lunes, 20 de junio de 2011

“Toño”, la penitencia por tu muerte será eterna (Periodismo en años aciagos V)

En el encuentro del tinto mañanero, Héctor se veía muy preocupado. Entre sorbos y angustia comentó que algo muy raro estaba pasando. En un hecho que no era costumbre, Antonio Hernández Niño, el “todero” de nuestra revista Solidaridad (escribía reflexiones, empacaba y entregaba revistas, organizaba eventos), no había pasado la noche en su casa y a la media mañana aún no se sabía nada sobre su paradero. Presentía lo peor. Al medio día, después de muchas averiguaciones, hubo una señal tenebrosa: a la salida de Bogotá, hacia el norte, la policía encontró el cadáver de un hombre abaleado cuya descripción correspondía a los rasgos físicos de Antonio. Se fue para allá y un par de horas después, desde algún teléfono público, con voz pausada, me dio una razón que me produjo rabia y escalofrío: - Es “Toño”.

Solidaridad y Colombia hoy -con la que yo también colaboraba- en ese momento eran las únicas publicaciones de izquierda independientes, con alguna presencia nacional, después de la desaparición de Alternativa, la revista que hicieran, entre otros, los mas recientes directores del periódico El Tiempo, Enrique Santos -hermano del actual presidente del país y primo del anterior vicepresidente- y Roberto Pombo, ahora al mando. Surgió del empeño de Héctor Torres, sociólogo y teólogo de Paris y Lovaina, por fortalecer, mediante un medio de información y formación, las comunidades eclesiales de base, agrupaciones en las que la Teología de la Liberación fincó la posibilidad de encarnar el mensaje de Jesús visto con ojos de pueblo y redención, y el quehacer de los sacerdotes y religiosas militantes de la iglesia de los pobres.

Antonio fue uno de esos tantos muchachos que encontraron en la convocatoria vívida y sincera para un laicismo de compromiso, una opción válida y honesta para sus vidas. Con su afecto, sinceridad y mensaje, Héctor le puso razón o interrogante a la vida de muchos de nosotros. Alguna vez, oyéndome lamentar que no tenía donde decir tantas cosas de aquí y allá que me agobiaban, no dudó en invitarme a trabajar con Solidaridad, ese manifiesto de vida que salía mes a mes gracias a un grupo de cristianos que se querían y a su sueño de pan compartido. Cuando por las gestiones de apoyo internacional de Héctor, Solidaridad creció un poco, llamó a Antonio, con quien compartimos durante varios meses. Era inteligente, vivaz, activo, comprometido en labores organizativas y protestas.

La visita de Juan Pablo II, segundo Papa que pisaba estas tierras, en 1986, puso a todas las tendencias de la iglesia católica a pensar cómo aprovechar la ocasión para dar el mensaje: la jerarquía: protocolo; los cristianos de base: denuncia. Éstos querían que se escuchara su visión crítica del país que no era la metáfora del presidente Belisario. “Toño” andaba en los preparativos de esas actividades. La militancia de la guerrilla del M-19 también tenía sus planes.

Según testimonio de José Cuesta Novoa, para entonces comandante regional del M-19 en Bogotá, en su libro ¿A dónde van los desaparecidos?, publicado por Editorial Intermedio de la Casa Editorial El Tiempo, su organización había determinado inmiscuirse en las actividades programadas por los grupos cristianos durante la visita papal y amplificar la denuncia sobre la situación del país. Por esa circunstancia, Guillermo Marín y él participarían en una reunión programada en la sede de la JTC, en el centro de la ciudad, el 8 de abril de 1986.

Asistió Marín. Cuesta llegó tarde, tras toparse y eludir en los alrededores a un suboficial de inteligencia del funesto Batallón Charry Solano, que tiempo atrás había sido descubierto infiltrado en el M-19, y varios agentes más. El hecho lo ofuscó de tal manera que su presencia en la reunión pasó inadvertida pues todo el rato estuvo divagando en soliloquio sobre lo que estaría tramando el tal “Lucas” -suboficial Bernardo Garzón, también comprometido, entre otros, en el asesinato de Oscar William Calvo, delegado del EPL en las negociaciones de paz del gobierno de Betancur. En la reunión, Antonio fue muy vehemente y locuaz para defender la necesidad de denunciar, ante el mundo, a través del Papa, la realidad nacional. Lo sucedido en la reunión confundió a los esbirros.

Luego de despedirse y seguir cada cual por su lado, Marín y “Toño” fueron interceptados. Marín apareció encostalado, torturado y acribillado en el nororiente de la ciudad, sobrevivió y fue sacado del país. A “Toño”, flagelado, impotente, angustiado, aterrorizado, suplicante, de rodillas, le descargaron un tiro en la frente y lo botaron en el norte, en la vía a Tunja.

En enero de 1991, el suboficial Bernardo Garzón le confesó a la Procuraduría que el General Iván Ramírez -hoy preso y procesado por las desapariciones en la masacre del Palacio de Justicia en 1985 y entonces jefe de inteligencia de la Brigada XX- les había ordenado matar a Cuesta y Marín. Tras interceptar a Marín y a “Toño” por Cuesta, le requirieron qué hacer: - “Despidan a los pacientes y bótenlos por separado”, dice Garzón que respondió. Durante años Garzón ha ido y venido reafirmándose y desdiciéndose a conveniencia. En el caso de Marín ya fueron condenados dos ex-agentes.

Los amigos de “Toño” no podíamos creerlo, recordando las risas de apenas unas horas atrás. Yolanda -hoy merecidamente codirectora de una cadena noticiosa tras una carrera exitosa-, con quien tenía alguna cercanía afectiva, conmovía, pensativa y afligida en un rincón. Tanta tristeza no cabía en aquél salón. La hipótesis de José Cuesta es que los asesinos se equivocaron y que la víctima iba a ser él. Como quiera que haya sido, a “Toño”, en plena cosecha, miserablemente le segaron la vida, en otra trama absurda y perversa de la tragedia colombiana.

Desde las páginas de Solidaridad, durante la década de los 80, como desde Utopías -otra hazaña periodística de Héctor-, en el decenio final del siglo XX, fuimos testigos y narramos el horrendo desangre que la alianza derechista terrateniente narco-paramilitar le causó al país y las luchas de los de abajo por sus vidas y por un lugar digno en la sociedad. En una evaluación contratada por una organización católica de cooperación europea para fundamentar su respaldo a Solidaridad, Javier Darío Restrepo, la calificó como “valiente y veraz”.

Lamentable que connotados periodistas directores de medios se lamenten que no vieron o no advirtieron lo que pasaba y lo que podía venir, como lo afirman en Casi toda la verdad, el pretencioso libro de María Isabel Rueda, al hablar del paramilitarismo y la parapolítica. Tal “descuido” tal vez se explique porque, como producto del mea culpa por la fascinación guerrillera de los 80, se hizo eco sumiso de la verdad oficial, reproduciendo “propaganda negra” de mandos castrenses que enceguecidos en la lucha contrainsurgente se aliaron con el diablo para hacer de Colombia un infierno; avalando estereotipos o poniendo toda denuncia en cuestión. Cuando se pellizcaron, como dijo Brecht, era demasiado tarde. El periodismo de los grandes medios ha tenido solidaridad de cuerpo con el establecimiento, salvo contadas excepciones, se ha conformado con dejar constancia y dar condolencias.

De la preocupación por el papel del periodismo en un país en conflicto, la necesidad de un ejercicio profesional fundamentado y contextualizado, ético, con responsabilidad social, y el compromiso de contribuir en la construcción de la convivencia, por iniciativa de Gloria de Castro, Germán Castro Caycedo Guillermo González, Héctor Fabio Cardona, Constanza Viera, Arturo Guerrero, Myriam Bautista, entre muchos otros, en 1998, fundamos Medios para la Paz.

Ligia, por donde pasas dejas huella (Periodismo en años aciagos IV)

Preocupados por las violaciones a los derechos humanos y los asesinatos de periodistas, varios artistas, liderados por el nunca bien lamentado Jorge Emilio Salazar, convocaron, en septiembre de 1986, a una reunión para promover un grupo de trabajo, denunciar la situación y exigir protección. Entre los asistentes me impactó la vehemencia, positivismo y compromiso de una mujer de baja estatura, ojos claros y vivaces y hablar rápido y directo. Desde entonces, con Ligia Riveros sellamos una amistad que, como el acero, se fue templando con el tiempo.

Por su sensibilidad y calidez había hecho carrera dándole un giro al periodismo de farándula. De su pasión y romanticismo salió Te quiero y que (“Te quiero y qué, te amo y qué, que lo sepa todo el mundo, que me envidien”), la balada que fue un éxito en la voz de la barranquillera Ximena. Pero su alma de cronista y el compromiso social le pidieron a gritos enfrentar la realidad del país de a pie que no se ve en los escenarios del espectáculo. Siempre audaz, fue de los primeros periodistas en asumir roles para penetrar y mostrar realidades que dejaban pasmados a los lectores. Vivió como reclusa en La Modelo para narrar el drama de las condenadas. Según la necesidad, fue monja, ciclista, torera o enfermera. En Cromos, hizo gala de un estilo inigualable que la convirtió en pionera del periodismo literario y social y en una de las mejores, sino la mejor, cronista del país.

No escribía como el que no quiere ver. Siempre develaba. Todavía hacen roña sus artículos sobre la corrupción, la politiquería, la pobreza y la violencia contra los desposeídos. En 1985, el Círculo de Periodistas de Bogotá le entregó una condecoración al valor por la crónica “32 hombres armados contra un niño maniatado”, en la que, luego de una travesía por trochas y montañas, de eludir persecutores y tragarse miedos, desenterrar cadáveres y contener el llanto, en compañía del fotógrafo Fabio Serrano, reveló una de las primeras masacres cometidas en Colombia, en Remedios, Antioquia. Con igual coraje y compromiso escribió en Cromos la crónica El que tortura la paga”, en la que narró el vía crucis de la médica Olga López de Roldán, torturada por el ejército, su vindicación jurídica por el Consejo de Estado que ordenó resarcirla económicamente y evidenció la práctica de vejaciones y violaciones a los derechos humanos. La calidad literaria e investigativa del texto la hizo merecedora del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 1986.

Un artículo suyo, publicado 15 días después del asesinato por la mafia de Rodrigo Lara Bonilla, el Ministro de Justicia del Gobierno Betancur (15 de abril de 1984), denunció que una de las preocupaciones de Lara era el hallazgo de una avioneta de propiedad de Alberto Uribe Sierra -padre del expresidente Álvaro Uribe Vélez- en la base coquera de Tranquilandia. La nota, traída al día en 2007 por Fernando Garavito en el libro El Señor de las Sombras y luego referencia del Miami Herald reviviendo el asunto, llevó a Rodrigo Lara, hijo, a renunciar al cargo de zar anticorrupción del gobierno de Uribe.

En medio de un país que se hundía, la insurgencia ganó simpatías y espacios mediáticos y la reacción de ultraderecha activó sus espadas. A Ligia no le perdonaron sus denuncias valientes ni que el M-19 la privilegiara en sus contactos. Compartía el sueño de justicia de Jaime Bateman, Pizarro y la “Chiqui” Londoño, pero su corazón no justificaría jamás un asesinato ni un atropello. Durante el proceso de paz que adelantó Betancur, fue incesante su trabajo periodístico desde campamentos, trincheras, y combates. Ella, como muchos de nosotros, vibraba con la pasión del periodista que asistía al suceso histórico de la paz con justicia y democracia para Colombia. ¡Que desconsuelo! Desconocía que, para el poder oculto, era “una comunista más”, hasta que su nombre, junto con el de varios políticos, intelectuales, artistas y activistas sociales apareció en la lista de amenazas de la autodenominada Triple A: se van o se mueren. Héctor Abad Gómez fue la primera víctima.

El 17 de diciembre de de 1986, un sicario del narcotraficante Pablo Escobar acribilló al director de El Espectador, Guillermo Cano. Desesperada, Ligia me dijo: -¡Hay que hacer algo! Con su rápida convocatorio juntamos 50 firmas de periodistas de todos los niveles (estudiantes, reporteros “cargaladrillos”, afamados columnistas, directores de medios), para repudiar el crimen y lanzar el Colectivo de periodistas por la vida. El 9 de febrero de 1987, Día Nacional del Periodista, con el apoyo de todas las agremiaciones de periodistas y trabajadores de la prensa realizamos el “Foro por los Derechos Humanos y la Libertad de Prensa Guillermo Cano”. Con un amplio criterio, Ligia nos convenció de invitar a Álvaro Gómez Hurtado y al ex-general Fernando Landazábal, representantes de la derecha después asesinados por móviles aún no esclarecidos. También participó Fernando, uno de los hijos huérfanos de Cano y el Procurador General, Carlos Mauro Hoyos, quien luego sería asesinado por orden de Pablo Escobar. El evento fue un éxito pero apenas un titilar en la horrible noche que se vivía y se siguió viviendo.

Las amenazas contra su vida no cesaron. La solidaridad de muchos no lograba calmar su ansiedad y el temor por ella y su familia. Cada encuentro era un doloroso momento para consolar sus lágrimas y amainar su duelo. No obstante, su inicial resistencia, aceptó una salida muy a la mano: ella y sus hijas tienen nacionalidad española por su esposo y padre. Hace 22 años, Ligia Riveros abandonó el país y, salvo dos visitas fugaces, la chirimoya y las empanaditas son un añorado sabor que se diluye con el tiempo. Rehizo su vida profesional y su familia se adaptó con éxito al país adoptivo porque del natal los sacaron a la fuerza. Colombia volvió a oír de ella cuando su hija Ligia Jazmín, médica de gran sensibilidad social, resultó ilesa en un fatal accidente aéreo en 2009.

Hablamos largamente por teléfono de cuando en cuando. Fue muy doloroso comunicarle la muerte de tantos amigos en común: el asesinato aún impune del abogado penalista Eduardo Umaña Mendoza, la muerte súbita de la abogada laboralista Paulina Ruiz, el deceso de Apolinar Díaz Callejas, el accidente que le quitó la vida el año pasado a su maestro y entrañable amigo Fernando Garavito, quien le dedicó un capítulo a su parábola vital en el libro País que duele.

En noviembre de de 2001, la llamada de Ligia Fernando, otra de sus hijas, en la madrugada, me anunció una sorpresa muy grata. En el canal Antena 3, donde Ligia trabajaba, querían hacerle un reconocimiento y determinaron que su historia iría bien en un programa de reencuentros que tenía alta sintonía. Consultadas por el canal, las Palomino Riveros habían coincidido en mí como la persona a quien su mamá querría volver a ver. A comienzos de diciembre, luego de tres días de andar cauteloso por Madrid para no estropear el encuentro, en los estudios del canal llegó la hora. En vivo y en directo, Ligia contaba emocionada apartes de su vida. De repente, con voz entrecortada, respondió por qué había tenido que salir de Colombia. Entonces la presentadora le preguntó: -¿a quién recuerdas de esos momentos tristes? Ligia con cariño me describió como “un chico que al saberme en riesgo se volvió mi sombra”. Le anunciaron mi presencia. Buscó alrededor con la mirada vidriosa. Nos encontramos en un abrazo que había vivido por años en los recuerdos. Con los ojos llorosos apenas le susurré a la entrevistadora: - La extrañamos. Nos hace mucha falta.

Han pasado muchos años desde que Ligia Riveros salió del país, pero su huella en el periodismo colombiano está muy fresca y bien marcada.

La risa de Silvia retumba en Cimitarra (Periodismo en años aciagos III)

Cuando Ramón Jimeno se inventó el semanario Zona de regreso al país después de enriquecedoras experiencias en el exterior, no me aguanté las ganas de buscarlo y pedirle que me diera un lugar en esa atrayente aventura. Poco a poco, puliéndome y “neutralizando” mis artículos y entrevistas me abrió espacio. Desafortunadamente, la empresa, saludada con mucha expectativa en el medio, duro muy poco.

La campaña de expectativa, al estilo de la propaganda clandestina de la izquierda, prendió alertas. Su contenido crítico y de denuncia cerró puertas. La distribuidora, por precaución, la dejaba arrumada en la bodega. Pero los pocos números que vieron la luz trajeron sorpresas. El estilo moderno de periodismo que le imprimió Jimeno, algunas “chivas” investigativas sobre corrupción y la publicación de testimonios y documentos desconocidos, tuvieron impacto.

Publicó un documento desclasificado que evidenciaba el envío de armas por los EE.UU. a Ospina Pérez para que conjurara la revuelta desatada por el asesinato de Gaitán el 9 de abril; el testimonio que revelaba la estrategia diseñada por Carlos Pizarro, comandante del M-19, para tomarse militarmente nada menos que Cali -su gran obsesión-; el no menos alucinante relato de cómo, años antes, llevaron un avión, repleto de armas, desde la Guajira para acuatizarlo en el río Orteguaza, en las selvas del Caquetá, y los primeros hallazgos de su investigación sobre la masacre del Palacio de Justicia.

Éramos pocos en un gran salón sin divisiones en el que funcionaban la redacción, la diagramación y la administración. Allí compartimos unas cuantas veces, en consejo de redacción, con Silvia Margarita Duzán. La mujer “Pila” y valiente, apasionada por las historia de barrio bajo, de las pandillas y la música desafiante de los marginales. En un espacio así, su risa era más notoria y la prodigaba con gusto. Como aquella vez que me sorprendió coqueteándole a una de las asistentes y se soltó a corear la canción del Grupo Niche “esto me huele a matrimonio”, en medio de las carcajadas de todos y mi sonrojo. Después del cierre de Zona no supe de ella por unos meses.

Hasta el 26 de febrero de 1990. En la noche de ese día, en Cimitarra, Santander, Silvia departía con Josué Vargas, Miguel Ángel Barajas y Saúl Castañeda, directivos de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, quienes la apoyaban para realizar un documental sobre cultivos ilícitos para la BBC, cuando fueron abordados y asesinados por miembros de los grupos paramilitares que, en complicidad con el ejército y la policía, terratenientes y capos del narcotráfico, anegaron en sangre el Magdalena Medio para “limpiarlo de comunistas”.

La ATCC se había ganado el aprecio de muchos pacifistas y demócratas del país y del exterior por rechazar la violencia de cualquier origen y exigir que los dejaran adelantar con tranquilidad sus proyectos económicos y de vida. El Plan Nacional de Rehabilitación los respaldaba en alguna iniciativa, por lo que desde la oficina de prensa tuve la oportunidad de dialogar con sus directivos y hacer notas periodísticas sobre su empeño. Eran unos campesinos dignos y frenteros.

A veinte años de los sucesos, María Jimena Duzán, periodista y columnista brillante, valerosa, aguda, incisiva (leer en Semana por qué los colombianos no protestamos o la crítica a la conveniente neutralidad de los políticos jóvenes), a quien la violencia también puso por un tiempo en el exilio, decidió confrontar el pasado para tratar de desentrañar quiénes fueron los asesinos, las razones del crimen y por qué tanta dilación y encubrimiento desde algún sector de la justicia y la autoridad castrense y policial.

El relato conmovedor y revelador de sus vivencias, reflexiones y pesquisas lo hace en el libro “Mi viaje al INFIERNO”. Un retrato de la Colombia aun herida que clama verdad, justicia y reparación.