martes, 25 de septiembre de 2012

¿Medios para la paz o para pacificar?



La buena nueva del inicio de conversaciones para la búsqueda de una solución política negociada al conflicto armado interno, con una amplia favorabilidad en las encuestas, pareciera encontrar los primeros escollos no en las diferencias obvias de las partes, sino en la manera parcializada, arrogante, pretenciosa y abiertamente hostil contra una de ellas por parte de algunos medios de comunicación, en particular, radiales y televisivos, que son los de más amplio consumo. Los periódicos de mayor circulación, por afinidad política y filial, están más cerca de un tratamiento positivo al esfuerzo y a sus posibles logros, como lo evidenció  El Tiempo en su jornada de reconciliación bajo la dirección de Juanes, un artista que siempre ha manifestado sensibilidad  por estos temas, y la reacción editorial a la columna abiertamente saboteadora del señor José Obdulio Gaviria. De lo que hagan, cómo lo hagan o dejen de hacer los medios dependerá, en buena medida, que los colombianos comprendan a cabalidad el reto histórico que con pragmatismo asumieron las partes al convenir sentarse a negociar,  no pararse de las sillas  hasta no lograr un acuerdo y que nada está acordado hasta que todo esté acordado, es decir, la finalización del conflicto armado y una paz justa y duradera.

Es cierto que las Farc acusan los efectos de una década de guerra sin cuartel declarada por el Estado desde la ruptura de las negociaciones del Caguán en 2002, para lo cual se creó un impuesto de guerra a los grandes patrimonios, se reorientó la ayuda estadounidense y se destina un porcentaje importante del presupuesto nacional, lo que permitió modernizar la Fuerza Pública, con medio millón de miembros hoy, ampliar la presencia militar en todo el país y usar tecnologías de punta, todo lo cual incidió en la reducción de combatientes, neutralización ofensiva  y afectación de la estructura de mando y control  de la guerrilla más vieja del Continente. Tampoco es falso que en los logros de la estrategia contrainsurgente,  tuvieron papel relevante los grupos paramilitares, encargados durante más de dos décadas de quitarle “el agua al pez”, mediante masacres, asesinatos, desapariciones y desplazamientos y los desmanes judiciales al amparo de la “Seguridad democrática” de Uribe Vélez. Lo que nunca suscitó una campaña mediática en favor de las víctimas como la que hoy se promueve con las de las Farc por algún canal de tv.

Pero las Farc siguen ahí, son un hecho social, político y militar o en términos de tipos penales de un código que ellos aún no reconocen, a gusto del periodismo draconiano: “delincuentes”. Más aún, en la radicalidad ideológica de los partidarios de las soluciones lapidarias: “terroristas”. No obstante, las palabras no desaparecen las realidades. De lo dicho por las Farc también se desprende que no están en la guerra por la guerra. Advierten las dificultades más no se sienten derrotadas como les exigen algunos medios. Así la crema de la politología periodística les niegue el carácter político militar de su lucha, que de hecho les reconoce la contraparte, para calificarlos a partir de los medios que utilizan -reprochables, desde luego-, llegan a la mesa acordando un temario que es la concreción de un programa político reivindicativo que mira casi medio siglo atrás cuando nacieron a raíz de la miseria, la exclusión y el sojuzgamiento de las gentes del campo. Y lo hacen en un momento que América Latina, debido a las atrocidades del neoliberalismo, ve ganar elecciones, asumir gobiernos, realizar cambios y ejercer el poder a propuestas que hace un par de décadas no tenían otra opción que la insurrección contra la opresión y el terror.

Como no apostarle a la paz si continuar esta guerra solo significa atraso y aumentar sin compasión la dolorosa cifra de un millón de muertos, cuatro millones de desplazados y 30 mil desaparecidos por causas políticas en el último medio siglo, entre los estragos de la violencia liberal conservadora de los cincuenta y el conflicto armado interno que continúa en nuestro días. Hechos que reclaman que se conozca la verdad de quienes los instigaron y propiciaron como paso a la reconciliación. Para nada ayuda a la paz "no volver al pasado" como aconsejó  Yamid Amat, director del noticiero de tv. CM&, en el foro por los 30 años de la revista Semana, por el contrario, con esa engañosa comodidad del momento para no revivir rencores, negarnos el derecho a la memoria y a conocer la verdad es sembrar la causa de futuras tragedias. Los pactos de silencio, como el del Frente Nacional, encubrieron responsabilidades que aún acechan en las sombras.

En lo económico, la confrontación nos ha costado en los últimos años el equivalente a una y media vez el presupuesto nacional del 2013, o casi la quinta parte del producto interno bruto nacional, y es un espantapájaros para las multinacionales que preocupa al gobierno, uno de cuyos puntales en materia económica es la inversión extranjera en minería e hidrocarburos. La rentabilidad del fin de la guerra es provocativa. El Gobierno Santos lo tiene claro y emprendió la tarea. La inclusión de miles de familias pobres absolutas e indigentes, según sus expectativas, ampliará la demanda y el superávit actual permite sobregirarse para costear el proceso. Aparte de poner a andar sigilosamente los contactos, implementó una política social, diseñó un  marco institucional y gestó un andamiaje legal al cual más propicio para encarar las negociaciones.

La paz es posible, pero hay que andar con cuidado. Estas tentativas siempre han encontrado “enemigos agazapados” entre quienes por tara ideológica o interés mezquino, solo verían solución en el aniquilamiento de la subversión. De otra parte, Colombia ya no es ajena a la posibilidad de que una coalición de izquierda, o con la izquierda, llegue al gobierno nacional -así ella misma haga todo lo posible porque eso no sea realidad-, en tal caso,  quienes reivindican la democracia ¿están preparados para aceptarlo? Por último, el fin de las hostilidades, la desmovilización de la guerrilla, la consecuente reducción de las fuerzas armadas, aparte de generar un ambiente pasajero de nuevos entusiasmos, no se traducen en posibilidades materiales y espirituales de convivencia y condiciones de equidad e inclusión para los marginados, pueden ser, paradójicamente, el caldo de cultivo de un nuevo desangre  con otros nombres y motivos o sin razón alguna, como ha pasado y como aún pasa.

Es el riesgo que hay que advertir y sobre el que debemos actuar. No es poca la desilusión de los guatemaltecos y salvadoreños cuando contrastan las expectativas de sus arreglos de paz con la realidad de esos países hoy. Para los más optimistas, la paz trajo una democracia desconocida,  en El Salvador, inclusive, gobierna nominalmente un periodista a nombre del FMLN, una de las partes en la guerra, que tras los acuerdos avanzó progresivamente al gobierno nacional, pero por cuenta de las pandillas callejeras de jóvenes paupérrimos, desadaptados y sin futuro, se convirtió en el país más violento del mundo. En Guatemala, las mayorías indígenas, las más laceradas por la guerra, confundidas votaron en contra de los acuerdos a poco de su vigencia y el país anda de tumbo en tumbo. A esa realidad, el eminente sociólogo Edelberto Torres Rivas la denomina, tal vez de forma dramática, “democracias malas”, fruto de unas “revoluciones sin revolución”, cientos de miles de muertos  y el hastío.

martes, 11 de septiembre de 2012

Osadía y tango en el Septiembre chileno

El 11 de Septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas de Chile, financiadas y bajo las órdenes del binomio Nixon-Kissinger, que argumentó “proteger a un pueblo irresponsable”, le dieron el puntillazo final  al plan de desestabilización del gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, elegido democráticamente, mediante un criminal  golpe de Estado, acabando a sangre y fuego con la excepcional experiencia del “socialismo a la chilena”. En 1988, después de padecer por un cuarto de siglo la dictadura de Pinochet,  la sociedad se sacudió, pero aún quedan las secuelas de los privilegios concedidos en pos de garantizar el retorno a la democracia y la gobernabilidad.

Sobre lo que se vivió ese y los días, meses y años siguientes se ha escrito bastante y aún suscita interés. Es una herida mal cicatrizada, que de cuando en cuando sangra y grita, al menos para los que la padecieron. Algo similar sucede con el doloroso recuerdo de los atentados terroristas que 38 años después, en la misma fecha, provocaron la caída de las Torres Gemelas en Nueva York y miles de víctimas, reivindicados por fanáticos islámicos. Dos fascinantes libros recientes, un testimonio y una novela con trasfondo histórico, vuelven sobre  la “revolución pacífica” y su fin en medio de bombardeos al Palacio de la Moneda, los miles de presos políticos fusilados, los centros de torturas y la férrea dictadura que recondujo al país por el sendero neoliberal, cuyos resultados económicos algunos reivindican sobre la tragedia.  

 Las armas del ayer, escrito por Max Marambio, miembro de la Guardia Personal de Amigos del Presidente (GAP), narra los antecedentes y las espectaculares peripecias del autor para  garantizar que un arsenal de armas provenientes de Cuba pudieran salir de la embajada de ese país con destino a la resistencia en la clandestinidad, en los primeros meses del golpe. Max, hijo de un dirigente socialista, se educa en Cuba a mediados de los 60´s, logra relacionase con dirigentes cubanos y cercanía con Fidel Castro. Ante la victoria de Allende en 1970, regresa a Chile para apoyar el proceso desde las filas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), por diferencias tácticas, decide vincularse como guardia personal del presidente. En ese puesto lo encuentra el golpe del 11 de Septiembre. Como testigo corrobora que Allende, luego de cerciorarse de que la gente que lo acompañaba saliera del palacio con garantía para su vida, que en muchos casos no se cumplió, procedió a asestarse dos tiros con el fusil que le regaló Castro en la visita a Chile que tanta roña desató en la derecha -confiesa que, luego de haber reprobado la actitud del “Compañero Presidente”, comprendió que se trató de un acto de grandeza.

Ante la salida ipso facto de los funcionarios de la Embajada cubana, que queda bajo representación sueca, Marambio  se introduce solitario en la casa, ubica las armas, recibe asilados, contacta a miembros del MIR -dirigido por Miguel Enríquez- organiza el plan de traslado y en pipetas de oxigeno y carros desvencijados, acondicionados al propósito, logra sacar, en las narices de la tropa, y entregar en cosa de semanas, decenas de fusiles y granadas que serían ocultadas en casas de seguridad. Finalmente, el toque de queda, la represión y la persecución le permitieron al ejército incautar el armamento, previa ejecución o detención tenebrosa de sus cuidanderos. Cumplida esa misión y en otra estratagema cinematográfica, sale de Chile para Suecia con destino final Cuba, no sin antes despedirse de Enríquez, quien moriría poco tiempo después en un enfrentamiento. En la isla, se vincula a las Tropas Especiales -con las que combatiría en África-, momento en el que culmina su testimonio.

Pero la vida posterior de Marambio abre otro capítulo insólito. Inicia una ascendente carrera empresarial que le permite convertirse en socio del Estado cubano en la industria turística, las importaciones y la fabricación de alimentos. Entonces decide ampliar sus horizontes, incursiona en la producción de  cine con el beneplácito de García Márquez (fue productor de Amores Difíciles y Me alquilo para soñar). Al retorno de la democracia a Chile, traslada su empresa cinematográfica a Santiago como semilla de lo que luego sería un emporio empresarial con ramificaciones en la construcción en España. En 2007, presenta en España, Cuba y Chile su libro de memorias Las armas del ayer, prologado por García Márquez. Como respuesta a la prensa de derecha, molesta por unas declaraciones de Fidel en el contexto de una vista de la Presidenta Michelle Bachelet a Cuba, el líder cubano les recomendó, en una de sus  reflexiones, leer a Marambio si querían la verdad sobre el golpe contra Allende.

En la última elección presidencial chilena, en la que se impuso el derechista Sebastián Piñera contra la continuidad de la concertación de fuerzas de centroizquierda, gobernante desde el retorno a la democracia, Marambio fungió como jefe de campaña del candidato independiente de izquierda Marco Enríquez Ominani, hijo del fundador del MIR. Meses después, se conoció la sorpresiva noticia de que las autoridades judiciales cubanas condenaron a Max, a su hermano Marcel y a otros directivos de sus empresas, por sobrecostos, malversación, fraude y otros delitos y solicitaron su captura internacional. Ante el trance, recibió el respaldo del Gobierno y el empresariado chileno, que alegaron la ilegitimidad del Estado reclamante. Al parecer, en los últimos años, Marambio actuó con las armas de hoy.

 El último tango de Salvador Allende, del laureado escritor y diplomático Roberto Ampuero, fabula la intimidad y los intríngulis vividos en el La Moneda en los meses previos y durante el asalto militar, a partir del diario de un amigo del presidente, que le entrega su hija moribunda, junto con una carta y una foto, a un ex-agente de la CIA, con el ruego de encontrar a quien había sido su amor en secreto. En el cuaderno, adornado con una cubierta de Lenín, Rufino, un panadero de una barriada popular de Santiago, cuenta como se dio su re-encuentro en una manifestación con el “Doctor”, como llamaban cariñosamente a Allende en el círculo de estudios anarquista de juventud; la forma como se involucró como cocinero en el palacio, los últimos azarosos días del gobierno popular, entre bombazos, rencillas públicas, manifestaciones en pro y contra y total escases. También sobre las visitas y rutinas de fieles y traidores; sus prevenciones acerca de los aliados nacionales y externos y el comunismo, y sus criterios sobre la vida y las amantes que rodeaban al mandatario -entre las que Ampuero describe con detalle a la colombiana Gloria Gaitán. Las charlas entre los dos lograron confianza y amenidad a través del tango, afición de Rufino que entusiasma al presidente. Entre tango y tango discurre la agonía de la Unidad Popular.

 En un periplo policíaco por ciudades y barriadas de Chile cambiadas por el tiempo, contactos internacionales con colegas conspiradores y miembros inactivos de nostálgicas células guerrilleras, consultas con amistades de sociedad y  miembros de los organismos de seguridad, con  los que complotó  para acabar con Allende, y evocaciones de una adivina, con el cuaderno como brújula, el ex-agente llega a una anciana quien le confirma su ya aceptada conjetura de que su hija fue la novia de un activista desaparecido. Ante el clamor de la madre, averigua que fue asesinado y tirado al mar por la dictadura. Al esparcir las cenizas de su hija en el Pacífico desea arrepentido que estén juntos como debieron estarlo siempre. En medio de las amenazas para que deje de indagar, concluye con amargura que no sólo contribuyó a acabar con el sueño de un país sino con la muerte de alguien a quien su amada hija amó.