jueves, 10 de septiembre de 2015

Carta de Jamaica: La Patria Grande de Bolívar

Batalla de Araure, Tito Salas.

























En 1815, en momentos críticos para el proceso independentista de las colonias de la monarquía española en América, ante la derrota de la Segunda República en Venezuela, la restauración de Fernando VII en el trono con el respaldo de la Santa Alianza, tras el revés de Napoleón Bonaparte en Waterloo, y la invasión de tropas realistas al mando de Pablo Morillo a Venezuela y Nueva Granada, Simón Bolívar llega a Cartagena para sumarse a la resistencia patriota, pero las rencillas internas y el rechazo de algunos  dirigentes locales lo obligan a instalarse en Jamaica para gestionar apoyos a la causa.

En la isla caribeña padeció increíbles dificultades económicas para un hombre de origen mantuano -los ricos en la Venezuela de entonces-, entre otras, no tener con qué pagar la  pensión donde se hospedaba, angustias que comunicaba urgido a su amigo y mecenas Maxwell Hyslop. También enfrentó las acechanzas de los sicarios pagados por la comandancia de las tropas imperiales, de uno de cuyos intentos, a manos de un dependiente suyo sobornado, logró salvarse  al abandonar el lugar de residencia para disfrutar de la compañía de Julia Corbier en otro lecho, pero su amigo Félix Amestoy, vencido por el sueño y para guarecerse de la lluvia, ocupó la hamaca de Bolívar y fue asesinado a puñaladas,

Acosado por las carencias y riesgos el Libertador concluye el documento titulado "Carta de un caballero meridional a un ciudadano de esta isla", para la posteridad Carta de Jamaica, considerada, con los antecedentes Manifiesto de Cartagena y Manifiesto de Carúpano, uno de los escritos fundamentales de su pensamiento.

Dictada por Bolívar  a su escribiente, el coronel Pedro Briceño Méndez, la sesuda  y anticipatoria epístola, contentiva de un extraordinario análisis de la coyuntura mundial y continental, las razones y condiciones para la independencia y las posibilidades de un futuro promisorio, fue culminada y suscrita por el Libertador en Kingston el 6 de Septiembre de 1815 e inmediatamente traducida al inglés por el voluntario canadiense Jhon Roberston.  La copia más antigua está en inglés, fue impresa en 1818 por la "Jamaican Quaterly and Literary Gazzette" y se encuentra  en el Archivo Nacional de Colombia. 

La primera versión impresa en español data de 1833, incluida en la Colección de "Documentos Relativos a la Vida Pública de El Libertador", reunida por Francisco Javier Yánez y Cristóbal Mendoza. El hallazgo de una copia del original en castellano, localizada en el archivo histórico del ministerio de Cultura del Ecuador, una vez verificada su autenticidad, fue anunciado por el gobierno de ese país junto con el de Venezuela el 5 de noviembre de 2014, con la advertencia de la falta del último folio que debería contener la firma de Bolívar.

El documento  tenía como propósito dar contestación posiblemente al ciudadano de origen canadiense  Henry Cullen, aunque también especialistas sostienen que se trató de una proclama hacia el universo con un destinatario simulado. En ella, Bolívar expone las razones de la derrota que permite el retorno de los españoles, describe las luchas de los patriotas a lo largo del continente, analiza las condiciones de los pueblos dominados por la monarquía, sus fortalezas y  debilidades; justifica el esfuerzo libertario y demanda solidaridad de Europa y Estados Unidos, éstos últimos observadores pasivos en una tramposa neutralidad que les permitió apoyar a las tropas monárquicas mientras dificultaban la labor de los rebeldes.

Con vehemencia denuncia la violencia, el aniquilamiento de los pobladores originarios y sus dignidades, la expoliación, la anulación de emprendimientos, posibilidades y libertades,  y el humillante sojuzgamiento a que están sometidos los hijos de esta tierra : “Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes (…). Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?

Describe con prosa bella la angustia del momento y llama a la acción, “El velo se ha rasgado, hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas. Se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria”. 

No obstante que ese deseo chocaba con la realidad de unas provincias que día tras día regresaban al dominio hispano en medio de una cruenta represión, suscribe la irreversibilidad de la revolución, “El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente”. Con certeza afirma a su destinatario que la fórmula para “expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; más está unión no nos vendrá por prodigios divinos  sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.

Así mismo, razona sobre la inconveniencia de  la monarquía porque “los americanos ansiosos de paz, ciencias, arte, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos”, y del federalismo “por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos demasiado superiores a los nuestros”, advirtiendo el atraso intelectual y político de las mayorías, por lo que defiende un gobierno fuerte y centralizado para enfrentar las demandas de la guerra y sentar las bases de las repúblicas soberanas.

Con claridad acerca de las fuerzas en pugna en un proceso revolucionario y la inexorabilidad del cambio, señala dos partidos en las guerras civiles: “conservadores y reformadores”. Los primeros mas numerosos porque la fuerza de la costumbre produce “el efecto de la obediencia a las potestades establecidas”; los reformadores, “menos numerosos aunque mas vehementes e ilustrados”. Postula que el equilibrio así establecido, entre fuerza física y fuerza moral, prolonga la contienda y sus resultados son inciertos, pero para la causa emancipatoria concluye que, “Por fortuna, entre nosotros la masa ha seguido a la inteligencia”

Si bien comparte el sueño de un solo gran país conformado por las comarcas liberadas al decir: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión (…)”, también señala los límites, “mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América.”

Con extraordinaria lucidez advierte  las dificultades de ese propósito y, como alternativa a las ambiciones de las grandes potencias, hondea su enseña política y cultural en favor de la patria grande de manera diáfana:  “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande Nación del Mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria".

Aconseja que se creen estados de menor tamaño pero sólidos en Centroamérica y la unión de la Nueva Granda y Venezuela con el nombre de Colombia como reconocimiento al navegante que nos dio a conocer al resto del mundo. En 1819, en el Congreso de Angostura, junto  con Ecuador y por menos de una década su deseo se cumple con la creación de la República de Colombia, pero las ruindades y dificultades que había advertido hicieron añicos el deseo del Libertador.

En la Carta, predijo casi que con recisión el mapa político de Latinoamérica a constituirse,  en su criterio, por unos 17 estados regidos por gobiernos republicanos. Cuba y Puerto Rico, que continuaban siendo colonias  luego de la Independencia de América del Sur, fueron motivo de sus preocupaciones, planes y gestiones para liberarlas del yugo español y juntarlas libres con Nuestra América. No por nada, el movimiento conspirativo que se conformó en la más grande de las Antillas para lucha por la emancipación, con la participación de una legión de latinoamericanos, entre los cuales muchos colombianos, se llamó “Soles y rayos de Bolívar”.

También fue visionario al destacar la importancia de Panamá para abrir una vía interoceánica y previendo que algún día las naciones necesitarían de una sede  para un foro planetario, postuló a ese país para tan noble causa, anticipándose a la Sociedad de Naciones y a la actual Organización de las Naciones Unidas. En la Carta de Jamaica, Bolívar da las primeras puntadas para la convocatoria a un congreso de la América libre que permitiera la constitución de una poderosa confederación de repúblicas con respeto en el mundo, intento escamoteado por intereses personalistas, chauvinismos y las movidas del naciente imperialismo  de los Estados Unidos: el malogrado Congreso Anfictiónico de  Panamá.

Correspondería al patriota cubano José Martí valorar el alcance de la gesta bolivariana y sobre su senda elevar otra pieza magistral de ovación a la heredad, su gente, su cultura y la unidad como factor fundamental de soberanía e independencia: Nuestra América. Ante lo que todavía nos ata al atraso, con los ojos mirando la hazaña del Libertador y advertido de los obstáculos puestos por quienes siempre añorarán la condición de súbditos, plasmó un reto para los siglos: “Lo que Bolívar no hizo está por hacerse todavía”

Convocatoria que asumiría en 1929 el General de Hombres Libres Augusto César Sandino al mando del Ejercito Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua, un “pequeño ejército de locos”, al decir de Gabriela Mistral, que en una gesta heroica le enseñaron al mundo la dignidad de un pueblo. Rescatando el llamado de Bolívar y Martí, Sandino le dictó a su secretario personal, el pastuso Alfonso Alexander Moncayo, el “Plan para la realización del Supremo Sueño de Bolívar”, propuesta para un encuentro nuestro americano que condujera a un pacto para la defensa y la integración, que desoyeron la mayoría de los mandatarios latinoamericanos ante la mirada severa desde la frontera norte. Nuevos intentos distantes y cercanos han tenido lugar para que Indoamérica se junte frente al mundo y en ello no debe cejar pese a los instigadores y disociadores.

Hoy, cuando se conmemoran 200 años de la carta profética que expresó uno de los deseos más sentidos de Simón Bolívar, como fue la unión de la Nueva Granada y Venezuela, serias discrepancias las enfrentan. Un homenaje digno y justiciero para el hombre que condujo los ejércitos que nos dieron la Independencia, en una de las gestas más heroicas del género humano, será que mediante el diálogo constructivo y el respeto, los presidentes de los dos países, con el acompañamiento de las naciones latinoamericanas, acuerden las salidas al actual problema fronterizo guiados por el pensamiento germinal, altivo y fraternal  del Libertador: “Para nosotros, la Patria es América”. 

jueves, 11 de junio de 2015

"Juan´pa" ¡métale pueblo a la paz!

Tomada de Pulzo.com
Los acuerdos con las Farc implican, además de desactivar un factor de inestabilidad,  modernización rural y compromisos sociales con los pobres del campo.

Contra viento y marea avanzan las negociaciones de paz Gobierno-Farc. La emboscada al ejército en acción de guerra en el Cauca con el consecuente  rompimiento de la tregua unilateral por esa guerrilla y la reiniciación de bombardeos, tras la orden del Presidente Santos de levantar la suspensión que había declarado en reciprocidad, hechos que -sumados a una decena de insurgentes caídos en Chocó- dejaron más de 50 muertes, entre ellos dos de los negociadores rebeldes, pusieron en vilo el proceso.

La simultánea acción conjunta ejército-guerrilla de pilotaje en Antioquia para el programa de desminado, los simbólicas expresiones de las partes -Santos al reclamar no más anonimato para guerrilleros muertos y “Timochenko” al invocar respaldo político al Presidente frente a los enemigos de la paz- y el anuncio del acuerdo para la creación de la Comisión de la Verdad, al finalizar la ronda 37 de negociaciones el 4 de junio, parecen indicar que, a pesar de los traspiés, la negociación ha logrado una dinámica que da espacio al optimismo no obstante los riesgos de conversar, como se acordó, en medio de los tiros para presionar al adversario y los trinos apocalípticos  de los enemigos de las conversaciones, mientras la lógica indica que todo iría mejor con un cese al fuego bilateral. Desde luego ese ambiente no es el que expresan las encuestas, reflejo de los titulares de noticias en la gente.

¿Qué se gana con la paz?
No le falta razón al connotado periodista y analista inglés Jhon Carlin, quien, en columna publicada en el diario El País de Madrid, llama la atención sobre la incapacidad del Presidente Santos de “vender” los acuerdos de paz a los colombianos, mientras que su ahora opositor Álvaro Uribe ha sido muy hábil en convencer a una parte de la población -contra le evidencia histórica-, que la surgida de estas negociaciones será una claudicación frente a un contradictor moribundo al que no le queda alternativa que la entrega incondicional o el tiro de gracia y un aliciente para la expansión de un pseudo enemigo nebuloso al que denomina “castro-chavismo”, contra el cual se ha coludido con la reacción ultraconservadora latinoamericana y de EE.UU., que busca  retrotraer al continente a las épocas de las democracias de fachada al servicio de las oligarquías, las castas y el imperio.

Ahondando en el asunto, es de advertir que la volátil opinión pública -vasalla del poderoso aparato mediático- se inclina emocionalmente hacia las reacciones que los enfoques y énfasis de los medios imponen, no pocas veces instigados por los opositores acérrimos e incluso desde instancias del propio Estado adversas al proceso. La ideología de la “seguridad democrática” sigue alimentando la narrativa de los medios a pesar de que se llegó a un acuerdo para una negociación, lo que supone concesiones y simetría de las partes en la mesa. Impera  la matriz del enemigo terrorista derrotado -la opción del exterminio para que  la violencia nunca acabe-  y no del insurgente legitimado como contraparte. Se informa con el afán de la rendición, no con la paciencia que implica el desarrollo de la agenda pactada y la divulgación y seguimiento al cumplimiento de los acuerdos.

Al no reconocérseles status a los beligerantes tampoco se les da alcance de compromiso a lo convenido. Entréguense y se acabó es el mensaje entrelíneas de los medios, la derecha y los negociantes de la guerra. Ahí la verdadera razón del cuestionamiento a los acuerdos. No porque haya entrega alguna al comunismo, como malintencionadamente y estrambóticamente se publicita, sino porque lo pactado y lo pendiente concretan, al menos en el papel, una básica agenda reformista que constituiría los mínimos para la modernización rural de Colombia; sector  que mediante el atraso, la explotación y marginación de campesinos y colonos, la concentración y engorde de tierras, la informalidad e ilegalidad de títulos y tenencia, la violencia y la represión contra la protesta, controla el rancio latifundismo que se expresa políticamente en la oposición a las negociaciones.

Y el gobierno no ha sido capaz de comunicarlo y denunciarlo. Se ha dejado enredar en los episodios militares del proceso, en los infundios, tergiversaciones y fabulaciones demoniacas del uribismo, en la tribuna internacional, pero no ha tenido la audacia -por temor a sus opositores o por precaución frente al cumplimiento de los compromisos- de contarle al país, a las mayorías que lo eligieron, a  la Colombia rural y pobre, en palabras sencillas y convocantes, en una campaña masiva, sistemática y poderosa, los cambios acordados en la mesa de los que serían beneficiarios, más allá de las Farc.

De algo sirve la sacudida en el acto del Día del Campesino donde Santos no recelo de su convergencia con las Farc frente a la problemática del trabajador rural -lo que señala con inquina la reacción como complicidad-, repudió los ataques al proceso y agresiones a líderes de la restitución de tierras y llamó a la gente a defender los acuerdos. Volvió por la senda de la movilización que iniciara en Valledupar en los albores de la negociación, pero en el gobierno ese es un recurso de emergencia y desesperación, no una estrategia para sacar adelante la reforma integral en el campo. Se advierte el temor de anticipar lo que, si se logran controlar los dispositivos de la muerte al servicio de la geofagia, será la reactivación de un vigoroso movimiento social dispuesto a hacerse sentir por sus reivindicaciones en democracia.

De lo que se trata es de promover los atractivos de ganar la paz para la gente de a pie, no tanto los que sugiere Carlin, dirigidos a atraer turismo e inversión extranjera, aunque también porque se superaría un obstáculo para potenciar  estos factores de la economía, o la libre circulación y tranquilidad para los pudiente -a ello tienen derecho- sino los que tienen que ver con la vida diaria de los campesinos y el cambio de las condiciones en que han tenido que nacer, mal vivir y morir muchas generaciones.

Si los ricos y sectores de la clase media adoran a Uribe porque les limpió las carreteras para ir a la finca o a la costa saludando con el pulgar levantado a los soldados, sin importar el costo en derechos, cómo sería la movilización de campesinos y desplazados sensibilizados, informados y seguros del compromiso de que se restituirán sus tierras y  habrá una segunda oportunidad en el campo. Pero no se publicita el beneficio directo que emociona (qué gano yo) sino, de manera timorata, las bondades de una paz abstracta y de la idílica convivencia  -también necesarias, claro-, dejándole a la oposición perversa la oportunidad para que envenene esos logros sociales como concesiones a las Farc.

Paz con la guerrilla, justicia con el campo
Cómo podrían estar en contra los colombianos y qué comunismo puede ser la modernización del catastro rural para poner la lupa, mapear y georreferenciar 4 millones de predios, precisar sus límites y dueños -lo que permitiría imponer los impuestos debidos-, constatar y sanear propiedades, restituir títulos a los despojados, verificar la debida explotación, garantizar tierras para el campesinado, inventariar baldíos e identificar tierras susceptibles de constituir un fondo para adjudicaciones a los que carecen de ese medio de producción. Desde luego, esta tarea sería un golpe a los usurpadores y terratenientes beneficiarios de la contrarreforma agraria paramilitar de las últimas décadas, por ende enemiga no disimulada de las conversaciones de La Habana.

Qué otro calificativo distinto a hacer justicia con las gentes del campo puede tener la implementación de los planes acordados respecto de  vías terciarias, distritos de riego, educación rural, salud rural, electrificación, mejoramiento de vivienda, crédito y asistencia técnica, generación de ingresos de la economía campesina, familiar y comunitaria, promoción de la comercialización de la producción campesina, fortalecimiento y legalización de las zonas de reserva campesina, protección social y garantías de derechos de los trabajadores rurales y creación de un sistema especial de soberanía alimentaria y nutricional para la población del campo, y de contera de la ciudad. Todo lo que contribuiría a reducir la dramática desigualdad vigente en el campo colombiano con sus implicaciones urbanas, aunque por otra parte, en el Plan de Desarrollo neoliberal, vía alianzas productivas y subordinación se abren las puertas de la eliminación de facto del campesinado.

Quién puede estar en desacuerdo con una participación real y veeduría de las comunidades en el ciclo de desarrollo de los planes acordados -con excepción de los gamonales que se han beneficiado de la intermediación clientelista- o que a aquellas -incluidas las FARC desmovilizadas- se les faciliten condiciones para la participación electoral y el ejercicio del voto fortaleciendo la democracia, entre otras la trasparencia y asignación en equidad de la pauta publicitaria oficial, acceso a medios institucionales y posesión de medios de comunicación comunitarios y alternativos. Será un exabrupto que se ofrezcan garantías e incentivos para la oposición y el surgimiento legal de fuerzas alternativas o que exista un Circunscripción Especial de Paz en la Cámara de Representantes que permita a líderes de los movimientos sociales  de  las zonas de conflicto llevar la voz y promover soluciones para la población marginada.

No es deber del Estado, pretermitido y violentado hasta ahora, garantizar el derecho a la participación, la protesta, las libertades de pensamiento, opinión y expresión a lo que apunta el Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política acordado, que proteja a la oposición del paramilitarismo y la represión propia de la concepción de seguridad nacional y orden público aún imperante en el actuar castrense y la mentalidad de la clase política tradicional y señorial, con  el recuerdo del genocidio de la UP y el liderazgo sindical y popular y los “falsos positivos” aun fresco y en la impunidad.

Carece acaso de realismo y no sería un alivio, un nuevo enfoque de la política antidrogas que entorno al  acuerdo sobre cultivos ilícitos plantea una reforma integral y participativa para las zonas de cultivo de coca, que saque del narcotráfico a las Farc y a los pobres “raspachines”, permita combatir la criminalidad organizada en todos sus frentes, ofrezca alternativas de ingresos a los cultivadores y cosechadores misérrimos y  rescate las zonas afectadas con aspersión de glifosato, cuya suspensión por el gobierno constituye una plausible determinación de salud pública y un guiño al proceso, ante la torva y mentirosa reacción de la derecha.

Serán cómplices de alguna conspiración internacional los más 7 millones de víctimas inscritas en los registros oficiales por haber sufrido alguna afectación del conflicto arbitrariamente limitado en su inicio al año 1985, entre ellos 4 millones de desplazados, miles de dolientes de asesinados en operativos sicariales y espantosas masacres, más de 30 mil desparecidos, en una de las más bestiales estrategia contrainsurgente de que tenga noticia la humanidad. Es justicia negarles la reparación del Estado con argumentos fiscales, como lo hizo la Administración Uribe, mientras se malgasta la tercera parte del presupuesto nacional en la meta de aplastar a la insurgencia sin tocar las raíces sociales históricas y vigentes de su nacimiento.

Aunque a decir verdad, 80 mil hectáreas restituidas a 15 mil campesinos de 4 millones usurpadas y 500 mil ciudadanos reparados en cuatro años, véanse desde la crítica de las organizaciones sociales y la izquierda o desde la justificación académica y de gobierno, son una muestra muy precaria de la voluntad de reparación, más aún cuando el proceso no ha estado exento de víctimas y los enemigos acechan ante la debilidad del Estado para garantizar la vida de los líderes y sus comunidades.

La verdad grita, que se sepa
Ante la  tragedia histórica vivida, documentada en decenas de investigaciones y denuncias de organizaciones nacional e internacionales e incluso instancias creadas por el  propio gobierno como el hoy Centro de Memoria Histórica, con antecedente en Ley de Justicia y Paz del primer mandato  Uribe, que ha divulgado más de 20 estudios sobre masacres y el informe ¡Basta ya! que contextualiza y evidencia 30 años de barbarie, o el argumento mayoritario de la Comisión Histórica del Conflicto y su Víctimas, acordada e al mesa de La Habana, acerca del carácter social de las causas de la guerra y la ineludible responsabilidad institucional y de importantes sectores del país, es evidente que cuestionar el proceso porque supuestamente conduce a la impunidad de la guerrilla, señalada como único responsable, es mezquino y oportunista.

Por eso la fórmula de la Comisión de la Verdad parece apropiada al determinar que no tendrá competencias judiciales pero establecer un  “sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición”, para el que las partes acuerden alcances, mecanismos y sanciones, con lo que se asegure conocer qué pasó, sus responsables, el reconocimiento y reparación de las víctimas  y la garantía de que no se volverá a incurrir en las conductas que ocasionaron este holocausto.

Así dejaremos de engañarnos sobre un pasado fabricado de coartadas a favor de los determinadores de la violencia para construir una memoria con el relato libre de condicionamiento de víctimas y victimarios, que permita enfrentar el futuro sabiendo de dónde venimos y para dónde vamos. Con este acuerdo se da un gran paso en el avance de la agenda, a pesar de quienes persisten en atacar estas tratativas por el temor de saberse responsables, aunque intuyen que su táctica les ofrecerá de rebote la impunidad que reniegan para otros.

Serán algo menos que cinismo y ardid defensivo las voces que cuestionan la puesta en marcha de una Comisión de la Verdad que desnude, y que en gran medida ratificará, la responsabilidad del Estado y prominentes y  emergentes sectores de la sociedad en una estrategia de contención social que tuvo en la guerrilla y sus errores y desmanes la excusa perfecta para diezmar el liderato y la organización popular a lo largo y ancho del país y para impedir una democracia real, abierta e incluyente.
El uribismo confía en que su capacidad de incidencia pública le garantiza el peso suficiente para imponer condiciones favorables a su séquito encartado en investigaciones criminales, que le permitan un acuerdo que cobije a todos los actores de la violencia, aunque los califica de concesiones para la impunidad mientras no favorezcan a  su entorno e, incluso, al mismo senador Uribe, que entonces se avendrá a los acuerdos. Y con todo, eso también es necesario para llevar al país a desactivar el conflicto social armado y confrontar manifestaciones de criminalidad contemporáneas que azotan al mundo.

Cómo no va a ser inteligente y sensato poner fin a una confrontación que según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD),  impidió que la economía creciera  8,7 por ciento cada año desde el 2001, en lugar del 4,3 por ciento registrado, y que el ingreso por habitante fuera  de 16.700 dólares en el 2013, 5.500 dólares más que el obtenido. Sin conflicto armado, el crecimiento del producto interno bruto (PIB) sería casi el doble en los últimos 12 años y el ingreso promedio de cada colombiano habría aumentado en cerca del 50 por ciento en el mismo periodo.

Si los gobiernos, éste y el de Uribe, no obstante la relatividad de las cifras por distintas razones, muestran como uno de sus logros la reducción de la pobreza fruto del crecimiento y las políticas sociales paliativas, cuál no habría sido el resultado sin guerra y si la misma lógica de erradicar la pobreza hubiera imperado en la dirigencia. No hay duda, por donde se le mire, la paz es un proceso gana-gana, más aún cuando el Instituto para la Paz Global, analizando 22 indicadores institucionales, sociales y políticos, coloca al país en el puesto 150 de 162 con las peores condiciones para lograrla. Algo pasa para que gran parte de Colombia no identifique la paz como un propósito nacional. El gobierno Santos está en la obligación de lograr revertir esa situación en aras de rodear de legitimidad el Acuerdo para poner fin al conflicto y para una paz estable y duradera.

* “Juan´pa”: Contracción equívoca del nombre del Presidente Juan Manuel Santos, expresada por una simpatizante en junio de 2014, durante la campaña por la reelección. 

sábado, 25 de abril de 2015

Los abriles de Pizarro


¡Nos robaron!, gritó indignada doña Alicia, de visita en la casa de mi familia ese 19 de abril de 1970 para seguir las elecciones presidenciales. Con los oídos pegados  a una radiola Zenith, nos sorprendimos cuando, al entrar la noche, las emisoras dejaron de informar sobre los resultados de la votación. Al otro día, los periódicos confirmaron la trampa: en los cómputos de la Registraduría ganó el conservador Misaél Pastrana, en el corazón de millones de colombianos “mi General” Rojas Pinilla.

A la gente no le importaba que la “gran prensa” le restregara los meses anteriores que Rojas, al que la dirigencia conservadora y liberal acogió con entusiasmo en 1953 como el salvador de la patria, ante la horrenda hemorragia que habían desatado y no podían parar, y echó a las patadas en el 57 -cuando se les quiso quedar-, había sido un corrupto y execrable dictador. Le bastaba recordar, la leche y las mogollas que Sendas  -el programa social que lideraba María Eugenia, la hija del General- repartía en los pueblos; que había inaugurado la televisión y que había hecho el aeropuerto Eldorado. Decía que “la oligarquía le tenía miedo” porque iba a gobernar para el pueblo. El Presidente Lleras mandó a todo el mundo a dormir temprano. Rojas se refugió en su casa y la gente se cansó de gritar ¡fraude! Parecía que no iba a pasar  nada.

Parecía. Porque con esa fecha triste se bautizó una guerrilla nacionalista que sumó gente del ala de izquierda de la Anapo, partido del General, cristianos radicalizados, disidentes de las FARC y exmilitantes comunistas, identificados en que a su proyecto de toma del poder por la vía de las armas había que ponerle pueblo y acelerador para instaurar un “socialismo a la colombiana”. El Movimiento 19 de Abril, tras esporádicas y espectaculares actuaciones, se convirtió en el dolor de cabeza del gobierno del liberal Turbay Ayala, quien le dio licencia a las Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y organismos de investigación judicial, para que le pusieran su “tatequieto” a los subversivos, cruzada en la cual se ensañaron con todo aquel que hablara de derechos humanos o cambio social.

Sin embargo, el “eme” se metió en el alma popular y crecía imparable. El gobierno de Belisario Betancur tuvo que “cogerle la caña” al audaz comandante general del M-19, Jaime Bateman, de indultar a los presos políticos y amnistiar a los combatientes e iniciar un gran diálogo “un sancocho nacional” para acordar cómo sacar al país de la pobreza y la falta de democracia. Muerto Bateman en un accidente aéreo el 27 de abril de 1985, Betancur y el M-19 establecieron  negociaciones sobre reformas políticas, económicas y sociales, proceso al que se acogieron otras agrupaciones insurgentes.

Pero Colombia estaba viche para ese tipo de acuerdos. Belisario quiso quitarle a la guerrilla las banderas y  ésta “conejeó” al gobierno al hacer de la tregua un espacio táctico para escalar la guerra. El Presidente había anunciado en la posesión que en su gobierno “no se derramaría una sola gota más de sangre colombiana” y al finalizar parecía cierto porque el país quedó anémico por el desangre, pues con ese cuerpo famélico se ensañaron guerrillas, militares, sicarios del floreciente narcotráfico y las reactivadas autodefensas al servicio de la contrainsurgencia.

Los grupos paramilitares se expandieron y estructuraron a nivel nacional, financiados por mafiosos y hacendados, con el beneplácito de políticos ultraderechistas y estamentos militares, desatando un plan de exterminio contra las organizaciones sociales y la izquierda para revertir el ascenso de estos sectores y en la  perspectiva de aislar y aniquilar a la insurgencia. La Unión Patriótica, movimiento político surgido de los acuerdos con las Farc, perdió más de 3 mil militantes a manos de sicarios. Diezmados por los golpes militares y presionados por los cambios geopolíticos de finales de los 80, algunos de los grupos insurgentes optaron por la desmovilización negociada que ofreció en 1986 el liberal Virgilio Barco y proseguiría César Gaviria.

El aura del guerrero
En el Departamento del Cauca, en la verdea de Santo Domingo, a donde se llega por carreteras destapadas que serpentean la cordillera, los vientos estremecen y el frío se nota en los rostros cuarteados, durante meses se instaló el campamento donde se concentró el M-19 para las negociaciones. Allí visité a Carlos Pizarro León-Gómez, a la postre comandante general de esa organización, para una entrevista y luego regresé un par de veces acompañando a Rafael Pardo Rueda, director del Plan Nacional de Rehabilitación y los demás miembros del equipo negociador del gobierno.

No es sino revisar las primeras fotos de los encuentros de Pizarro y Pardo para advertir que iba a pasar algo, como efectivamente pasó a comienzos del 89 con la firma de los acuerdos que llevaron a la desmovilización definitiva del M-19, acuerdos que éste supo honrar y defender aun cuando la nefasta clase política tradicional intentó trampear para dejar sin base los compromisos, condicionando el trámite legislativo de algunos de los asuntos a que le dejaran colar arreglos a favor de la mafia. Lo de siempre.

Sonrisa cálida, mirada altiva, buenas maneras aprendidas en cuna aristocrática, atractivo y encantador para las mujeres, simpático y cordial con los hombres, pensando siempre en perspectiva, soñador, enigmático y magnético, un modo de hablar muy particular, con énfasis al final de las palabras que se volvió moda entre la militancia, como el sombrero blanco que llevó durante sus últimos años en la montaña, y una prosa recursiva y emotiva, era difícil entender cómo ese joven estudiante de la Universidad Javeriana, hijo de militar y amigo de los ricos de Bogotá y Cali, fue a parar a la Juventud Comunista, a las Farc y después al M-19 y quiso hacer realidad su ideal de cambio, justicia y democracia a través de la lucha armada.

Pero así como fue intransigente en su determinación insurgente también fue terco en imponer contra la oposición de muchos su decisión de acordar la desmovilización. Determinado el contenido del pacto llegó con su gente a Tacueyó y en un acto solemne pronunció unas palabras, envolvió su revólver en la bandera tricolor y lo tiró al arrume de armas que habían hecho sus compañeros, ante el llanto incontenible de Vera Grabe. Luego viajó a Bogotá, llegó al palacio presidencial y estampó su firma en el documento de paz junto a la del Presidente de la República, para renunciar a las armas a cambio de reformas y seguir en le lucha política por los canales institucionales.

Unos meses después, estuvo en el Museo del Chicó para la presentación de un libro compilado por Jesús Antonio Bejarano, asesor de Pardo, asesinado años después. Lucía una camisa de seda blanca de cuello Nerhu que le daba un aura especial. Estaba muy contento con la sorpresiva votación que había obtenido como candidato a la Alcaldía de Bogotá, inscrito a última hora, y con la simpatía que comenzaba a despertar su candidatura presidencial, aunque se le notaba la preocupación por el riesgo inminente de un atentado en su contra, más aun cuando semanas atrás habían asesinado al carismático candidato de la UP, Bernardo Jaramillo.

De las cenizas del colosal error que constituyó la toma y la monstruosidad de la retoma del Palacio de Justicia y en medio de la racha de terror desatada por el narcotráfico y el paramilitarismo, la terca izquierda convergía y se insinuaba posibilidad de gobierno. La tensión no le impidió a Pizarro contarnos, en medio de risas, el episodio reciente en la Universidad Nacional, donde se había bajado de la tarima en la Plaza Che Guevara, arremangándose la camisa, para agarrase a trompadas con unos saboteadores que le gritaban traidor. Se retiró del evento luego de una copa de  vino, porque al día siguiente debía viajar temprano a Barranquilla en desarrollo de la campaña presidencial.

El 26 de abril de 1990, alertado por el alboroto y los murmullos recorrí a prisa los pasillos del edificio donde funcionaba el Plan Nacional de Rehabilitación y entré a las oficinas de la Consejería Presidencial para la Paz. Allí imperaba un ambiente de desazón y la mala noticia se advertía. -¿Qué pasó?, le pregunté a Ricardo Santamaría, asesor de Pardo, y enjugándose el llanto me contestó: -¡Lo mataron! En la confusión y la tristeza regresó a mi mente la imagen del día anterior, la camisa blanca de Pizarro, la bandera de la paz empapada con su sangre.

Un sicario lo acribilló en pleno vuelo y la escolta oficial del DAS a su servicio ultimó al asesino para sepultar cualquier confesión que pudiera llevar a la verdad: la alianza de narcotraficantes, paramilitares y el organismo de seguridad estatal, que ensangrentó al país en esos años en desarrollo de un plan de exterminio de la izquierda en auge y de cuyas andanzas criminales dan cuenta todavía hechos recientes.

Miles de personas fuimos a darle el adiós al Capitolio Nacional donde fue velado. La marcha fúnebre lo acompañó a la Quinta de Bolívar para hacerle un homenaje en la casa que habitó el Libertador, su personaje más admirado. La muchedumbre lo llevó por la Avenida calle 26 hasta el Cementerio Central,  donde habita desde entonces. Algunos dicen que han conversado con él, otros le hablan con entusiasmo y hay quienes le agradecen  milagros. Para dar fe del compromiso del “eme”, Antonio Navarro siguió la campaña presidencial con el lema ¡Palabra que sí! En la Constitución de 1991, hija de la reacción del país progresista contra el exterminio y por sus derechos, quedaron plasmadas algunas de las ideas que motivaron su lucha.


Abril, un mes mágico que evoca apertura y amor, signó la vida y la muerte de una legión de soñadores. El 9 en el año 1948, mataron al líder popular Jorge Eliécer Gaitán. En años diferentes, aquel 19, se robaron las elecciones presidenciales, se bautizó una guerrilla macondiana y nació Gustavo Petro. Un 23 vio la luz y un 28 se eternizó el emblemático comandante “Pablo”, Jaime Bateman, personaje legendario que podría haber salido de la pluma  de “Gabo”, Gabriel García Márquez, fallecido un 17, y dos días de abril marcaron la vida de Pizarro: el del fraude y el de su asesinato. En Colombia, dos formas históricas de truncarle las ilusiones al pueblo. Pero quedan muchos abriles.

viernes, 17 de abril de 2015

La música de Macondo

Gabriel García Márquez fue un gran escritor y un melómano exquisito.  Su obra revela el influjo de la música en su vida y el mundo le retribuyó en canciones el don de la literatura.

Mural a Gabo en el céntrico y popular San Victorino de Bogotá.
“Lo único mejor que la música es hablar de música”, dijo alguna vez Gabriel García Márquez y también “la música me ha gustado más que la literatura”. Dos afirmaciones que se constatan a lo largo de su obra literaria, sus incontables artículos y columnas periodísticas, sus pocas entrevistas y los testimonios de quienes lo acompañaron en la escucha o la parranda. Y música fue lo que salió de su pluma: “yo mismo, más en serio que en broma, he dicho que Cien años de soledad es un vallenato de 400 páginas y que El amor en los tiempos del cólera es un bolero de 380”. Admirador de la guaracha, el son, el bolero -“Usted” por Los Tres Diamantes uno de sus favoritos-, el mambo y, como no, el vallenato y otros géneros de la música popular, preguntado sobre qué disco se llevaría a una isla desierta, sin dudarlo, contestó: “las suites para chelo solo de Juan Sebastián Bach”. Con todo fueron estériles sus intentos por dar una canción, frustración de la que fue testigo Silvio Rodríguez. Por ello afirmó: «Poder sintetizar en las cinco o seis líneas de un bolero todo lo que un bolero encierra, es una verdadera proeza literaria».

Con un gusto fino, variado y universal, gozó y coleccionó música clásica -dentro de ella uno sus favoritos fue Bela Bartok-, de Los Beatles y de Escalona. Pero en su discoteca la v comenzaba con vallenato y no con Vivaldi como creían sus amigos, dijo en alguna parte. La música del caribe ocupaba un lugar privilegiado, “desde las canciones ya históricas de Rafael Hernández y el Trío Matamoros, hasta las plenas de Puerto Rico, los tamboritos de Panamá, los polos de la isla de Margarita en Venezuela, o los merengues de Santo Domingo. Y por supuesto, la que más ha tenido que ver con mi vida y con mis libros: los cantos vallenatos de la costa Caribe de Colombia, (…). Jamaica y la Martinica tienen una música grande, y fue Daniel Santos quien divulgó algunas canciones que estuvieron de moda hace muchos años sin que casi nadie supiera que eran de Curazao con letra de papiamento”, relató en “Bueno, hablemos  de música”.

Esa afición le deparó otras grandes satisfacciones y uno que otro deseo imposible: “Me alegra comprobar, por otra parte, que mi pasión por la música del Caribe está bien correspondida. Hace unos años recibí en Barcelona un telegrama de alguien que solicitaba mi ayuda para escribir sus memorias, y que se firmaba con el seudónimo de El inquieto anacobero. Un seudónimo cuyo titular es conocido de todo el Caribe: Daniel Santos, el jefe. Más tarde me llamó por teléfono desde Nueva York mi amigo Rubén Blades para decirme que quería cantar algunos de mis cuentos, y yo le contesté que encantado, inclusive por la curiosidad de saber qué clase de trasposición endiablada podía quedar de semejante aventura. Lo digo sin ironía: nada me hubiera gustado en este mundo como haber podido escribir la historia hermosa y terrible de Pedro Navajas.

Por último, en el reciente aluvión telefónico que estremeció mi casa de México, una de las llamadas fue la de otro gigante de la canción, Nelson Ned. Hace pocos años perdí la amistad de algunos escritores sin sentido del humor, porque declaré en una entrevista —pensándolo de veras— que uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana era mi amigo Armando Manzanero.” Como compositores de canciones Manzanero y Manuel Alejandro fueron sus predilectos.

Vivir para cantarla
En sus memorias Gabo cuenta cómo llegó esa devoción temprana: “mi vocación por la música se reveló en esos años por la fascinación que causaban los acordeoneros con sus canciones de caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de guacherna”.

También sus deseos de interpretar ese fascinante instrumento: “Desde que escuché a los primeros acordeoneros de Francisco el Hombre en las fiestas del 20 de julio en Aracataca me empeñé en que mi abuelo me comprara un acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la mojiganga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos” 

Y como los buenos juglares: “En mis tiempos de Aracataca había soñado con la buena vida de ir cantando de feria en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera más antigua y feliz de contar un cuento. Si mi madre había renunciado al piano para tener hijos y mi padre había colgado el violín para poder mantenernos, era apenas justo que el mayor de ellos sentara el buen precedente de morirse de hambre por la música”.

No fue ajeno a la fiebre que la radio inoculó por la música porteña y el lunfardo: “Mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a medio mundo. Me hacía vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala mañana en que la tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel había muerto en el choque de dos aviones en Medellín. Meses antes yo había cantado ‘Cuesta abajo’ en una velada de beneficencia, acompañado por las hermanas Echeverri, bogotanas puras, que eran maestras de maestros y alma de cuanta balada de beneficencia y conmemoración patriótica se celebraba en Cataca. Y canté con tanto carácter que mi madre no se atrevió a contrariarme cuando le dije que quería aprender el piano en ves del acordeón repudiado por la abuela”.

En medio de las carencias de su familia en Barranquilla rememora: “El único lujo que nos hacía falta era un aparato de radio para escuchar música a cualquier hora con sólo tocar un botón.  Hoy es difícil imaginarse qué escasos eran en las casas de los pobres. Luís Enrique y yo nos sentábamos en una banca que tenían en la tienda de la esquina para la tertulia de la clientela ociosa, y pasábamos tardes enteras escuchando los programas de música popular, que eran casi todos. Llegamos a tener en la memoria un repertorio completo de Miguelito Valdés con la orquesta Casino de la Playa, Daniel Santos con la Sonora Matancera y los boleros de Agustín Lara en la voz de Toña la Negra”. En alguna otra parte se cuenta que con su hermano Luis Enrique y un amigo conformaron un trio serenatero sin mayor fortuna y, en otra,  que en sus años en París cantó son cubano, rancheras, tango y bolero, como cuota de sobrevivencia, al lado de Carlos Fuentes.

Gabo recuerda que su programa favorito en la radio era La hora de todo un poco, del compositor, cantante y maestro Ángel María Camacho y Cano, la de mayor audiencia por sus  variedades y un concurso de aficionados menores de quince años, al cual fue inscrito y preparado con toda la pompa por su familia por un premio de cinco pesos. El día de su debut sufrió pánico escénico, hasta que anunciaron su presentación con acompañamiento del maestro Camacho: “Canté “El cisne”, una canción sentimental sobre un cisne más blanco que un copo de nieve asesinado junto con su amante por una cazador desalmado. Desde los primeros compases me di cuenta de que el tono era muy alto para mí.” Desde luego, fue descalificado y “Los 5 pesos del premio… fueron para una rubia muy bella que había masacrado un trozo de Madame Butterfly.”

Pero ese fracaso no mató su pasión por la música ni su encanto con el naciente vallenato. Recuerda que años después -cuando escribía la columna La jirafa y preparaba La hojarasca-: “Barranquilla era un centro vital, por el paso frecuente de los juglares de acordeón que conocíamos en las fiestas de Aracataca, y por su divulgación intensa en las emisoras de la costa caribe. Un cantante muy conocido entonces era Guillermo Buitrago, que se preciaba de mantener al día las novedades de la Provincia. Otro muy popular era Crescencio Salcedo, un indio descalzo que se plantaba en la esquina de la lonchería Americana para cantar a palo seco las canciones de las cosechas propias y ajenas, con una voz que tenía algo de hojalata, pero con un arte muy suyo que lo impuso entre la muchedumbre diaria de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud la pasé plantado cerca de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hasta aprenderme de memoria su vasto repertorio de canciones de todos.”

En ese entonces recibió una llamada que abriría una amistad que se acabó con la muerte del compositor Rafael Escalona. “Cinco minutos después nos encontramos en un reservado del café Roma para entablar una amistad de toda la vida. Apenas si terminamos los saludos, porque empecé a exprimir a Escalona para que me cantara sus últimas canciones. Versos sueltos, con una voz muy baja y bien medida, que se acompañaba tamboreando con los dedos en la mesa. La poesía popular de nuestras tierras se paseaba con un vestido nuevo en cada estrofa. «Te voy a dar un ramo de nomeolvides para que hagas lo que dice el significado», cantaba. De mi parte, le demostré que sabía de memoria los mejores cantos de su tierra, tomados desde muy niño en el río revuelto de la tradición oral. Pero lo que más le sorprendió fue que yo le hablaba de la Provincia como si la conociera.”

En encomio del compositor en “La parranda del siglo” (1983), escribiría décadas después: “la irrupción de un bachiller en el vallenato tradicional le introdujo un ingrediente culto que ha sido decisivo en su evolución. Pero lo más grande de Escalona es haber medido con mano maestra la dosis exacta de ese ingrediente literario. Una gota de más, sin duda, habría terminado por adulterar y pervertir la música más espontánea y auténtica que se conserva en el país.” Gabo se admiraba de que Escalona compusiera silbando y narraba como la aversión en casa del compositor a la música impidió que aprendiera a tocar algún instrumento.

En Vivir para contarla, luego de narrar una versión fantástica sobre el origen de la canción la “Vieja Sara” de Escalona, se reafirma apelando al argumento de que “no es rara en una región y en un gremio donde lo más natural es lo asombroso”, para referirse a la historia del acordeón “que no es un instrumento propio ni generalizado en Colombia, es popular en la provincia de Valledupar, tal vez importado de Aruba y Curazao. Durante la segunda guerra mundial se interrumpió la importación de Alemania, y los que ya estaban en la Provincia sobrevivieron por el cuidado de sus dueños nativos. Uno de ellos fue Leandro Díaz, un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro del acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a pesar de ser ciego de nacimiento. El modo de vida de esos juglares propios es cantar de pueblo en pueblo los hechos graciosos y simples de la historia cotidiana, en fiestas religiosas o paganas, y muy sobre todo en el desmadre de los carnavales.”

Ya en sus primeras notas para El Universal de Cartagena, en mayo de 1948, había expresado con emoción y belleza su admiración por el instrumento insigne del vallenato que lo cautivó desde niño: “No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento. Perdone usted, señor lector, este principio de greguería. No me era posible comenzar en otra forma una nota que podría llevar el manoseado título de «Vida y pasión de un instrumento musical». Yo, personalmente, le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste.

 (…) El acordeón ha sido siempre, como la gaita nuestra, un instrumento proletario. Los argentinos quisieron darle categoría de salón, y él, trasnochador empedernido, se cambió el nombre y dejó a los hijos bastardos. El frac no le quedaba bien a su dignidad de vagabundo convencido.
Y es así. El acordeón legítimo, verdadero, es este que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena. Se ha incorporado a los elementos del folklore nacional al lado de las gaitas, de los «millos», y de las tamboras costeñas. Al lado de los tiples de Boyacá, Tolima, Antioquía. Aquí lo vemos en manos de los juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía. Aquí está con su vieja vestimenta de marinero sin norte. Como sé que no le faltan enemigos, he querido escribir esta nota que tiene principio y tendrá final de greguería.
Oiga usted el acordeón, lector amigo, y verá con qué dolorida nostalgia se le arruga el sentimiento.”

“Ensalada  de alucinantes disparates”
Sobre el Bolero, género favorito del nobel, y su popularidad en el continente, sostuvo en El Universal: “Perniciosa o no la influencia de los boleros es evidente. No hay situación sentimental, por complicada y diferente que ella sea, que no tenga su bolero prefabricado, propio para ser puesto como una camisa de fuerza en el corazón. El bolero es una entidad operante, funcional, que no se conforma con empalagar el gusto de los admiradores, sino que penetra más hondo y se deja oír, no como una simple melodía, sino como una combinación musical con aplicaciones prácticas. Los Panchos tienen una responsabilidad especial en la humanización de ese ritmo, casi tanta como la que tiene Agustín Lara y que puede ser responsabilidad penal, si se tiene en cuenta el surtido de adjetivos musicalizados que ha puesto en boga y que son una especie de secretario amoroso de los desencantados, una enciclopedia en la que se puede encontrar, clasificados por orden alfabético, el bolero más apropiado para amenizar un buen postre de calabazas.”

Desde esa mirada al género, un hecho de baranda judicial le sirvió a Gabo para referirse al sentimiento, la apropiación masiva, el traspaso  a la vida cotidiana y a la vez a la perversión del sentido romántico del bolero. En una nota en El Heraldo de Barranquilla (Octubre de 1950) contó las peripecias del  donjuán caraqueño José Romero, quien a cada una de sus novias marcó en la frente con las iniciales de su nombre con un puñal, como señal perenne de su amor, hasta que presas de los celos dos de ellas lo denunciaron a la policía, llevando como prueba  la inconfundible marca «J. R.», poniendo así fin a las aventuras del sádico seductor. Repudió así el escritor la trágica asociación del hecho criminal con “Llevarás la marca”, el bolero de Luis Marqueti, inmortalizado en interpretaciones legendarias de la mexicana “Toña” La Negra, el cubano  Bienvenido Granda      -cuyas canciones se ufanaba de tener como trasfondo creativo- y el boricua Daniel Santos. Todos ellos ídolos musicales del maestro de Aracataca.

En los años 50, la guaracha fue un género tropical que nacido en Cuba literalmente zangoloteó al Caribe y América Latina pero no faltaron los anatemas de la curía y los tradicionalistas. Para refutar una crítica supuestamente docta al ritmo, Gabo, bajo el seudónimo de Septimius, se despachó en defensa del meneo: “Ayer leí en esta misma página una diatriba contra la guaracha. No tengo el placer de conocer a quien la suscribe, ni mucho menos he tenido el de oír su voz con tanta frecuencia como la de Orlando Guerra, «Cascarita», Daniel Santos, «El Jefe» o Kiko Mendive.

Después de haber leído la nota a que me refiero, no puedo menos de imaginarme al autor como un caballero circunspecto, todo de negro hasta los pies vestido -sin comillas- que asiste a las reuniones sociales con el único objeto de bailar minué. Porque es extraño que en esta actualidad tan llena de preocupaciones funerarias, haya alguien que no sienta siquiera un poco de complacencia ante la seguridad de que todavía existen estimulantes tan efectivos como el estridente elogio que hace Cascarita de «Julia pata e plancha» o del picaresco que hace Daniel Santos de «Bigote e gato» ese alegre y nada ceremonioso sujeto a quien todavía le queda suficiente tranquilidad de espíritu para pasearse por el malecón de La Habana.”

Atento a las novedades  de la música caribeña, no ahorró regocijo para reseñar la insurgencia del mambo y al entorno de su advenimiento: “Cuando el serio y bien vestido compositor cubano, Dámaso Pérez Prado, descubrió la manera de ensartar todos los ruidos urbanos en un hilo de saxofón, se dio un golpe de estado contra la soberanía de todos los ritmos conocidos. El maestro Pérez Prado salió del anonimato de un día para el otro, mientras el espectacular Daniel Santos le sacaba rebanadas de música a los personajes típicos de La Habana, y Miguelito Valdés se moría de decadencia tratando de cotizar su propia orquesta y Orlando Guerra (Cascarita) ladraba en los clubes nocturnos de Cuba sus extraordinarios sones montunos y agitaba el alucinante pañuelo rojo que le ha dado tanto prestigio como su voz.

En la difusión continental de la música de las Américas cumplió un papel fundamental la radio y, en particular, la rockola que se instaló en bares y cantinas: “De cinco años para acá, los traga-níqueles son los grandes molinos de la moda musical. Daniel Santos, después de tres o cuatro problemas con la inspección de policía, se hizo presente en la maquinaria donde se fabrica la popularidad de los cantantes, y estuvo durante dos años gritando por cinco centavos en cualquier suburbio de América. Igual cosa sucedió con Orlando Guerra. Pero daba la impresión de que a la locura que ya sobraba en los dos anteriores, estuviera faltando todavía un poco de locura para llegar a la locura total. Entonces Dámaso Pérez Prado recogió doce músicos, hizo una orquesta, y empezó a desalojar a culatazos de saxofones a todos los que le habían antecedido en el bullicioso mundo de los traga-níqueles.”

“Posiblemente el mambo sea un disparate. Pero todo el que sacrifica cinco centavos en la ranura de un traga-níquel es, de hecho, lo suficientemente disparatado, como para esperar que se le diga algo que se parezca a su deseo. Y posiblemente, también, el mambo sea un disparate bailable. Y entonces tenía que suceder lo que realmente está sucediendo: que la América está que se desgañita de sana admiración, mientras el maestro Pérez Prado mezcla rebanadas de trompetas, picadillos de saxofones, salsa de tambores y trocitos de piano bien condimentado, para distribuir por el continente esa milagrosa ensalada de alucinantes disparates.” Con esa misma enjundia refutó en su columna  a un grupo de católicos venezolanos que pedía excomunión para “El rey del mambo” y la bailarina cubana María Antonieta Pons, con quien  apareciera en varias películas, por inducir con su música a bailes endemoniados.

Vallenato: realidad, sentimiento y poesía
Gabo aplaudió en su columna “La Jirafa” de El Universal, los esfuerzos que en los años 40 realizara  Manuel Zapata Olivella por difundir en el interior la música folklórica del litoral atlántico y su diversidad, aunque no calló su escepticismo y cierta sorna a la pedantería intelectual centralista, a la vez que resalta con erudición expresiones vernáculas dignas de mayor difusión como la música de Palenque y la zafra. “A los auditores de estos conjuntos que ahora están en Bogotá les proporcionará no pocos motivos de reflexión el hecho de que haya distancias tan apreciables entre los estilos, las características propias del paseo vallenato, por ejemplo, y los de los gaiteros de San Jacinto. Observarán que los cañamilleros, paisanos, vecinos y compadres de los gaiteros, tienen expresiones casi radicalmente distintas entre sí.

Hay en la embajada de Manuel Zapata Olivella, además, uno de los grupos más inquietantes para quienes se interesan por estas cosas del folklore costeño: los negros de Palenque. La música de estos africanos puros arraigados en el corazón de la costa atlántica, es de extracción esencialmente religiosa. Son cantos fúnebres, por su aplicación, por su sentido, y por el doloroso dramatismo con que se les interpreta.

A Bogotá debieron llevarse estos negros palenqueros ese gigantesco tambor de la muerte que ellos llaman «El Pechiche» y en torno al cual se congregan los hombres y las mujeres de Palenque para velar a sus muertos y para gritarles, durante nueve noches, todas las cosas que hicieron en vida: las cosas buenas y las cosas malas, desde el aporte con que contribuyeron para la construcción de la escuela, hasta el buey que se robaron o la deuda que dejaron sin pagar.

Los cantos fúnebres de los palenqueros, por motivos que no es preciso explicar por demasiado evidentes, tienen un extraordinario parecido con los «cantos espirituales» del sur de los Estados Unidos, si es que no son la misma cosa. Seguramente no transcurrirán muchos días sin que alguno de los descubridores profesionales que tiene Bogotá, nos hagan esta revelación.

(…) A Zapata Olivella hay que reconocerle, como un triunfo suyo, el haber sido tan minucioso en esta redada folklórica que acaba de hacer, que no olvidó a los cantadores de «zafra» quienes nos parecen exclusivamente nuestros, puesto que se encuentran asimismo en Cuba, cantando sus versos improvisados, mientras cortan la caña. La «zafra», al contrario de la cumbia y el paseo vallenato, no tiene posibilidades mercantiles, pero es una expresión folklórica tan apreciable, que no habría estado completa nuestra embajada si no se hubiera incluido en ella a sus creadores e intérpretes.
Es mucho lo que se va a pensar y a decir en torno a nuestra música en Bogotá, a raíz de este contacto directo con ella. Quienes tanto la apreciamos y con tanta persistencia hemos tratado de conocerla, esperamos que esta valiosa incursión no vaya a constituir, para quienes la han llevado a cabo, una lamentable pérdida de tiempo.”

Luego de una segunda embajada folclórica agenciada por Zapata Olivella, Gabo destacó la participación de “Batata”, raíz de una dinastía de tamboreros: “Cuando la gran tambora del negro Batata resonó en la redacción de este periódico, hace dos noches, entendimos por qué fue ese viejo patriarca del reino quien más fuertemente logró impresionar a los bogotanos, de cuantos integran el grupo folklórico organizado por Manuel Zapata Olivella. Batata es un hombre pequeño y fuerte que ya le dio la vuelta a los cincuenta y ha logrado, por tanto, convertirse en una especie de sumo sacerdote en la familia del folklore costeño. Ya perdió la florida exuberancia de la juventud; superó la etapa inicial de lo pintoresco y anecdótico y ahora interviene en la actividad musical con algo de doctor maduro y hasta un poco escéptico, pero con un dominio recio y concentrado de sus facultades.”

El vallenato, género cuyo surgimiento y evolución García Márquez acompañó y promovió desde el trabajo periodístico y las vivencias en la Guajira, Cesar y el Magdalena grande, le fue entrañable y lo conocía de charla y de parranda. En una nota sobre la virtud poética de la composición de los juglares surgida de sus vivencias puras, escrita en El Universal a propósito de Abel Antonio Villa,   tras referir al “jilguero” Guillermo Buitrago, el animador de diciembre, como un buen intérprete pero pésimo compositor -luego destacó su aporte a la divulgación del vallenato- , y reconocerle a Julio Bovea, quien popularizó a Escalona, que lo hacía bien como cantante, les observa: “pero sin ese sentido poético, sin ese desgarrado sedimento de nostalgia que convierte en materia de pura belleza las composiciones de Pacho Rada, de Abelito Villa y de Rafael Escalona.”

Al explicar la irrupción terrígena del canto dice: “Quien haya tratado de cerca a los juglares del Magdalena -que son muchos desde Enrique Martínez, Miguel Canales, Emiliano Zuleta- podrá salirme fiador en la afirmación de que no hay una sola letra en los vallenatos que no corresponda a un episodio cierto de la vida real, a una experiencia del autor. Un juglar del río César no canta porque sí, ni cuando le viene en gana, sino cuando siente el apremio de hacerlo después de haber sido estimulado por un hecho real. Exactamente como el verdadero poeta. Exactamente como los juglares de la mejor estirpe medieval.”

Y agrega, refiriéndose a los cantores que porfiaban en solitario: “Para que nada haga falta en ese mundo distinto, allí está el gran Lutero del vallenato que es el indio Crescencio Salcedo. De ascendencia goajira, este compositor -que es además «yerbatero», como se dice- no ha querido aceptar matrícula en la cofradía y es un músico suelto, a quien sus colegas no reconocen méritos ni dan tregua de ninguna índole. Pero alguien me dijo -alguien que se vio sometido después a las represalias de Abelito Villa- que Crescencio Salcedo es el autor nada menos que de la «Varita de Caña» y «El Cafetal». Lo que le da, sin duda, suficientes méritos para ser un protestante respetable.”

En la crónica “La parranda del siglo”, publicada en varios diarios y revistas de Latinoamérica y España, Gabo recuerda que en 1963, luego de voltear y sufrir el mundo y empezar a sobreaguar,  llegó a Cartagena para participar en el Festival de Cine. A su pedido a Escalona de que lo actualizara sobre el vallenato, éste responde con una fenomenal parranda en Aracataca siete días después, animada por compositores e intérpretes vallenatos. Al efecto “el  escritor Álvaro Cepeda Samudio llevó tres camiones de cerveza helada, y los repartió gratis entre la muchedumbre. Escalona llegó tarde, como de costumbre, pero también como de costumbre llegó bien, con nadie menos que con Colacho Mendoza, de quien nadie dudaba entonces que iba a ser lo que es hoy: uno de los maestros del acordeón de todos los tiempos”. Y se congratula del parrandón: “tuvimos la buena suerte de que les inspirara a la gente de Valledupar la buena idea de crear los festivales de la Leyenda Vallenata”, cuya edición 33, en el año 2000, le fuera dedicada “por ser el máximo defensor y difusor de la música vallenata en el mundo”.

En “La parranda”, motivada por el XVI Festival de la Leyenda Vallenata, realizado en 1983, Gabo hizo una descripción extensa de los antecedentes del género y sus cultores y del estado del momento cuando tras años de descoloración se vislumbraba el auge y la implantación nacional. “De modo que hay una prehistoria del vallenato que sus fanáticos de hoy -que son muchos, aún más allá de nuestras fronteras- apenas si han oído nombrar. Es un mundo cerrado, con un olimpo propio, cuyos dioses viven ya respirando los aires enrarecidos de la leyenda. Francisco Moscote, a quien se recuerda con el buen nombre de Francisco el Hombre porque le ganó al diablo en un duelo de acordeón, está tan implantado en la mitología popular que ahora no se sabe a ciencia cierta si en realidad existió. Pacho Rada, otro de los primitivos grandes, tenía raíces tan bien sembradas en el corazón de su pueblo (…). De estos dos precursores se habla como si hubieran muerto sin edad después de haber vivido durante siglos. Uno piensa que tal vez fuera cierto cuando ve a los que todavía quedan vivos, y cuya serenidad y cuya sabiduría hacen pensar que viven en un tiempo distinto del nuestro. Leandro Díaz es una especie de patriarca mítico. A pesar de que es ciego de nacimiento ha vivido desde muy joven de su buen oficio de carpintero, y nunca podré olvidar el día en que Rafael Escalona me llevó a conocerlo en su taller (…).

A propósito del festival y de Leandro, cuenta Gabo “cuando lo oí cantar otra vez después de casi 20 años, y me envolvió con la belleza de La diosa coronada -que no sólo es su canción más hermosa sino una nota muy alta de nuestra poesía- tuve la sensación de haber entrado por primera vez en el ámbito prohibido de la leyenda. Sin embargo, a su lado no era menos mítico Emiliano Zuleta cantando, con su voz estragada por los años y el alcohol de caña, los versos magistrales de La gota fría, que para mi gusto es una canción perfecta, y por tanto, un punto de referencia que no pueden perder de vista los creadores de hoy. La lista no se acaba fácil: Chico Bolaño, Toño Salas, Lorenzo Morales y tantos otros.” Los escuchó en una parranda. Ese “espacio total estaba saturado de música.”

Evolucionando sus apreciaciones pero manteniéndose fiel a las raíces, en entrevista con el también fallecido periodista “currambero” Ernesto McCausland se retrotrajo al pasado del vallenato, a las épocas “de cuando los juglares iban de pueblo en pueblo cantando un acontecimiento” y “era un verdadero sacrilegio bailarlo”. Describió que  “La parranda vallenata es en un sitio alrededor de los cantantes, donde la gente toma mucho trago por días o años, mientras está el sancocho. Pero es para oír. No se baila. Ahora se empezó a bailar, qué le vamos a hacer”. Para aceptar,  “Eso ha evolucionado. Que ahora sea romántico y esté pisándole los terrenos al bolero, que ha sido un emperador del romanticismo en la música Caribe durante años, a mí me parece que es una consecuencia de los tiempos”.

El mayor homenaje a la música de su tierra lo hizo Gabo a instancias de la entrega del Premio Nobel el 10 de diciembre de 1982, cuando afirmó “no quiero estar solo en Estocolmo, me gustaría celebrar mi premio con cumbias y vallenatos” y al efecto fue  acompañado de una nutrida comitiva costeña integrada por los acordeones de los Hermanos Zuleta, la caja de Pablo López, los tambores de Totó “La Momposina”, el compositor Rafael Escalona -su elegía a Jaime Molina, fue una de las favoritas del escritor-,  la antropóloga Gloria Triana  y la periodista Consuelo Araujonoguera. Una carga de trópico para romper el hielo nórdico. Los aires del Caribe como fondo musical al realismo mágico surgido de la prosa del más grande escritor macondiano.

Los cien años de Macondo suenan
El impacto de Cien años de soledad, publicada en 1967 en Argentina por Editorial Suramericana, en el público que se embebió y embriagó en sus páginas encantadas, y en  la crítica internacional no se hizo esperar, dando partida de nacimiento al realismo mágico y soporte al reconocimiento universal  a la literatura latinoamericana. La música no fue indiferente al fenómeno.
En pleno auge de los ritmos tropicales el peruano Daniel Camino Diez Canseco compuso la canción  sobre la “epopeya de un pueblo olvidado, forjado en cien años de amores e historia” y sus personajes, sabroso tema que interpretado por Johnny Arce, entonces “El señor del Bugalú”, que a propósito pasó a llamarse “Mister Macondo”, ganó el segundo lugar en el famoso Festival de Ancón en 1970.

“Los cien años de macondo sueñan, sueñan en el aire
y los años de Gabriel trompeta, trompetazo anuncian
Encadenado  Macondo suena don José Arcadio
y ante el la vida pasa siendo remolinos de recuerdo
La tristeza de Aureliano son cuatro, la belleza de Remedios violines,
las pasiones de Amaranta guitarras, y el embrujo de Melquiades oboe.
Úrsula cien años, soledad Macondo.”

Rodolfo Aicardi con Los Hispanos -que también impusieron después el tema de  Graciela Arango de Tobón “Me voy para Macondo- y la Billos de Venezuela con la voz de “Cheo” García lo convirtieron  en éxito  internacional bailable por años, con el pegajoso coro “Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia. Mariposas amarillas, que vuelan liberadas”. En "Enjaulado: Óscar Chávez canta América Latina" de 1972, el mexicano con su guitarra le dio sabor de folclor y protesta. A  similar estilo la adaptó el grupo andino ecuatoriano Pueblo Nuevo. También inspiró un reclamo social de Toto “La Momposina” en “Soledad”, compuesta a propósito del nobel: “"Viejo pueblo Aracataca/pedacito de Colombia/tierra donde yo nací/entre rumores de cumbia/a quererte yo aprendí".

En “Bambuco de Macondo”, de los cantautores chilenos Horacio Salinas y Patricio Manns, incluido en el trabajo póstumo del primero “Remos en el agua”, grabado en  el año 2003, se hace una versión juglaresca de la monumental novela. Macondo también es la fuente de “Sexual Democracia” del grupo chileno  “Sudamérica Suda”, un canto de la desesperanza y la confusión; como de “Años de soledad”, tango instrumental de Astor Piazzolla.

A propósito de los gozos de Estocolmo, Rafael Escalona compuso “Vallenato Nobel”, un merengue dedicado a su mujer inspirado en obras de Gabo, luego interpretado por los Hermanos Zuleta: “Gabo te mandó de Estocolmo, un poco de cosas muy lindas/Una mariposa amarilla, y muchos pescaditos de oro. Gabo sabe lo que te agrada, por eso él te manda conmigo/ el perfume desconocido que tiene un olor a guayaba. También te manda, las mariposas amarillas, de Mauricio Babilonia. Le mostré las frases tan lindas, que escribiste en un papelito/ Pa’ que se dé cuenta Gabito que yo sí tengo quien me escriba.” Ante el éxito de Crónica de una muerte anunciada  el acordeonero Lisandro Meza grabó en México en 1981, “Canción para una muerte anunciada” basada en esa impactante novela.
Daniel Santos no podía quedarse atrás en honrar al famoso admirador de sus guarachas y boleros y le compuso “El hijo del telegrafista”, incluido en su trabajo “Homenaje del Jefe a Gabo”, producido por Javier Vásquez y grabado en Medellín en 1983. “Donde quemaban billete, aquellos imperialistas/Pero que sirvió de tema a nuestro gran novelista. Donde asesinaban gente y amontonaban en filas/Los echaban en vagones y los botaban al mar.” Pero de letras de protesta también fue objeto, como la reprimenda de Armando Zabaleta en “Aracataca espera”, cuando donó el dinero del premio Rómulo Gallegos a la guerrilla venezolana: «Al escritor García Márquez/ hay que hacerle saber bien/ que uno la tierra donde nace/ es la que debe querer/ y no hacer como hizo él/ que su pueblo abandonó/ y está dejando caer/ la casa donde nació».

La amistad de Gabo con el cronista salsero Rubén Blades haría brotar “Agua de luna” un disco basado en cuentos del escritor adaptado a las necesidades líricas del panameño, del que se escuchó “Ojos de perro azul” pero que, según el músico, fue un fracaso que solo celebraron él y el nobel “-¿Y qué sabe Gabo de música? La dedicatoria «Cuando Lebrijano canta, se moja el agua», escrita por García Márquez en una servilleta para elogiar al cantaor flamenco  Juan Peña, «El Lebrijano», serviría para que éste titulara un cd de cante jondo basado en cuentos de Gabo, como Un día de estos, La cándida Eréndira, Buen viaje señor Presidente y Tu rastro de sangre en la nieve, entre otros, grabado hacia 2005. La relación de García Márquez con la Nueva Trova  cubana fue intensa; en constancia y gratitud hizo el audio de presentación del disco “Querido Pablo”, homenaje de varias voces iberoamericanas al cubano Pablo Milanés en sus 30 años de vida artística. Y en “Segunda cita”, álbum de Silvio Rodríguez, grabado en 2009, éste le dedica al escritor colombiano el tema “San Petersburgo”, relato que de boca de Silvio fue a un texto de Gabo y de allí regresó a la inspiración del cubano.

El discurso de recepción del nobel inspiró el oratorio “La soledad de América Latina” (1992), del compositor belga Dirk Brossé. La banda argentina Los Caligaris grabó “Florentinos y Ferminas”, inspirada en el amor de Florentino Ariza y sus promesas a Fermiza Daza en “El amor en tiempos del cólera”, incluída en el disco “No es lo que parece” del año 2007. En esa misma onda, la agrupación  Tan biónica compuso “Perdida”, incluida en el disco “Obsesionario” grabado en el año 2010. Owen de Chicago  produjo The Sad Waltzes of Prieto Crespi (“Los tristes valses de Prieto Crespi”), sobre el melancólico y musical personaje de “Cien años de soledad” rechazado por Amaranta y  Rebeca, incluido en el trabajo  “At home with Owen”, del año 2006. El cantautor italiano Fabrizio de André en “Sally”, tema del disco “Rimini” de 1978, trae referencias a Pilar Del Mar y los peces de oro fundidos por el coronel Aureliano Buendía. Losing My Religion de REM está relacionado con el cuento “Un señor muy viejo con unas alas enormes”. Con Macondo también se asocia el tema “Banana Co” de Radioheat. “El  amor y otros demonios” fue llevada a la ópera en 2008 por el húngaro Péter Eötvös. Para la versión cinematográfica de “Amor en los tiempos del cólera”, la barranquillera Shakira compuso “Hay amores” con ecos fuertes con la tonada “Capricho Árabe” del compositor catalán Fernando Tárrega.

No podía ser de otra manera. La obra de García Márquez siempre danzó sobre una melodía, fue un compositor de hecho, un músico de vivencias y quimeras, para cada situación encontró la armonía. La obra de Gabo es música, es fantasía y  es poesía.
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Salvo referencia expresa los textos de García Márquez fueron tomados de las obras: “Vivir para contarla”, Norma, 2002; “Notas de prensa 1980-1984”, Norma, especial para Cambio 16, 1995, y “García Márquez, Obra periodística 1, textos costeños”, Editorial Suramericana, 1993.