miércoles, 24 de diciembre de 2014

Buscando la melodía

Apuntes y anécdotas alrededor de la música, un componente fundamental de la vida el amor y la amistad.


Casi al tiempo con las tristes noticias de la muerte del sonero borinqueño “Cheo” Feliciano, el insigne músico y compositor cubano Juan Formell, el percusionista boricua Armando Peraza  y de nuestro “Gabo”, Gabriel García Márquez, Nobel de Literatura, melómano y autor del extenso paseo vallenato Cien años de soledad, irrumpió en el trasnoche, en abril de 2014, el libro ¡Fuera zapato viejo! Crónicas, retratos y entrevistas sobre la salsa en Bogotá  con la firma de Mario Jursich Durán, director de la revista El Malpensante, como editor, publicado por la Secretaría de Cultura de Bogotá Humana. Al degustarlo llegaron en torrente recuerdos de  rumbas y  “guaros”, evocados por tantas melodías, líricas, lugares y personajes conocidos que danzan por las páginas de ese compilado de prosa, color y sabor. Almanaque sonoro y memoria musical. El capítulo que nadie me pidió, pero que me ahogaba por dentro, respecto de lo que la música, la rumba y la bohemia han jugado en mí vida.

Mi banda sonora
De niño, un tío mujerero, a fuerza de cantar y escuchar Pedacito de mi vida de Celina y Reutilio en un plato negro de 78 rpm, me grabó esa canción en el alma. No sé dónde escuché por primera vez Hasta Siempre de Carlos Puebla, pero como muchos, hago el coro hasta dormido. En los diciembres, sin falta, íbamos de la mano con papá a comprar los 14 Cañonazos y de vez en cuando la balada de moda. En alguna velada en su compañía escuché por primera vez  La piragua y Violencia, cumbias imperecederas e imprescindibles de José Barros. Años después un compañero de segundo de bachillerato (hoy séptimo grado) me pilló arrastrando los pies con algún chucuchucu y, después de severa carcajada, me preguntó: -Loco ¿tú no has oído Sonido Bestial de Richie Rey y Bobby Cruz?  Y no, no lo había escuchado. Lo oí y me volví fiel del “Viejo Mike”, Miguel Granados Arjona, del “Show de la Jirafa Roja”, en la Voz de Bogotá y, luego, en Radio K.

La primera vez que dancé Lupita de Pérez Prado fue en una discoteca de Sandoná y, en Pasto, “Cuba Patria Querida, la patria de Maceo y de Martí” de los Guaracheros de Oriente. Mambo y son en las alturas andinas, licencias de las libaciones en el Carnaval en el que La Guaneña y el Son sureño suenan sin parar. Y allá también fueron las primeros escaramuzas sentimentales adolescentes que me devolvieron maltrecho cantado Y te has quedado sola de Los Iracundos, La carta de los Terrícolas, Amor por ti y Como deseo ser tu amor de Los Galos, Y volveré de Los Ángeles Negros y Alma mía de Marta y los Ventura.

Mi primera novia “en serio” tuvo que aguantarme la fiebre de música llorona  y tropical       -que calmaba en la Caseta Matecaña-, gustándole la balada americana y el rock. Aunque  tuve mis “soyes” con Los Beatles, Rollins Stones, Queen, The Eagles, los Bee Gees, Gary Glitter, Temptations, Joe Cocker, Jimmy Hendrix, James Brown, Tina Turner, Gloria Gaynor,  Dona Summer y Santana (la infaltable Samba pa ti), seguí arrastrando los pies con Los Melódicos, la Billos, Los Hispanos, Los Graduados, Los Canoeros, Los Orientales, Los Mirlos, Los Corraleros,  Warawuaco, Bovea, “El indio Pastor”: “Cuando presientas que estoy ausente y me sientas lejos de tu mente, yo te pido que te vayas lejos, donde no hayan viejos recuerdos de amor”(El eco de tu adiós) y brincando con Fruko y sus tesos (El Preso, El ausente, El caminante), Nelson y sus estrellas (El forastero, Canción india,  Quédate con tu mujer) y Alfredito Linares (Tiahuanaco y Machu Pichu).

Para apoyar a los damnificados de una inundación en Sandoná, emprendí mi hasta hoy incipiente actividad de productor musical con un casete de música nariñense que contó con la dirección del famoso trompetista coterráneo Jorge “Pote” Mideros y, entrado en ese ambiente, acompañé varias noches de grabación en francachela alrededor de los afamados Hermanos Maya. En Pasto trenzamos amistad con el Trío Los Astros (Domínguez, Villacorte y Santacruz) que derivó en periplo serenatero por Bogotá con repertorio despechado: “Qué es amor pregunté un día a un alma que lo sabía”, Interrogación (“Solo contesta el eco triste de esta alegría, carnavalesca y loca que me hirió el corazón”) y  “mía tú como ninguna porque desde que te fuiste no he tenido Luz de luna”. No obstante el empeño, no conseguimos  lo suficiente para grabar su primer sencillo, que finalmente les financió un hermano mío.

Por esos años lamenté amores con las baladas (Los Ángeles Negros, Los Galos, Los Terrícolas, Los Iracundos, Los Pasteles Verdes, Sandro, Leo Dan, Leonardo Favio, Elio Roca, José José, José Feliciano, Rafael y Roberto Carlos), apuré aguardientes con los boleros de los gigantes Daniel Santos (joyas sus versiones de Espumas, Temes y El triste), Julio Jaramillo, Rolando Laserie, Orlando Contreras, Oscar Agudelo, Olimpo Cárdenas, Alci Acosta, Panchito, José Tejedor, Los Panchos, las rancheras de Javier Solís, José Alfredo Jiménez, Miguel Aceves y Vicente Fernández y coreando pasillos ecuatorianos y valses peruanos con mi hermano Álvaro en noches de nostalgia y festejo.

Admiré la canción popular e insurrecta de Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, canté  la protesta con Violeta, Mercedes, Piero, Eliana y Ana y Jaime, y me mandé uno que otro tango -que conocí oyendo a mi papá cantar chispo - acompañado en la guitarra por mi tío que cantaba con dejo sonero- Cuesta abajo, La cumparsita  y Tomo y obligo, las que alternaba con los joropos Guayabo Negro y Jesús María, las sentidas Humo, Las tres de la mañana y Sol de invierno en la voz del pastuso Bolívar Meza, Fuiste mía un verano de Leonardo Favio, Que hermosa noche de Leo Dan, Vuelvo a vivir, vuelvo a cantar de Sabú y Destino la ciudad y Gondolero de Harold. Sin embargo, con el tiempo, la salsa y la música cubana se inyectaron en mis venas.

A finales de los revueltos 70s, recogiendo centavos, un grupo de compañeros y compañeras nos fuimos a Cali a un encuentro nacional de comités de solidaridad con la Revolución Sandinista y el pueblo salvadoreño. Frente al apartamento que nos prestaron para la estadía estaban inaugurado un bar salsero, el que una vez entramos dejó a nuestro cuidado el confiado administrador, con una petición ingenua: -Muchachos ¡échenle  un ojito! Y así fue: fijamos la pupila en el bar. Sedientos y sin cinco, bogamos cerveza sin parar coreando ebrios y abrazados: “Ella va triste y vacía”,  “Tu amor es un periódico de ayer” y “No importa tu ausencia te sigo esperando”, en plena ebullición de Lavoe, antes de salir “volados” para Juanchito. Por entonces, los festivales del periódico Voz, año tras año, nos ofrecían la oportunidad de disfrutar de las mejores orquestas cubanas picados con botellones de chicha.

En la banda sonora de mi travesía entraron: La Matancera, Portabales, Matamoros, el Septeto Nacional, Machito, Noro Morales, Los Compadres, la Aragón, Tito Puente, Tito Rodríguez, Cortijo con “Maelo” Rivera, Bobby Cruz y Richi Rey (Lo atare la arache), Celia ¡Azúcar!, “Cheo” Feliciano, “Mongo” Santamaría, Pacheco (Acuyuyé) Barreto (Bilongo), las Estrellas de la Fania, El Gran Combo, vallenato de los juglares y un montón de  elepés de música dominicana, boricua y neoyorikan que algún amigo en apuros le dejó a mi primera pareja en custodia y que eran de culto entre la izquierda distendida de la época.

Los sábados ella literalmente se tomaba la casa haciendo sonar en el tocadiscos Mi bohío de Celina y Reutilio, Bemba colorá e Isadora Duncan de Celia, No llores nena de Carlos “Argentino” con la Sonora y La cura de Franky Ruíz, a los que se sumaba, en ratos de tertulia con amigos, un casetico clandestino  con canciones de Atahualpa Yupanqui y el juglar lojano Benjamín Ortega (con versiones sentidas de Milonga para una niña y María Naranjo, de los uruguayos Zitarroza y Darwin, respectivamente), 15 de Noviembre también del Ecuador (“Quiero encontrar en tus manos las noches de días mejores”) y una humorada de un grupo azteca contra el PRI.

También apropié los que eran éxitos del momento: Rebelión y Mary de Joe, Buscando América, Plástico, y Pedro Navaja de Rubén; Idilio y Gitana de Willie Colón; Casi te envidio  y Milonga para una niña en la voz de Andy Montañez: “por eso niña te pido, que no me guardes rencor, yo no puedo darte amor, ni vos podes darme olvido”, Los Rodríguez (“Ay que pena me dio …),  Los Niches, Guayacán, Niche, Son 14 (Son para un sonero) Sierra Maestra (Camina y prende el fogón y Son para ti) y la Original de Manzanillo (Mi sombrero de yarey).

Así como  la canción sentipensante de Quilapayún, Inti Illimani, Huayanay, Horacio Guarany, Jorge Cafrune, Silvio, Pablo, Mercedes y Serrat (con el homenaje de Juan Manuel a Miguel Hernández nos hicimos amigos, novios y padres: “Boca que arrastra mi boca, boca que me has arrastrado…”). De mis hijos me quedó el gusto por algunos temas del rock en español (Maná, Enanitos verdes, Café Tacuba, Caifanes, Los Prisioneros, Fito Páez, “Charly”, Soda, Calamaro, Cerati, Hombres invisibles, Los toreros muertos, Abuelos de la nada, Los Rodríguez, Bumbury) y la felicidad de la noche que vi a Camilo  adolescente desatarse en la batería de una banda de rock y, varios años después, a Andrés con su grupo haciéndole un homenaje a mi padre con un poema mío musicalizado por él y una versión de Mi viejo, para la ocasión.

Entre versos, rones y sones
Transitando el tercer piso la música se volvió una obsesión. A la provocación contribuyó la sabrosura y camaradería del “negrito” Viera quien armaba sancochos “trifásicos” y saraos salpicados de ron, charla y disertaciones temáticas con lp en el tocadiscos y él con la carátula en la mano, dando cátedra ante un auditorio deslumbrado. Carlitos “Alguien”, que inspiraba sus “monos” con buena melodía y siempre jugaba a sorprender. Y el cariño de Ismael Carreño, quien en los sitios donde fue musicalizador, en sus programas radiales, en la ambientación de los rumbeaderos y restaurantes que abrió y cerró, y en los encuentros de coleccionistas que organizó (y sigue animando) siempre hizo su aporte para el conocimiento del infinito mundo de la música en algunos de sus ilimitados géneros.

En su refugio en Kennedy varias veces nos cogió el amanecer pidiéndole grabar una y otra versión, achantados por el antojo de temas desconocidos o inmarcesibles, escapados de los estantes donde atesora las reliquias de una discoteca heredada y donaciones deslumbrantes que llegan a las manos de ese amante de la melodía en reciprocidad por los afectos que ha cosechado. Gracias a “Maelo” conocí la estupenda banda musical de la primera película sobre el “Che” Guevara compuesta por Lalo Schiffrin, La cinta verde cantada por Milthiño y Prende la vela en  versión de Celia Cruz, entre una cantidad de rarezas.

Por entonces yo le cantaba a un nuevo amor con Ana Belén: “Cuéntame el cuento de los que nunca se descubrieron, del río verde y de los boleros”. Y ya por la libre, otras orquestas nuevas y añejas se sumaron a mi discoteca y preferencias: los Lebrón, Manny Oquendo, la Ponceña, Roena y Apolo Sound, Raphi Leavit y La Selecta, Africando... Vino el encanto habanero y sonero, tras sucesivos viajes a la isla generosos en ropa vieja, mojito y Cohiba: Irakere, Arsenio “El ciego maravilloso”, Benny Moré, La Lupe, Freddy, Celeste, Chapotín y Miguelito Cuní, Roberto Faz, Abelardo Barroso y La Sensación, Cachao, Tata Güines, Changuito, Angá, Los Papines, Yoruba, Los Van Van, Revé y su Charangón, Bamboleo, Los Dan Den, NG la banda, Yumurí… Uno tras otro cd, algunos verdaderos tesoros encontrados en rastreos inimaginables, fueron engrosando  una colección que suma cientos, en música de todos los géneros.

A mediados de los 90, tuve el deschavete de trasmitir casi todo un concierto de la Fania desde El Campín por celular en Radio Melodía, donde los viernes realizaba “La esquina latina”. Para llegar, desde el Hotel Tequendama, en medio de un trancón endemoniado, tuve que ceder a la petición de “Kid” Pambelé -que también iba para el concierto-, que lo llevara. Enfurecido por una mención del conductor a su tratamiento contra la adicción, le propinó un tremendo puñetazo que le hizo girar la cara dos veces y a mí botarme del taxi en prevención. Me contaron que al escuchar mi perorata entusiasmada desde el estadio, el dueño de la emisora, desconcertado, hacia rotar su índice sobre la sien frente al control master. Todo sea por Juan Pachanga.

Vicio latino: Buenos Aires, Nueva York, La Habana
Las anécdotas no solo son con salsa. En Buenos Aires -a donde nos fuimos con mi amigo Darío Salazar a pasar el trago amargo de la muerte de mi padre y de su hermano Jorge Emilio-, después de una “patoneada” proverbial, mientras  husmeábamos la lista de precios en la cartelera a la entrada del Viejo Almacén, el amable mesero  convidó: “-el primer whisky es cortesía de la casa”. Adentro, una pareja de gringos recién casados, engañados por nuestra supuesta experticia en el tango, nos mantuvo la dosis hasta que, micrófono en mano y abrazados con  los ilustres tangueros de nómina esa noche -las glorias Juan Carlos Godoy y Alberto Podestá-, coreamos a despecho: “Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. ¡Casi nada! La cruda fenomenal nos hizo incumplir una cita rogada con nuestro querido Leonardo Favio, oportunidad sentimental y  primordial que nos regalaba el viaje. La perdimos y no pudimos abrazarlo para agradecerle: “Quiero aprender de memoria, tu risa tu pelo, muchacha de abril”.

De regreso, en Cuzco revolqué la ciudad hasta dar con el paradero de la versión de Poema del alma (“Dame el pan que sobra en tu mesa, dame el vino que sobra en tu jarra, que si vienen de tus manos tan blancas, no me parecen migajas”), la balada de Manolo Galván de moda en los 70s, interpretada en versión campesina andina por Peregrino del Anta, que escuché en una emisora local. Curiosidad que aprecio tanto como la grabación de Solo le pido a Dios de León Gieco en quechua con un grupo de indígenas, el canto a Camilo Torres en la voz de “Chavela”  Vargas, Sierra Maestra por Daniel Santos, un álbum doble de 40 clásicas de la “chansson francaise” y Asibonanga, el homenaje de Johnny Clegg y Savuca  a Mandela, que alguna vez compré en el aeropuerto de París;  la cantata Estrella de Peter Child, los trabajos de Charlie Haden y su Liberation Music Orchestra o las decenas de versiones  de Todos vuelven, Chán Chán, Luz de luna, Obsesión, Buscando la melodía, El manisero, Guantanamera, Longina, Siboney, Convergencia, Historia de un amor, La Guaneña, La Piragua, Caravan y Tin tin deo, entre otras, que atesoro.

Unos meses más tarde, con el mismo Darío, fracasamos tratando de sacar adelante una taberna en líos de la que unos amigos se desenhuesaron, gracias a nuestro candoroso entusiasmo. La bautizamos “Isla Negra”, en remembranza de la casa de campo de Pablo Neruda, pues el edificante nombre que tenía (“Bar Ético”), fue deformado malamente por los mamagallistas que lo frecuentaban, al  juntar las dos palabras. La única vez que se llenó, las clientas nos impusieron que, salvo los propietarios, no admitirían ningún hombre. Seguramente no fue el primer bar lésbico de la ciudad, pero sí el único que solo duró un día.  Difícil de sostener un negocio cuando ante la falta de clientes, los viernes nos bebíamos la cerveza con los amigos y las amigas, pues siempre había un motivo para destapar la primera.

Años después, en  Nueva York, llegados en la madrugada de Washington -donde pudimos ver el homenaje del museo smithsoniano a Celia Cruz- en un bus mochilero agenciado por chinos, que olía a arroz chino, y luego de andar la ciudad frenéticamente todo un día con mi hermano Pablo, alguien nos orientó al club nocturno Copacabana. Tras  una despachadora pista de reguetón en la segunda planta, en el tercer piso, la ciudad le ofrecía un homenaje a Willie Colón y el trombonista con su grupo nos deleitaron toda la noche, a la carta. Apenas unas horas después, en el Central Park, besamos el recordatorio de Lennon y en un Tower encontré un cd de Eva Ayllón buscado por años. ¡Maestra vida cámara, te da y te quita, te quita y te da!

La última década del siglo XX fue prodigioso para los amantes del son y la música cubana de la vieja guardia (¡gocetas del mundo uníos!), con Buenavista Social Club, Afro Cuban, Compay Segundo, Ibrahim Ferrer, “El Guajiro” Mirabal, Pancho Amat, Eliades Ochoa, Rubén González, Manuel “Puntillita” Licea,  Manuel Galván, “Aguaje” Ramos, “Barbarito” Torres, Los Jubilados, Los Fakires, Los Guanches, La Vieja Trova Santiaguera, el Septeto Turquino, la Estudiantina Invasora, la familia Valera Miranda, Frank Emilio, Omara Portuondo, Rudy Calzado, entre tantos. De esta época es legendario el trabajo Continental Drifter del intérprete blanco de blues, Charlie Musselwhite, prodigioso armonista, acompañado en Chan Chan y otros temas por la voz de Eliades Ochoa y el Cuarteto Patria.

También fue época para la nueva onda de la isla: Asere, Orishas, Pupy, Adalberto, Polo Montañez, la Charanga  Habanera, NG la banda, Manolito y su trabuco, Andy Gola y Colé Colé, la Orquesta Mágica de la Habana, Soneros de Verdad, Buena Fe, Augusto Enríquez, Descemer Bueno, Kelvis Ochoa, Vocal Sampling, William Vivanco... El Jazz: “Chucho” Valdés, Gonzalo, Rubalcaba, los López Nussa, los Vitier, Roberto Fonseca,  Juan Ceruto, “Pucho” López, Alexander Abreu, Roberto Fonseca, Frank Fernández, Alfred Thompson, Jorge Reyes, Germán Velazco, Hilario Durán. Los cubanos del exilio: Sandoval, D´Rivera, J. P. Torres, Isaac Delgado y el gran “Bebo” Valdés... Además del jazz latino en la “yuma” y el mundo: Jack Constanzo, Carl Tjader, “Poncho” Sánchez, Palmieri, Barreto, Bobby  Matos, Irazú, Jerry González, “Chano” Domínguez, Michel Camilo. Y de ida y vuelta, bellezas como las fusiones de “El cigala”, Concha Buika y el folk de Lila Dawns. Música en primicia en Musiteca, una tienda de discos que ofrece pócimas para el alma.

Cuba, por todas partes música
¿Dónde estará la melodía? Había que ir a buscarla y nos fuimos con mi hermano Pablo para la isla del caimán barbudo. Entre mojitos y daiquirís, noches vibrantes en La Bodeguita, el Floridita, Delirio Habanero, la Tropical y el Café Cantante, por la Habana Vieja la fuimos encontrando: “De Alto Cedro voy para Mayarí, llego a Cueto y voy para Macramé. Cuando Juanita y Chán Chán en el mar cernían arena, tan duro sacudía el jibe que a Chán Chán le daba pena…”, por todas partes Compay Segundo dejó su huella sonera y a nosotros el recuerdo de la noche  que se nos desmayó en los brazos en Corferias. 

En Santa Clara, después de la necesaria visita al Memorial al “Che” Guevara, los ecos de una cuerda de metales nos llevaron al portón de lámina rota de un garaje. Un grupo de son ensayaba, mientras rotaban copitas de “chispa´etren” (ron casero) que compartieron “con los compañeros de delegación colombiana”, quienes entusiasmados nos entregamos a ese intercambio etílico musical. Tímidamente mi hermano se unió al grupo con la raspa, después se acercó al coro y terminó de voz líder. Mirando a mi cámara de video, el animado director del grupo Alejandro y su Onix, saludaba grandilocuente: “-A Jairo Varela y su Niche, al gran “Joe” Arroyo. Algún día esperamos tocar en la bella Colombia”. En 2004 grabaron su primer cedé para Egrem.

Años después, en 2006, una jornada dionisiaca en Caracas me permitió calentar la noche con son en la “Tasca Triana”, el tentempié fusión en “Maní” y amanecer parrandeando con salsa en el colosal “Vallenato”, antes de regresar a La Habana para el tercer concierto “Todas las Voces, Todas” en homenaje a los 80 años de Fidel. En una maratónica y memorable programación cultural, en la sede del Instituto Nacional de la Música, durante un homenaje al cantautor uruguayo Daniel Viglietti, un poco a desgano por temor a que su presencia fuera malentendida en el exterior, Cabas y su grupo se desataron en fusión cumbiera, al punto que los excelentes músicos cubanos, contagiados se agregaron a la descarga. Cantaron Viglieti, el excelente compositor chileno “Pancho” Villa; Bernardo -de Los Olimareños-, Vicente Feliú y Trovandante, una exquisita ofrenda de poesía, trova y son, integrada por Rochy Ameneiro, Augusto Blanca, Waldo Leyva y Pepe Ordáz, el compositor del memorable “Son para ti” de Sierra Maestra. Una jornada inolvidable.

Todas las Voces fue un trote de cubanía y latinoamericanidad que comenzó a las 6 de la tarde en la Tribuna Antimperialista, frente al malecón, ante una impresionante multitud, con Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, y prosiguió con un desfile enorme de artistas que incluyó a Myriam Makeba, Mamá África, fallecida tiempo después. Mientras en la tarima se sucedían, entre tantos, Cesar Isella, Cabas, Viglieti, “Pacho” Villa, Vocal Sampling, Yoruba Andabo, la Camerata Romeu, Illapu, Gerardo Alfonso, “Pancho” Amat, detrás del escenario, un grupo cercano al evento departíamos con una pléyade de estrellas en un momento difícil de repetir.

Antes de salir Piero a escena, me enteré que era la primera vez que visitaba la isla y cantaba en Cuba Los Americanos y Mi viejo. Cerca de las 6 de la mañana, con el anuncio de NG la banda, Manolito Simonet, Yumurí y los Van Van, mi amigo “Coco” López, periodista argentino conocedor de la idiosincrasia cubana, sentenció: “vámonos que aquí la rumba nunca termina”.  La despedida de La Habana esa vez fue amanecida con ron alrededor de la piscina en charla bohemia con Piero de Benedetti y Roberto Márquez, director del querido y aleccionador  Illapu. Y como siempre, dejé la ropa para llenar las maletas de libros y música.

La salsa en Bogotá: gozada y narrada
El libro Fuera zapato viejo, nos pasea por la cartografía de la sabrosura, desde mediados del siglo XX, cuando la fría y gris ciudad de los “cachacos”, empezó a convertirse en la capital multicultural y pluriétnica  de los colombianos. Como ya lo habían hecho Nelson Gómez y Jefferson Jaramillo, en Salsa y cultura popular en Bogotá -un texto más interpretativo y modesto en su presentación pero que debió ser fuente primordial para Jursich.

En los 50s la música costeña de porros y cumbias, de Lucho Barmúdez, Pacho Galán y Edmundo Arias, se tomó centros nocturnos y clubes para ofrecerle otra forma de vivir la vida a una sociedad recogida en la seriedad, la soledad y la melancolía, ante el escándalo de los hispanistas nostálgicos y “goditos” chapados a la antigua. Que vivan los novios, una timorata rondalla de Emilio Sierra había movido el miriñaque y Julio Torres puso a menear discretamente las rodillas con Pomponio y El aguacero. Después vendría el turbión de Guillermo Buitrago y sus muchachos, el “negro” Meyer, Los Corraleros y Bogotá dejó los pantalones cortos.

Se mencionan sitios como Mozambique, La Gaité, El Tunjo de oro, El escondite, Melodías,  La jirafa roja, Las escalinatas, La montaña del oso y Rumbaland del multifacético Rubén Toledo y su familia, entre los pioneros, y La teja corrida, Quiebracanto, Salsa Camará de Gilberto Ávila (de la 34 con Caracas a la Zona Rosa) y El Goce Pagano de la 22, el original, donde se azotaba baldosa y escanciaba  guaro “ventiado” mientras se cuadraban protestas y operativos con la presencia de personajes que al otro día aparecían fotografiados en la prensa como comandantes de macondianas guerrillas. Apenas se nombran, mereciendo mayor atención, Sonfonía de Fernando España y Ramón Antigua, taberna de Leonardo Álvarez que fue tarima de buena parte de la movida rumbera bogotana. En ese ambiente, Aristarco Perea montó la Casa del Chocó, Bertha Quintero puso a sonar la orquesta vanguardia de hembras Cañabrava, nacieron Niche y Guayacán y Bogotá de la salsa se hizo capital.

Con perfil y entrevista Fuera zapato viejo incluye a Keops de Willy Vergara, famoso por sus espectáculos estelares, Café Libro (el de la 45 que subsiste al lado de Café Bohemia, los desaparecidos de la 15 y la 83, y el emblemático del Parque de la 93) de Consuelo Neira y el “Mono” Littfack  quienes le pusieron el sello cultural al que terminó siendo el bailadero más conocido de la ciudad. Así mismo, el siempre original y diferente Quiebracanto de Álvaro Manosalva, a quien sorprendí gratamente con una copia de Marina de Noche, tema musical de la telenovela homónima -algunos de cuyos capítulos se grabaron en el sitio-, compuesto por el extinto Jaime Ortiz Alvear -un perfil lamentablemente ausente en el libro- e interpretado por el grupo de Alfredo de la Fe. El melodrama fue  un homenaje a La Candelaria y sus noches culturales y bohemias, encarnado por la bella y recordada María Eugenia  Dávila.

También aparecen Salomé pagana, el templo tradicional de “Pagano” Villegas -que cuando cierre, clausura una época-  y Son Salomé, la pequeña y simple pero imprescindible pista frente a la Javeriana, siempre atiborrada de bailadores atraídos por la buena música y la camaradería de “Chepe” García, que a partir de 2015, en plena recuperación del centro, atenderá en los bajos de la calle 19 con 5ª. Se Rememora, entre otros, a discotequeros pioneros como Senén Mosquera (Mozambique) y  “El Mono” Tovar (La Gaité), los músicos Aristarco Perea, Joe Madrid, Willie Salcedo, César Mora, Gustavo García “Pantera”, Washington Cabezas, “Michi” Sarmiento, Jairo Varela y Niche, Alexis Lozano y Guayacán y La 33, a bailarines, productores, radiodifusores y coleccionistas reconocidos en el ambiente rumbero capitalino. Al final del libro un recuento del origen y las versiones acontecidas desde 1997 de Salsa al parque, evento de la Alcaldía Mayor de Bogotá (Secretaría de Cultura), uno de los festivales más importantes y concurridos  del mundo en su género y la cartografía de la rumba a lo largo y ancho de la “Atenas salsera”.

Se nota la ausencia de Casa de citas, el agradable estar de Carlos González en La Candelaria, apenas citado, quizá porque para el criterio editorial no ha tendido la connotación de un salseadero o de pronto porque, junto con otra cantidad de material, quedó esperando turno dado el tamaño de la publicación, como explicó Jursich en respuesta al reclamo retador de César Pagano, durante el lanzamiento en la Filbo 2014, de por qué no se había incluido un texto suyo, al que se refirió como el prólogo pero que el editor evitó mencionar así.

De todas formas, con Estación nocturna, el hermoso libro conmemorativo de los 20 años de Casa de citas, generoso en fotografía testimonial y textos deliciosos de poetas y escritores, se rinde homenaje al lugar de gratos momentos musicales, buena comida, cata de vinos, charlas amenas y disfrute de la noche. Casa de citas ha sido el escenario de los retornos y tránsitos del muy querido pianista pastuso Edy Martínez,  personalidad del mundo de la salsa y el latín jazz, desde que con el sello de Casa se produjo la primera edición de su trabajo Privilegio. Otro sitio ausente es Casa Buenavista, acogedor salón de baile del empresario musical Jorge Villate que por una década alegró al barrio La Merced y promovió el surgimiento de orquestas que pusieron a Bogotá a la vanguardia en la movida salsera como La 33, Conmoción, La Real Charanga, Kimbawe, Yorubá, Calambuco y María Mulata.

El gran combo de Pasto rico
Entre las  páginas de Fuera zapato viejo me entero, en artículo de Jairo Grijalba,  de que Bertha Quintero, alma de la rumba bogotana y pionera de las orquestas femeninas con Cañabrava, se juntó con Edy Martínez, a instancias del antimperialismo del momento de Carlos Lucio, para grabar, con un elenco bravo que contó con la voz del fallecido Jimmy Sabater, un repertorio que incluía el tema La certificación, protesta por la amenaza de sanción de Estados Unidos contra el gobierno de Ernesto Samper y que obligó a Edy a salir de prisa del país por las connotaciones políticas de la producción. Al parecer una exquisita grabación que permanece virgen en las cintas originales a la espera de un melómano acucioso que  la publique.  A propósito, recordé que la Red de Solidaridad Social patrocinó una grabación dirigida por Francisco Zumaqué y Bertha, con temas dignos de mayor escucha, como Sol y dar y dad, que urge rescate.

A la grandeza musical y al amor de  Edy por su terruño se debe una brillante versión de La Guaneña en latín jazz con Dave Valentín en la flauta. En 2013, en correspondencia afectiva, el público pastuso lo aplaudió a rabiar cuando subió a la tarima del Teatro Imperial para improvisar “Como fue” con Paquito D´Rivera, un viejo conocido, al que entregó el reconocimiento de la VII versión de Pastojazz (Sí, en Pasto hay un soberbio festival de jazz y músicos sensacionales).

Otra revelación del libro, ésta por parte del pastuso José Arteaga,  es que, si la suerte no les hubiera sido esquiva, un grupo de músicos nariñenses habrían podido ser la mejor orquesta salsera de Bogotá si no de Colombia: Los Blistons. Un nombre fatal para una nómina estelar: Los hermanos Rosales  y los hermanos Fernando y Germán Villarreal, timbalero, de Pasto y Hugo Ortega, exitoso compositor y bongosero ipialeño. Sin embargo, Los Rosales, con Séptimo Sentido, hicieron una fenomenal incursión en el jazz latino y  son destacados en ámbito musical; Villareal, quien tocó al lado de Tito Puente, con su orquesta Mambo Big Band realizó el trabajo Con permiso de mis mayores, versiones de clásicos del género que se volvieron a imponer aquí y en el exterior. Ortega es un autor versátil que ha participado en importantes proyectos disqueros y orquestales.

Por desconocimiento no se menciona un precioso trabajo del quinteto Cámara Jazz, conformado, entre otros, por el bajista y arreglista pastuso Javier Martínez Maya y el trompetista sandoneño Eduardo Maya, quienes grabaron el cd doble Standars para Yoyo Music. Maya con su grupo de jazz latino  impuso en Holanda, a comienzos de siglo, el trabajo Sensations, desconocido por acá. En los 70s se hizo sentir en las pistas salsosas del país con el lp Emma mía, dirigió por años la orquesta de planta del Aruba Concord y en los Carnavales de Pasto su Sonora Mayancera impuso los éxitos Ñapanguita Cumbiambera y Blanca morena. Los hermanos Maya se fajaron una versión de La Guaneña en jazz latino de infarto. Otra adaptación que deslumbra es la de Mario Fajardo con el proyecto Gualao, destellos de blus revelando un enigmático ascendiente africano en la histórica página identitaria del Departamento de Nariño.

El  aporte de los nariñenses al guateque capitalino ha sido sustancial pues a los ya nombrados  se suman las temporadas bogotanas de Eddy Martínez, la crónica apasionada y especializada del periodista José Arteaga, quien se desempeña como programador estelar de Radio Gladys Palmera en Las Canarias y es autor de Oye como va. El mundo del jazz latino, un documentado y ameno libro sobre el género publicado en España. Arteaga presenta en Fuera zapato viejo su testimonio como cliente de la Quinta sinfonía y los primeros bares salseros y un texto sobre el lastrado primer concierto de la Fania en Bogotá en 1980.

En otro aparte del libro se hace un perfil de James Ortega, pastuso, alma de Boricua, sitio salsero en el noroccidente de la capital. Otro paisano amante y promotor de la salsa, mencionado en algunos apartes, es Fernando España, realizador de programas radiales y fundador de un bar precursor: Sonfonía. También se cita a Javier Apráez, quien de las peñas culturales con música protesta pasó a acompañar a Jorge López y Lilienthal en el lp  “Colombia paloma herida”, conformar los exitosos Carrangueros de Ráquira y ahora experimenta sonoridades en el Valle de Atríz a las faldas  del Urcunina (Galeras).

Por fuera del ámbito de la obra, otras manifestaciones vernáculas de la música nariñense surgen del virtuosismo de Jesús “Chucho” Vallejo, laureado vientista que con su Quena Ancestral y su grupo Trigo Negro -fusiones andinocaribeñas-, ha llevado melodías propias y tradicionales de los Andes al mundo entero. El titán Oscar Salazar, compositor y fantástico intérprete de la quena y la flauta, quien de su bolsillo  sostiene la única disquera regional de Colombia y Fuego de volcán, los 14 cañonazos de la música nariñense.

Oscar, “Chucho” y Javier Martínez fueron los creadores de Sol Barniz, la novedosa agrupación que modernizó los ritmos sureños y, con la mezcla de vientos y percusión, hermanó los sonidos de los Andes con la cumbia caribeña en una mixtura que renovó el repertorio fiestero sureño. De lo nuevo, es obligatorio mencionar a la Bambarabanda, enlistada con honores en las músicas del mundo a partir de fusiones con predominancia de los aires nativos, Apalau, el sonido moderno de los Andes, y Gualao, propuesta jazzística con dejos de guaneña y currulao. La parranda campesina reverbera con Los Alegres de Genoy.

Menciono aquí un par de aportes de quien escribe a la divulgación de la música nariñense, como producciones independientes y no comerciales. Los cd: From Nariño  to Cuba, un compilado de versiones de clásicos cubanos por músicos nariñenses en diversos géneros y agrupaciones musicales, que incluye “Capitán Colombia”, mi texto homenaje al pastuso Alfonso Alexander Moncayo, secretario del General de Hombres Libres, Augusto César Sandino, en formato de cantata, musicalizado por Carlos Enríquez e interpretado por Tierra Mestiza. Y La Guaneña 21 veces inmortal, que recoge variedad de versiones de la página musical épica identidad de Nariño, himno de la victoria libertadora en Ayacucho, acompañada de un librillo con un avance investigativo sobre su historia y evolución. La iniciativa tuvo en Pasto gratos cometarios y una provechosa emulación que produjo nuevas compilaciones que a la fecha recogen más de cien versiones, del sanjuanito al ska.

La entrañable Musiteca
Entre los detalles que me obsequiaron en La Habana, en mi primer viaje a comienzos de los 80, había dos elepés: uno de Los Van Van y otro variado que en el lado b contenía un mosaico sonero de Revé y su Charangón con temas de Juan Almeida, comandante de la Revolución y compositor. Al oído, el de Formell me sonó extraño. Se lo cambié a un hombre de las casetas de libros y discos que había entonces en la calle 19, por otro de Revé que contenía La ruñidera, tema que se me pegó en los patios habaneros: “¡Apurrúñame mamá!”.

Tiempo después, regresé al sitio a preguntar por Temporal de Tony Croato: “El gana´o se ve inquieto, el cielo está plomo parejo…”. El hombre sacó el elepé de un cajón y con orgullo de sobrado vendedor parló: “-Lo acabo de traer de Venezuela. ¡Exclusivo mi don!”. Desde entonces conozco a César Álvarez, con quien con el tiempo y con una parte grande de su clientela construimos una deliciosa cofradía. Un corte de ese larga duración, María María, de Gualberto Ibarreto, programado en una emisora de Otavalo, me sirvió, muchos años después, de canto catártico llegando a Cayembe, rumbo a Quito, para celebrar a garganta partida un amor frenético y fugaz: “Si supieras amor que hemos venido, a este mundo de lágrimas que abate, tú como paloma para el nido y yo fiero león para el combate”. El regreso fue con los Kjarcas: “primera vez que a mi vida le golpeó duro el amor, primera vez que en mis penas sentí el latir de ilusión, primera vez que no pude, decirle no al corazón”.

A finales de los 80s, el gobierno distrital construyó el Centro Cultural del Libro Temel para ofrecer una alternativa a los libreros estacionarios y ambulantes de la 19. La mayoría de los disqueros prefirieron comprar locales e instalarse en centro comercial Omni, en la esquina noroccidental de la 19 con carrera 8ª, entre ellos Saúl (q.e.p.d.), hermano de César y comerciante disquero al que los melómanos de la ciudad, en particular los del rock y las músicas del mundo, le deben el haber conocido las producciones casi al tiempo del lanzamiento internacional y a costos razonables, lo que les permitió un conocimiento de vanguardia en materia musical.

César se fue con los libreros al Temel y durante algunos años atendió un pequeño negocio, donde lo volví a encontrar. Luego de encargarle varios casetes con selecciones de baladas y comprarle uno que otro disco, en un trance me mostró su calibre. Urgido por cambiar un cheque de un valor importante, no sin algo de pena, le sugerí el asunto, su respuesta: “-Diga no más ¿entonces para qué son los amigos?”. Franqueza y disposición  que le ha deparado no pocos dolores de cabeza pero también la gratitud de la gente firme.

Me lo volví a topar, ya en el segundo piso del Omni, en un bonito local con estanterías, exhibidores y mesones en madera oscura, tras los cuales se mal disimula un refrigerador. A punta de música y cerveza he conocido varias amistades del presente, extrovertidas, libérrimas, libertarias y amantes irreductibles de la música. César y su Musiteca se convirtieron en el nicho bohemio de un grupo de gente que con la edad recorrida ve la posibilidad de cambiar las cosas sin renunciar a la sonrisa, se traga menos cuentos, todos los días derriba creencias, para la que todo está en cuestión y solo aspira a que cuando llegue la hora, los ojos se cierren para siempre escuchando la música de su vida. Es tal la complicidad que esa confraternidad se llama parche en su fanpage.

En ese templo la liturgia comienza con la pregunta emotiva: -¿No ha llegado nada? El monje tonsurado, luego de una sacudida de cintura y tres alaridos bastante entonados, haciendo coro a la novedad que suena en el equipo de sonido, saca una caja de cartón para convidar la ofrenda a Orfeo. Luego, con paciencia, coloca algunos temas requeridos por el comprador, se sirve una cerveza, pregunta al cliente si le provoca, lo atiende. Luego de un rato mira el arrume de cd solicitados -para ver si se justifica la atención-, invita otra cerveza, cierra la cuenta exagerando el monto para, después de una risotada, decir que con el descuento queda en lo que es. Recibe el pago y se despide del o la visitante con un beso o abrazo, o ambos, según sea el caso. Da un giro hacia el grupo del fondo  y con cara de malas pulgas  grita: “-Esa si es gente que vale la pena, no como otros que llegan a hablar carreta, calientan una cerveza toda la tarde y no compran nada”, para estallar en una desembozada carcajada.

El  grupo de amigos y amigas habla de arte, de política, de historia, de sucesos, de conciertos, de música, cuenta chistes y anécdotas, hace chanzas, evoca el pasado de la música, la vida y el país con nostalgia, toma cerveza,  se entera de las últimas noticias sobre la música caribeña, la salsa, el son, el jazz latino y, desde luego, los sonidos colombianos. Los amigos más avezados se apropian del tornamesa, el reproductor de cedé o el Ipoh, ante el inicial fingimiento de rechazo del “calvo” y se entregan a mal disimuladas emulaciones, pues la mayoría tiene por dentro un discómano escondido.

En medio de sus zangoloteos lujuriosos César delira su cabrío, fantasea de ser irresistible, manifiesta su veneración por la mujer negra, se mofa de “ustedes los colombianos” cuestionando el arribismo y la falta de sentido patrio, para luego renegar de su pasado “mamerto” al ver hoy tanto conocido de izquierda en lo que siempre dijo repudiar y recuerda con tristeza cuando a su papá le quitó salvajemente la vida la chusma del “Capitán Desquite”. ¡Al César lo que es del César y adiós porque ya me voy!

En la época reciente a expectativa por la salsa, el son y el latín jazz se suman las músicas del mundo y el redescubrimiento y las innovaciones de la música colombiana con Arista, Gualajo, Los Gaiteros, “El Brujo” Córdoba, Tumbacatre, Bahía, Aguasalá, Herencia de Timbiquí (“Anteanoche y anoche, parió la luna, parió la luna, veinticinco luceros y una paloma aé”) Socavón, Alé Kuma, Etelvina, Petrona, Víctor Hugo (“Emiliano salió con la luna porque era una…”) “Chepe” Ariza, Sinsonte, Curupira, Edmar Castañeda, Claudia Calderón, “El Cholo” Valderrama, La Mojarra Eléctrica, Bomba Estéreo, Monsieur Periné, La República, Puerto Candelaria, Sidestiper, Guafa, Sistema Solar, Son Palenque, Ondatrópica... que fueron colonizando su espacio en mi discoteca.

Varias divas son objeto de veneración del combo de Musiteca, entre ellas Tania Libertad, Susana Baca, Buika, Lasha De Sela, Sasha Sökol, Eva Ayllón, Lila Dawns, Niña Pastori, Celia Cruz, “La Lupe” Yoli, Myriam Ramos, Omara Portuondo, Osdalgia, Martirio, Soledad, “Toña, la negra”, Lucrecia, Xiomara, Martina, Etelvina, Petrona, Lucía Pulido, María Mulata, Marta Gómez, Ana María González, todas las cantaoras, “la garganta con arena” de Adriana Varela y nuestra diosa pagana “Chavela” Vargas, por quien el día de su muerte navegué en tequila lo que permitió surfear pasmado otra mala noticia: “Tómate esta botella conmigo y en el último trago nos vamos”. Mucho la extrañamos y la seguimos cantando. Como lamentamos y celebramos a Joe Arroyo que “siguió derecho oyendo música brava brisas de enero que tumban el techo” y a Jairo Varela, “Sabía que te quería que sin ti todo lo perdería. Yo no lloro solo por llorar daría la vida entera por reír”.

Al final de esas jornadas dionisiacas, algunas animadas a capela y cuero por la sabrosura de “Nicoyembe” Rodríguez,  César organiza el gigantesco maletín que siempre trae y lleva, lleva y trae. Aunque parece vacío lleva música por dentro. Llega la hora de partir en medio del ruego por “la última”, “otro ratico” y el inevitable “¿para dónde?” Que fortuna conocer un sitio habitado por el goce y a una gente tan enamorada de vivir y de este andar. En coro repetimos: sin música no hay vida. La música libera el alma.