domingo, 24 de marzo de 2013

Bolívar a la carta


Pasto, exótica, histórica, amable, pero distante, incomprendida y, a veces, ironizada ciudad andina a los pies del volcán Galeras, en la frontera sur de Colombia, merecía ser escenario de una gran novela. La carroza de Bolívar, reciente creación del escritor de origen nariñense Evelio Rosero Diago, publicada por la editorial Tusquets de Barcelona, cumple ese propósito con creces y confirma al autor como uno de los mejores escritores colombianos.

Luego de una seguidilla de premios nacionales, Rosero obtuvo, en  2006,  el de novela de Tusquets con Los Ejércitos, una narración magistral, bella  y novedosa de un tema trillado, sempiterno y lacerante, y por eso difícil de asumir: la violencia como trasfondo del amor y las virtudes humanas. En 2009, el diario The Independent la premió como la  mejor obra de ficción traducida al inglés y en 2011 lo hicieron escritores y editores daneses. A  la fecha, Los Ejércitos se lee en 19 idiomas. El autor es elogiado por la crítica literaria en Europa, EE.UU. y Latinoamérica.

La obsesión irreverente
 
La carroza de Bolívar narra las peripecias del ginecólogo Justo Pastor Proceso López durante los Carnavales de Negros y Blancos de Pasto de 1966. Disfrazado de simio el Dia de los Inocentes previo, para asustar a su mujer y gozarse la fiesta, el protagonista comienza un agitado itinerario de vivencias que evidencia  las veleidades, el adulterio y la displicencia de su esposa, la indiferencia de sus hijas, los aprovechamientos y deslealtades de sus amigos, sus infidelidades y su obsesión investigativa por demostrar que el Libertador Simón Bolívar fue un canalla. Propósito, éste último, que encuentra una imprevista oportunidad en la ira arrebatada del ricachón de la ciudad contra el artesano que construye una carroza para burlarse de su ordinariez.

El trasfondo histórico va de la mano del catedrático Arcaín Chivo, que aburre y duerme a la mayoría de sus alumnos y se gana la tirria de algunos de ellos, de izquierda y miembros de una célula guerrillera, por su constante retahíla antibolivariana -fundamentada en el  lamentable perfil que del Libertador hizo Carlos Marx y en los Estudios sobre la vida de Bolívar, la iracunda y desmesurada semblanza del erudito pastuso José Rafael Sañudo publicada en 1922-, razón por la cual, luego de lograr su expulsión de la universidad, lo someten a una paliza vindicativa.

Antes de que el ricachón  destruya a tiros la carroza, que lleva como motivo su perfil burlesco agigantado, y acabe con la vida del artesano creador, el ginecólogo, al constatar el tremendo parecido de aquél con Bolívar, propone y logra la salomónica solución de variar la figura y su entorno para mostrar la verdad histórica sobre el “hombrecillo”. El grupo de constructores, gracias a la intervención justificadora de la esposa del artesano creador -para quien, en la novela,  Bolívar fue “un gran hijo de puta”- pasa de la negativa, por respeto al Libertador, a la colaboración entusiasmada para ilustrar las andanzas mezquinas del “Napoleón de las retiradas”.

Todos estos personajes y algunos más, retratados al mínimo detalle en su catadura física y humana, se entrecruzan en una trama divertida, dramática, expectante, descrita de manera impecable, con un encadenamiento perfecto pero siempre sorpresivo, no exento de los ineludibles episodios de violencia propios de nuestra realidad.

 Un atrevimiento mortal

De nada sirven las advertencias del profesor, el obispo y el alcalde a Justo Pastor, sobre la provocación y el irrespeto de mostrar al  “Padre de la Patria” en una faceta apocada y ruin,  distinta a la propalada por la historia oficial, en las visitas a su casa en las que aprovechan para burlarse de él con la complicidad de su mujer, a la que el profesor Arcaín corteja en sus narices. Tampoco lo disuade el asalto de advertencia al taller donde se arma la  carroza y el robo de varias piezas o el posterior intento de un grupo de encapuchados de dinamitar el carromato, que al fallar, amenazan con hacerlo en pleno desfile del 6 de enero.

 El Día de los Blancos, sin embargo, el interés del médico por la carroza reveladora se diluye ante sus cuitas adúlteras y las ganas de que su mujer lo quiera. Disfrazado de simio muere jugando en la senda del carnaval, pateado por dos de los estudiantes revoltosos, disfrazados a mitades de asno, que así  castigan  su osadía reaccionaria.

Luego, un poeta humanista, miembro de la célula subversiva –puesto a prueba asesinando a un  policía-, es “ajusticiado” a tiros por sus compañeros por desobedecer las órdenes del comando. En la misión de vigilar a Justo Pastor para ubicar el coche alegórico, tras seguir sus recorridos libidinosos, arrepentido,  le advierte que lo van a matar y fracasa en dar con el sitio donde se “viste” la carroza, para destruirla.

El comandante del ejército, y amante de la mujer del ginecólogo, tampoco logra el propósito de no dejarla exhibir pues, luego de que un destacamento militar la decomisa por orden suya para desbaratarla, los artesanos artífices atacan a los soldados, la rescatan y la esconden  en el fondo de la tierra, “a la espera del carnaval del año que viene”.

 Es la síntesis de una portentosa novela, en la que la maestría narrativa de Evelio nos lleva de la comedia al drama  con generosos recursos del lenguaje, prosa lúcida  y  derroche de creatividad simbólica.

 Bolívar ¿héroe o villano?

Alineado en el  antibolivarismo que profesan aún parte de la sociedad pastusa y algunos monarquistas criollos, insostenible en un análisis histórico amplio, integral, veraz y comprensivo, el autor hace explícito su propósito de  desmitificar a Bolívar, no humanizándolo, al estilo de de El General en su laberinto de García Márquez, sino tratando de disecar una alimaña y exhibir sus purulencias.

 Pasto, es verdad, tiene mucho que lamentar de la presencia del ejército libertador  -e incluso de la República-  tal como se narra en palabras de Sañudo  -a quien el autor  apela como fuente- y en las propias de Rosero, sobre la base de algunos hechos ciertos, como la Navidad Negra de 1822, cuando la ciudad sangró a manos de Sucre por orden de Bolívar. La feroz resistencia del pueblo pastuso a los ejércitos patriotas en nombre del Rey y Dios, que coadyuvó a aplazar por años la emancipación andina, fue castigada con saña, lo que, junto con el abandono oficial posterior, sembró rencor.

 Bolívar como ser humano tuvo defectos y desatinos y sobre  la Independencia caben distintas valoraciones. Pero mucho va de ello a reducir esa colosal obra y su artífice a una sucesión de episodios signados por  el oportunismo, la insania, el crimen  y la mentira, interpretados en forma sesgada con la lente de una moralidad arcaica como la de Sañudo, no obstante su solvencia intelectual. En época de bicentenarios, es hora de tender puente desde las dos orillas.

 No obstante, “para saber si una novela es buena o mala, genial o mediocre - indica Vargas Llosa-, no hace falta saber si fue fiel o infiel al mundo verdadero, si lo reprodujo o lo mintió. Es su intrínseco poder de persuasión, no su valor documental, lo que determina el valor artístico de una ficción”. Valorada en estos términos, La carroza, hipnotiza. 

 Una visión ecuánime de Bolívar y su obra se encuentra en las biografías  de Jhon Lynch y David Bushnell, entre las recientes, y en los puntos de vista de Sergio Elías Ortiz, otro insigne historiador pastuso, en la polémica que sostuvo con Sañudo. Nemesio Rincón, también oriundo de la capital nariñense, en el libro El Libertador Simón Bolívar en la Campaña de Pasto, ganadora del concurso por el centenario de la Batalla de Bomboná, ofrece argumentos y documentos para una apreciación objetiva del resultado y del significado estratégico de ese episodio ridiculizado por Sañudo.

 Pasto y sus fiestas a plenitud

 La carroza de Bolívar es un gran homenaje al Departamento  de  Nariño, a Pasto y su gente, en particular,  que a través de ella  será conocida en todo el mundo con sus barrios, sus calles, sus iglesias, el legado colonial,  y la belleza imponente del volcán Galeras, varias veces nombrado, una de las cuales como Urcunina, montaña de fuego en quechua, vocablo que ha ganado aceptación por leal a los ancestros.

De la mano de Rosero vuelve a Europa el “conejillo de indias”, ahora como provocativo cuy asado que se puede saborear en Catambuco, en las afueras de la ciudad, de camino a la bella Cocha (laguna en quechua) del Guamuez, acompañado con un par de anisados y de postre un quimbolito (envuelto de maíz). De pronto, las menciones a Sandoná, pueblo famoso por sus músicos, los sombreros de paja toquilla y la panela en tapas, ayuden a descifrar los misterios de su nombre, que bien podría tener origen chibcha, quechua o francés.

 El Carnaval de Blancos y Negros, declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, se goza página tras página con toda su carga emotiva y simbólica. Desde el 28 de diciembre, Día de los Inocentes, que en la época de la trama era el día del juego con agua y en el que en la actualidad se rinde culto al arco iris,  al 31 con las calles tomadas por los años viejos. Luego, el carnavalito de los niños, el  3 de enero, la llegada de la Familia Castañeda, el 4, el Día de los Negros -la pintica del 5-, y el 6,  Día de los Blancos, el “polvito” y las carrozas majestuosas.  Aguardiente, serpentina, talco, cosméticos y música. La fiesta en el telón del drama.

Evelio hace sonar  La guaneña una y otra vez y también El miranchurito, El son sureño y Viejo dolor de Luis E. Nieto. Menciona, en homenaje postrero, a Luis “Chato” Guerrero, el gran compositor terrígeno (Cachirí, Jodidos y contentos, y  Agualongo) fallecido en 2011, y al poeta ecológico de América, Aurelio Arturo. Agualongo reaparece como adalid y héroe regional, más que por su defensa de la causa realista, por representar  la dignidad y la valentía de un pueblo. Leyendo La Carroza de Bolívar,  el Carnaval se vive. Pasto se siente.

 

 

martes, 12 de marzo de 2013

El legado de Chávez

Alguna vez, en la tradicional fiesta de fin de año de los periodistas  económicos, tuve la oportunidad de preguntarle al hoy Presidente Santos, sobre el reiterado argumento, en su columna de El Tiempo, de la apropiación del poder respetando las formas por parte del chavismo. Validado con un autor que no recuerdo, afirmaba que se ejercía una dictadura, aunque se respetaba la división de poderes de la democracia liberal. No había espacio para el debate, en medio de una fiesta y con un personaje, pero hay una constatación obvia: el Estado en las democracias occidentales se ha establecido sobre las estructuras formales a través de las cuales  ejercen el poder político  los sectores que dominan en la sociedad. Es un sofisma. Basta estudiar el Frente Nacional, en Colombia, o el Acuerdo de Punto Fijo, causa de la corrupción, la miseria, la expoliación y del sangriento “caracazo” del 89 en Venezuela.

 A raíz de la muerte de Hugo Chávez, el argumento ha sido la cantinela del periodismo ligero que no entiende de formas, sistemas y estructuras, vive del chisme y analiza la vida como se es devoto de una religión. De esa forma se evita profundizar e informar con contenido, o mejor, se divulga la lectura impuesta por los poderes transnacionales y sus socios nativos. Los problemas económicos se plantean, en este caso, como reflejo de un fracaso, mientras que para otros se postulan  como asuntos de coyunturas y acondicionamientos. Según eso, en Venezuela, son resultado del “asistencialismo populista” pero, en otros países, “política social”. En parte, las dificultades de hoy son la consecuencia de un esfuerzo colosal de inversión e inclusión social, cuyas cifras están a la vista, y del respaldo a otras naciones pobres dentro de la misma lógica, como componente de la construcción de un nuevo proyecto político, económico y social embrionario. Es una trampa medir a un país con los índices de libertad económica cuando éste intenta reducir los índices de miseria y progresar en los de desarrollo social, desde una perspectiva alternativa.

 Las paradojas de ese desafío trasformador son contundentes. La emoción del sociólogo marxista Heinz Dieterich, a quien se endilga el concepto de Socialismo del Siglo XXI, calificación más  emotiva que Nuevo Proyecto Histórico, como denominó originalmente la propuesta para actualizar la esencia del proyecto socialista marxista, se tornó en lacónico distanciamiento cuando advirtió que Chávez, si bien visibilizaba a los pobres y marginados como nuevo sujeto histórico, no iba a implantar la economía por equivalencias y  la democracia popular directa, en una coyuntura que apenas le permitía iniciar por la vía de la democracia electoralista las condiciones de los cambios. Con esa meta se impuso en 17 contiendas electorales de diverso tipo y salió derrotado en un referéndum que le habría garantizado avances significativos en el desarrollo del proceso. En tan poco tiempo sobreviven las estructuras tradicionales, el modelo económico, salvo el viraje a lo social, se ha afectado más por la reacción temerosa de los acaudalados que por la política oficial; y, socialmente, hay demasiadas disfuncionalidades asociadas al delito. Chávez era un líder, un estratega, un guerrero, un idealista pero no un iluso.

 Basta con revisar cómo, después de generar al interior del ejército el descontento y formar los cuadros rebeldes, fracasada la rebelión militar que lo llevó a la derrota -“Por ahora”-, nucleó parte de la movilización antisistema en el MRB 200 y definió el cambio de Constitución como objetivo fundante, aglutinó el descontento y se posicionó electoralmente con el Movimiento V República,  logró la primera victoria en un frente amplio con el Polo Patriótico en el 98,  y luego consolidó el Partido Socialista Unido de la Revolución Bolivariana como fuerza política para imponer las transformaciones.

 Siglas y conceptos políticos inasibles por una masa hastiada y descontenta, en la cual caló, aparte de ser un mestizo igual,  al traducirle el significado de la dignidad apelando a lo más sentido de su cultura, su lenguaje amistoso de compadre y de insultos en la ira -políticamente incorrecto en el escenario internacional, según los doctos en protocolo-, su geografía, su historia y valores patrios, entre ellos un redimensionamiento de Simón Bolívar en el discurso de soberanía, unidad latinoamericana y compromiso  con los pobres. Para el caso su histrionismo era pedagógico. Otros lo califican como la farsa del caudillo  y al pueblo venezolano como una turba ignorante.

Para darle base económica al proyecto social, reorientó la industria petrolera y las relaciones internacionales.  Con esa  misma claridad y capacidad se movió en el ámbito latinoamericano y caribeño en pos de la  trascendencia histórica y regional de la “Revolución Bolivariana”. Más que retaguardia para poder existir -blindaje a su ego, dicen algunos analistas- lo que buscó fue expandir y consolidar las bases de ese proceso en el continente. En medio de la debacle neoliberal, respaldó los liderazgos surgidos de las luchas de los movimientos sociales, que poco a poco fueron accediendo al poder ante la imposibilidad de los sectores dominantes y los ejércitos de contener las demandas de cambio y justicia social. Impulsó Telesur con los rostros y las historias de los excluidos por la dictadura mediática. Enterró la neoliberal Alianza de Libre Comercio de la Américas -Alca- y con ideales solidarios promovió y concretó el Alba y Petrocaribe y, trascendiendo las diferencias,  la integración regional sin tutelaje, tarea que redondeó con su inspiración y apoyo a Unasur y la Celac, asegurándose de que allí no faltara Cuba. La Patria unida que Bolívar soñó y que hoy, pragmáticamente, es la respuesta de la región en el escenario de la globalización.

 En  sus simpatías  estaba la guerrilla colombiana. No hay porque negarlo. Tampoco lo que ha sido nuestra historia de sangre e iniquidad desde la muerte de Gaitán, que cualquier latinoamericano inquieto conoce y por la que sin dificultad toma partido desde sus convicciones. En las negociaciones de Pastrana con las Farc en el Caguán, las vio triunfantes; necesarias durante el gobierno de Uribe, -quien le tendió varias celadas, según él mismo reconoce en “La audacia del poder”-, pero cuando los designios mayores del futuro de la Patria Grande lo exigieron, durante el gobierno de Santos, las espoleó hacia la negociación y su compromiso con la paz fue definitivo. Por qué negarse a intentar asumir el poder por las vías institucionales, si se ha demostrado que es posible, y viable, debió ser la reflexión que lo llevó a esa determinación irreversible. Por eso un cambio lleno de venganzas al otro lado de la frontera, nos alargaría los estragos de la guerra.

 Los ensayos y reportajes periodísticos recientes sobre los cambios acontecidos en América Latina en la última década, por parecer críticos y neutrales, son indiferentes ante las diferencias, recorren la superficie y se refunden en apariencias. Redundan en los defectos de los liderazgos y en la supuesta insignificancia, superficialidad o poca novedad de los cambios. Los políticos, columnistas,  y editorialistas opositores diluyen cualquier argumentación con la descalificación de populismo o comparando modelos distintos a partir de sus parámetros. Pero no hay lugar a dudas. La “marea roja” que acompañó nostálgica, agradecida y digna a Chávez por las calles de Caracas es la reivindicación popular de la historia reciente de Venezuela con sus cambios, y la presencia oficial de Jefes de Estado y de Gobierno, delegaciones y diplomáticos del mundo entero en las honras fúnebres, el reconocimiento de un líder, de un gobernante, de un legado y de una realidad. La constatación de que con Chávez, Venezuela cambió, como cambió Latinoamérica.

sábado, 9 de marzo de 2013

Los abriles de Pizarro

¡Nos robaron! gritó indignada doña Alicia, de visita en la casa de mi familia ese 19 de abril de 1970, para seguir las elecciones pegados a una radiola Zenith, cuando al entrar la noche las emisoras dejaron de informar sobre los resultados de la votación para elegir Presidente de la República. Al otro día, los periódicos confirmaron la trampa: en los cómputos de la Registraduría ganó el conservador Misaél Pastrana, en el corazón de millones de colombianos “mi General” Rojas Pinilla. A la gente no le importaba que la “gran prensa” le restregara los meses anteriores, que, Rojas, al que la dirigencia conservadora y liberal acogió con entusiasmo en 1953 como el salvador de la patria, ante la horrenda hemorragia que habían desatado y no podían parar tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, y echó a las patadas en el 57 cuando se les quiso quedar, había sido un corrupto y execrable dictador. Le bastaba recordar, la leche y las mogollas que Sendas repartía en los pueblos, que había inaugurado la televisión, que había hecho el aeropuerto Eldorado, y decía que “la oligarquía le tenía miedo” porque iba a gobernar para el pueblo. El Presidente Lleras mandó a todo el mundo a dormir temprano. Rojas se refugió en su casa y la gente se cansó de gritar ¡fraude! Parecía que no había pasado nada. Según la costumbre del poder en Colombia, un estadista como Lleras no hace trampa y si la hace se le disimula.

Parecía. Porque con esa fecha triste se bautizó una guerrilla populista y nacionalista que sumó gente del ala de izquierda de la Anapo, partido del General, cristianos radicalizados, disidentes de las FARC y exmilitantes comunistas, identificados en que a su proyecto de toma del poder por la vía de las armas había que ponerle pueblo y acelerador para instaurar un “socialismo a la colombiana”. El Movimiento 19 de Abril, tras esporádicas y espectaculares actuaciones, se convirtió en el dolor de cabeza del gobierno del liberal Turbay Ayala, quien le dio licencia a las Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y organismos de investigación judicial, para que le pusieran su “tatequieto” a los subversivos, cruzada en la cual se ensañaron con todo aquel que hablara de derechos humanos o cambio social. Sin embargo, el “eme” se metió en el alma popular y crecía imparable. El gobierno de Don Belisario Betancur tuvo que “cogerle la caña” al audaz comandante general del M-19, Jaime Bateman, de indultar a los presos políticos y amnistiar a los combatientes e iniciar negociaciones para pactar reformas políticas, económicas y sociales, propuesta a la que se acogieron otras agrupaciones insurgentes.

Pero Colombia estaba viche para ese tipo de acuerdos. Belisario quiso quitarle a la guerrilla las banderas y la guerrilla conejeó al gobierno al hacer de la tregua un espacio táctico para escalar la guerra. El Presidente había anunciado en la posesión que en su gobierno “no se derramaría una sola gota más de sangre colombiana” y al finalizar parecía cierto porque el país quedó anémico por el desangre, pues con ese cuerpo famélico se ensañaron guerrillas, militares, sicarios del floreciente narcotráfico, y las reactivadas autodefensas al servicio de la contrainsurgencia que, luego de expandirse y estructurarse a nivel nacional, financiadas por mafiosos y hacendados con el beneplácito de políticos ultraderechistas y estamentos militares, fueron identificadas como grupos paramilitares. La Unión Patriótica, movimiento político surgido de los acuerdos con las Farc, perdió más de 3 mil militantes a manos de sicarios. Diezmados por los golpes militares y presionados por los cambios geopolíticos de finales de los 80, algunos de los grupos insurgentes optaron por la desmovilización negociada que ofreció en 1986 el liberal Virgilio Barco y proseguiría César Gaviria.

En el Departamento del Cauca, en la verede de Santo Domingo, a donde se llegaba y se sigue llegando por carreteras destapadas que serpentean la cordillera, los vientos estremecen y el frío se nota en los rostros cuarteados, durante meses se instaló el campamento donde se concentró el M-19 para las negociaciones. Allí visité a Carlos Pizarro León-Gómez, comandante general de esa organización, para una entrevista y luego regresé un par de veces acompañando a Rafael Pardo Rueda, director del Plan Nacional de Rehabilitación y los demás miembros del equipo negociador del gobierno. No es sino revisar las primeras fotos de los encuentros de Pizarro y Pardo para advertir que iba a pasar algo como efectivamente pasó a comienzos del 89 con la firma de los acuerdos que llevaron a la desmovilización definitiva del M-19, acuerdos que supo honrar y defender aún cuando la nefasta clase política tradicional intentó trampear para dejar sin base los compromisos, condicionando el trámite legislativo de algunos de los asuntos a que le dejaran colar arreglos a favor de la mafia. Lo de siempre.

Sonrisa cálida, mirada altiva, buenas maneras aprendidas en cuna aristocrática, atractivo y encantador para las mujeres, simpático y cordial con los hombres, pensando siempre en perspectiva, soñador, enigmático y magnético, una forma de hablar muy particular con énfasis al final de las palabras que se volvió moda, como el sombrero blanco que llevó durante sus últimos años en la montaña, y una prosa recursiva y emotiva, era difícil entender cómo ese joven estudiante de la Universidad Javeriana, hijo de militar y amigo de los ricos de Bogotá y Cali, fue a parar a la Juventud Comunista, a las Farc y después al M-19 y quiso hacer realidad su ideal de cambio, justicia y democracia a través de la lucha armada.

Pero así como fue intransigente en su determinación insurgente también fue terco en imponer contra la oposición de muchos su decisión de acordar la desmovilización. Determinado el contenido del pacto, llegó con su gente a Tacueyó y en un acto solemne pronunció unas palabras, desenvolvió su revólver, envuelto en la bandera tricolor, y lo tiró al arrume de armas que habían hecho sus compañeros, ante el llanto incontenible de Vera Grabe. Luego viajó a Bogotá, llegó al palacio presidencial y estampó su firma en el documento junto a la del Presidente de la República para renunciar a las armas a cambio de reformas y seguir en le lucha política por los canales institucionales.

Unos meses después, estuvo en el Museo del Chicó para la presentación de un libro compilado por Jesús Antonio Bejarano, asesor de Pardo, asesinado unos años mas tarde. Vestía una camisa de seda blanca de cuello redondo que le daba un aura especial. Estaba muy contento con la sorpresiva votación que había obtenido como candidato a la Alcaldía de Bogotá, inscrito a última hora, y con la simpatía que comenzaba a despertar su candidatura presidencial, aunque se le notaba la preocupación por el riesgo inminente de un atentado en su contra, más aún cuando semanas atrás habían asesinado al carismático candidato de la UP, Bernardo Jaramillo.

De las cenizas del colosal error que constituyó la toma y la monstruosidad de la retoma del Palacio de Justicia y en medio de la racha de terror desatada por el narcotráfico y el paramilitarismo, la terca izquierda convergía y se insinuaba posibilidad de cambio. La tensión no le impidió a Pizarro contarnos, en medio de risas, el episodio reciente en la Universidad Nacional, donde se había bajado de la tarima en la Plaza Che Guevara, arremangándose la camisa para desafiar a  unos saboteadores que le gritaban traidor. Se retiró del evento en el museo,  luego de una copa de vino porque al día siguiente debía viajar temprano a Barranquilla en desarrollo de la campaña.

El 26 de abril de 1990, alertado por el alboroto y los murmullos recorrí a prisa los pasillos del edificio donde funcionaba el Plan Nacional de Rehabilitación y entré a las oficinas de la Consejería Presidencial para la Paz. Allí imperaba un ambiente de desazón y la mala noticia se advertía. ¿Qué pasó? Le pregunté a Ricardo Santamaría, asesor de Pardo, y enjugándose el llanto me contestó: ¡Lo mataron! En la confusión y la tristeza regresó a mi mente la imagen del día anterior, la camisa blanca de Pizarro. Un sicario lo acribilló en pleno vuelo y la escolta oficial del DAS a su servicio ultimó al asesino para sepultar cualquier confesión que pudiera llevar a los responsables: la alianza de narcotraficantes, paramilitares y el organismo de seguridad estatal, que ensangrentó al país en esos años en desarrollo de un plan de exterminio de la izquierda en auge y de cuyas andanzas criminales dan cuenta todavía hechos recientes.

Miles de personas fueron a darle el adiós al Capitolio Nacional donde fue velado. La marcha fúnebre lo acompañó a la Quinta de Bolívar para hacerle un homenaje en la casa que habitó el Libertador, su personaje más admirado. La muchedumbre lo llevó por la Avenida calle 26 hasta el Cementerio Central, donde, dicen algunos, que lo escuchan y que hace milagros. Para dar fé del compromiso del “eme”, Antonio Navarro siguió la campaña con el lema ¡Palabra que sí!

En la Constitución de 1991, hija de la reacción del país bueno contra el exterminio y por sus derechos, quedaron plasmadas algunas de las ideas que motivaron su lucha.

Cuatro fechas de abril marcaron la vida de Pizarro: la del asesinato de Gaitán, la del accidente que la causó la muerte a Bateman, la de un fraude y la de su asesinato. En Colombia, formas históricas de truncarle los sueños a la gente.

sábado, 2 de marzo de 2013

Cosas de signos: Entre las basuras y el Bronx


Desconcertante la columna Los signos de Petro (El Tiempo, 22.2.13) del semiólogo Armando Silva, de quien por su procedencia y antecedentes intelectuales se esperan argumentos menos tendenciosos. Pesca una cita en una declaración del Alcalde Gustavo Petro, “la enseñanza no es un asunto de ladrillos, sino de educación", para afirmar, tras una lista de imprecisiones o sentencias anticipadas sobre obras fracasadas, que “Tales afirmaciones proyectan un alcalde poco preocupado por la estética, con una mirada en que la belleza no les pertenece a los pobres.”

Y, parapetado en su abusiva interpretación, converge en la retahíla deslegitimadora : “(Cuando) va emergiendo su proyecto urbano, que desconoce las formas, por darles salida a confrontaciones, entonces aparecen claves. El mayor símbolo de ruina lo han constituido las basuras, pues a su espectáculo visual ha de agregarse que los residuos, tanto de cuerpo como de la ciudad, representan lo que produce más asco y rechazo social, conexiones atávicas con el caos y temores de muerte. Decir que se trataba de hacernos ver las inmundicias que producimos suena a chiste funerario.”

O sea que no se trató del impasse transitorio resultado de la apuesta por la desprivatización de un servicio, cuya prestación por la empresa privada constituye uno de los más descarados abusos, según la Contraloría General de la República, sino  de las ganas de Petro de compartir sus malas maneras y desafiar con su mal gusto. Aparte del absurdo de que la imagen de las basuras es autónoma de la situación que llevó a su exhibición  -la hiperrealidad en su faceta obsena (Braudillard). Y, a propósito, Silva reivindica del “materialismo soviético”, vía izquierda del 68, que “para resolver el problema político se debe pasar por lo estético, puesto "que es la belleza la que lleva a la libertad". Asunto que para el pueblo soviético fue un engaño y para los nazis una obsesión criminal.

Algo distinto a la afirmación que comparto de que  “La cultura estética presupone una revolución en las formas de percepción y sentimiento; la belleza no es un adorno ni un asunto pasajero o de una clase, sino que atraviesa la sensibilidad ciudadana. Dotar al pueblo de una conciencia de liberación por darle forma digna y apreciable a su quehacer ha de ser una preocupación política.”

Desde esa perspectiva deberíamos mirar la suspensión de las corridas de toros, el reemplazo de la tracción animal, la formalización del reciclaje, la peatonalización de la 7ª., demorada y ahora fea, pero apropiada masivamente por una caravana humana diversa y multicolor; la Secretaría de la Mujer, los Camad, la incorporación de la comunidad LGBTI , la reducción significativa de homicidios, y, particularmente, el plan recuperación de la calle del Bronx, escenario de la degradación humana, “ otro símbolo de ruina que produce asco y rechazo social”, que se quiere dignificar y  recuperar, a través de la Secretaría de Integración Social, tras décadas de abandono, al lado de un bastión militar y una central policial: elocuente muestra de las amenazas simbólicas de un sistema que Silva propone superar pintando pajaritos en el aire.

Para no pasar del todo al otro lado, Silva hace un reconocimiento contradictorio. “A decir verdad, Petro tiene (¿tenía?) las condiciones para protagonizar una emancipación de lo popular. Similar a lo que hace el arte público de hoy, producir objetos, relacionarlos para que emerjan nuevas fuerzas que hagan una urbe más justa, creativa, segura de sí. Ejemplo positivo de lo dicho puede darse en el Canal Capital, que concibe nuevas fachas, otras maneras de crear opinión, provocaciones, como un programa dedicado al orgasmo, para que sea un logro de libertad y no una vergüenza.”

Estamos de acuerdo. Pero el ejemplo es engañoso. El Canal Capital pertenece al Distrito y la Administración lo maneja autónomamente, aunque no ha faltado el arrebato de algún cavernario. No implica replantear el modelo de gestión ni la participación pública, caso en el que surgiría necesariamente la confrontación de intereses. Salvo esa  claridad, hay que señalar que la política editorial de Hollman Morris (orientada y compartida por Gustavo Petro), más allá de “fachas, otras maneras de crear opinión y provocaciones”, prioriza la inclusión de poblaciones tradicionalmente excluidas y discriminadas y visibiliza de forma valiente y comprometida una realidad por décadas ocultada, ignorada o despreciada por la mayoría de los colombianos: la de las víctimas del conflicto económico, social y militar. Las de Pablo Escobar le merecieron un justo CPB. Es una isla de verdad en el mar del ocultamiento y de la excepcionalidad mediática.

La conclusión del semiólogo, que no necesitaba de tanta vuelta para manifestar su posición política, es que Petro resultó un pésimo administrador. Y también estoy de acuerdo, administrar es manejar con idoneidad lo que se recibe. Petro lo que quiere es cambiar. Silva ignora convenientemente o no se ha dado cuenta de eso,  y lo que cuesta. Precondición de la belleza es  la dignidad. Lo demás es lo mismo de siempre: la belleza del 1,2,3 de CM&, rostros al servicio de la paga.