se ratificó en una nueva ceremonia en el Teatro
Colón de Bogotá, el 24 de noviembre. Desde entonces, la división es
irreconciliable. El uribismo no acepta lo acordado así en gran parte, no se
haya cumplido. El gobierno Santos, a pesar de los esfuerzos y, en algunos casos
adrede, no logró completar la arquitectura de implementación de los compromisos
ante unas FARC-EP desmovilizadas.
El cumplimiento de los acuerdos, en la esencia de lo
negociado -que más allá de la desmovilización de las FARC-EP apuntaba a
destrabar factores de injusticia que dieron justificación a la insurgencia-,
requería de un gobierno afín. El establecimiento, que apañó la iniciativa de
Santos por considerarla manejable, se “patraseó” ante la posibilidad de un
gobierno de cambio. Para atajar a Gustavo Petro, corrieron a imponer a Duque,
en conocimiento de que traicionaban lo que habían respaldado.
El movimiento social que ha promovido una solución política a
los conflictos celebra el Acuerdo de Paz, no obstante la implementación
desvirtuada y reducida por parte del Gobierno Duque y los 289 firmantes,
hombres y mujeres, y cientos de líderes sociales asesinados, reivindica lo
avanzado y sigue trabajando porque se pueda recuperar el espíritu original y
cumplir lo acordado. Comparte una visión holística en la que paz significa
equidad, justicia, verdad, reparación de las víctimas y compromiso de no
repetición. Una sociedad reconciliada en sus diferencias y con un proyecto de
país para todos.
El Gobierno Duque, con la política de “paz con legalidad”, se
ha limitado a procurar la reincorporación de excombatientes de base, a tolerar
con cicatería la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción de Paz, a un Centro de
Memoria Histórica desvirtuado por el negacionismo y a proyectos menores en los
Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial -PDET- afectados por el impacto
del conflicto. El uribismo, al asumirse vencedor en la guerra sin limitaciones
humanitarias impuesta con la “seguridad democrática”, aspiraba a una imposible
claudicación de la insurgencia e imponer las condiciones del desarme. Nada más.
Reforma rural integral, catastro multipropósito, sustitución
voluntaria de cultivos ilícitos, restitución de tierras despojadas, dignificación
de los territorios, participación decisoria, justicia transicional restaurativa,
memoria histórica centrada en las víctimas quedaron en el papel y son ahora
filtrados por los intereses de los victimarios.
A pesar de eso, de que se han desatado varias guerras y cunde
la muerte para contener el descontento social tras el reciente estallido, no
han podido “hacer trizas la paz”. Colombia no les copia a los guerreristas. Lo
dicen, una tras otra, las encuestas. No hay duda, mejor una paz frágil y por
construir que la guerra abominable que promueve con mentiras ominosas la
derecha envilecida y asustada ante la posibilidad de un cambio de rumbo, el
cual intenta parar desde el gobierno y el Congreso con toda clase de manejos y
trucos.