Carlos Pizarro Leongómez |
-¡Nos robaron!, gritó indignada
doña Alicia, de visita en la casa de mi familia ese 19 de abril de 1970 para
seguir las elecciones pegados a una radiola Zenith, cuando al entrar la noche
las emisoras dejaron de informar sobre los resultados de la votación para
elegir Presidente de la República. Al otro día, los periódicos
confirmaron la trampa: en los cómputos de la Registraduría ganó el conservador
Misaél Pastrana, en el corazón de millones de colombianos “mi General” Rojas
Pinilla. A la gente no le importaba que la “gran prensa” le restregara los
meses anteriores que Rojas -al que la dirigencia conservadora y liberal acogió
con entusiasmo en 1953 como el salvador de la patria, ante la horrenda
hemorragia que habían desatado y no podían parar y echó a las patadas en el 57
cuando se les quiso quedar- había sido un corrupto y execrable dictador. Le
bastaba recordar, la leche y las mogollas que Sendas repartía en los pueblos,
que había inaugurado la televisión, que había hecho el aeropuerto Eldorado y
decía que “la oligarquía le tenía miedo” porque iba a gobernar para el pueblo.
El Presidente Lleras mandó a todo el mundo a dormir temprano, Rojas se refugió
en su casa y la gente se cansó de gritar ¡fraude! Parecía que no había pasado
nada.
Parecía. Porque con esa fecha
triste se bautizó una guerrilla nacionalista que sumó gente del ala de
izquierda de la Anapo, partido del General, cristianos radicalizados,
disidentes de las FARC y exmilitantes comunistas, identificados en que a su
proyecto de toma del poder por la vía de las armas había que ponerle pueblo y
acelerador para instaurar un “socialismo a la colombiana”. El Movimiento 19 de
Abril , tras esporádicas y espectaculares actuaciones, se convirtió en el dolor
de cabeza del gobierno del liberal Turbay Ayala, quien le dio licencia a las
Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y organismos de investigación
judicial, para que le pusieran su “tatequieto” a los subversivos, cruzada en la
cual se ensañaron con todo aquel que hablara de derechos humanos o cambio
social. Sin embargo, el “eme” se metió en el alma popular y crecía imparable.
El gobierno de Belisario Betancur tuvo que “cogerle la caña” al audaz
comandante general del M-19, Jaime Bateman, de indultar a los presos políticos
y amnistiar a los combatientes e iniciar negociaciones para pactar reformas
políticas, económicas y sociales, propuesta a la que se acogieron la mayoría de
la agrupaciones insurgentes.
Pero Colombia estaba viche para
ese tipo de acuerdos. Belisario quiso quitarle a la guerrilla las banderas y la
guerrilla conejeó al gobierno al hacer de la tregua un espacio táctico para
escalar la guerra. El Presidente había anunciado en la posesión que en su gobierno
“no se derramaría una sola gota más de sangre colombiana” y al finalizar
parecía cierto porque el país quedó anémico por el desangre, pues con ese
cuerpo famélico se ensañaron guerrillas, militares, sicarios del floreciente
narcotráfico y las reactivadas autodefensas al servicio de la contrainsurgencia
que, luego de expandirse y estructurarse a nivel nacional, financiadas por
mafiosos y hacendados con el beneplácito de políticos ultraderechistas y
estamentos militares, fueron identificadas como grupos paramilitares. La
Unión Patriótica, movimiento político surgido de los acuerdos con las
Farc, perdió más de 3 mil militantes a manos de sicarios. Diezmados por los
golpes militares y presionados por los cambios geopolíticos de finales de los
80, algunos de los grupos insurgentes optaron por la desmovilización negociada
que ofreció en 1986 el liberal Virgilio Barco y proseguiría César Gaviria.
En el Departamento del Cauca, en
la verdea de Santo Domingo, a donde se llega por carreteras destapadas que serpentean
la cordillera, los vientos estremecen y el frío se nota en los rostros
curtidos, durante meses se instaló el campamento donde se concentró el M-19
para las negociaciones. Allí visité a Carlos Pizarro León-Gómez, comandante
general de esa organización, para una entrevista y luego regresé un par de
veces acompañando a Rafael Pardo Rueda, director del Plan Nacional de
Rehabilitación y los demás miembros del equipo negociador del gobierno. No es
sino revisar las primeras fotos de los encuentros de Pizarro y Pardo para
advertir que iba a pasar algo, como efectivamente pasó a comienzos del 89 con
la firma de los acuerdos que llevaron a la desmovilización definitiva del M-19,
acuerdos que éste supo honrar y defender aun cuando la nefasta clase política
tradicional intentó trampear para dejar sin base los compromisos, condicionando
el trámite legislativo de algunos de los asuntos a que le dejaran colar
arreglos a favor de la mafia. Lo de siempre.
Sonrisa cálida, mirada altiva,
buenas maneras aprendidas en cuna aristocrática, atractivo y encantador para
las mujeres, simpático y cordial con los hombres, pensando siempre en
perspectiva, soñador, enigmático y magnético, un modo de hablar muy particular,
con énfasis al final de las palabras -que se volvió moda como el sombrero
blanco que llevó durante sus últimos años en la montaña-, y una prosa recursiva
y emotiva, era difícil entender cómo ese joven estudiante de la
Universidad Javeriana, hijo de militar y amigo de los ricos de Bogotá y
Cali, fue a parar a la Juventud Comunista, a las Farc y después al
M-19 y quiso hacer realidad su ideal de cambio, justicia y democracia a través
de la lucha armada. Pero así como fue intransigente en su determinación
insurgente también fue terco en imponer contra la oposición de muchos su
decisión de acordar la desmovilización. Determinado el contenido del pacto,
llegó con su gente a Tacueyó y en un acto solemne pronunció unas palabras,
desenvolvió su revólver, envuelto en la bandera tricolor, y lo tiró al arrume
de armas que habían hecho sus compañeros, ante el llanto incontenible de Vera
Grabe. Luego viajó a Bogotá, llegó al palacio presidencial y estampó su firma
en el documento junto a la del Presidente de la República para
renunciar a las armas a cambio de reformas y seguir en le lucha política por
los canales institucionales.
Unos meses después, estuvo en el
Museo del Chicó para la presentación de un libro compilado por Jesús Antonio
Bejarano, asesor de Pardo, asesinado años después. Lucía una camisa de seda
blanca de cuello sacerdotal que le daba un aura especial. Estaba muy contento
con la sorpresiva votación que había obtenido como candidato a la
Alcaldía de Bogotá, inscrito a última hora, y con la simpatía que
comenzaba a despertar su candidatura presidencial, aunque se le notaba la
preocupación por el riesgo inminente de un atentado en su contra, más aun
cuando semanas atrás habían asesinado al carismático candidato de la UP,
Bernardo Jaramillo. De las cenizas del colosal error que constituyó la toma y
la monstruosidad de la retoma del Palacio de Justicia y en medio de la racha de
terror desatada por el narcotráfico y el paramilitarismo, la terca izquierda
convergía y se insinuaba posibilidad de cambio. La tensión no le impidió a
Pizarro contarnos, en medio de risas, el episodio reciente en la
Universidad Nacional, donde se había bajado de la tarima en la
Plaza Che Guevara, arremangándose la camisa para agarrase a
trompadas con unos saboteadores que le gritaban traidor. Se retiró del evento
luego de una copa de vino, porque al día
siguiente debía viajar temprano a Barranquilla en desarrollo de la campaña.
El 26 de abril de 1990, alertado
por el alboroto y los murmullos recorrí a prisa los pasillos del edificio donde
funcionaba el Plan Nacional de Rehabilitación y entré a las oficinas de la
Consejería Presidencial para la Paz. Allí imperaba un
ambiente de desazón y la mala noticia se advertía. ¿Qué pasó? Le pregunté a
Ricardo Santamaría, asesor de Pardo, y enjugándose el llanto me contestó: ¡Lo
mataron! En la confusión y la tristeza regresó a mi mente la imagen del día
anterior, la camisa blanca de Pizarro, la bandera de la paz empapada con su
sangre. Un sicario lo acribilló en pleno vuelo y la escolta oficial del DAS a
su servicio ultimó al asesino para sepultar cualquier confesión que pudiera
llevar a los responsables: la alianza de narcotraficantes, paramilitares y el
organismo de seguridad estatal, que ensangrentó al país en esos años en
desarrollo de un plan de exterminio de la izquierda en auge y de cuyas andanzas
criminales dan cuenta todavía hechos recientes.
Miles de personas fuimos a darle
el adiós al Capitolio Nacional donde fue velado. La marcha fúnebre lo acompañó
a la Quinta de Bolívar para hacerle un homenaje en la casa que habitó
el Libertador, su personaje más admirado. La muchedumbre lo llevó por la
Avenida calle 26 hasta el Cementerio Central, donde habita desde entonces. Algunos dicen que
han conversado con él, otros le hablan con entusiasmo y hay quienes le
agradecen milagros. Para dar fe del
compromiso del “eme”, Antonio Navarro siguió la campaña presidencial con el
lema ¡Palabra que sí! En la Constitución de 1991, hija de la reacción
del país bueno contra el exterminio y por sus derechos, quedaron plasmadas
algunas de las ideas que motivaron su lucha.
Abril, un mes mágico que evoca
apertura y amor, signó la vida de una legión de soñadores. En años diferentes, aquel
19 se robaron las elecciones presidenciales, se bautizó una guerrilla y nació
Gustavo Petro. Un 23 vio la luz y un 28 aparecieron los huesos del emblemático comandante “Pablo”, Jaime
Bateman, personaje legendario que podría haber salido de la pluma de “Gabo”, Gabriel García Márquez, fallecido
un 17, y dos días de abril marcaron la vida de Pizarro: el de un fraude y el de
su asesinato. En Colombia, dos formas históricas de truncarle las ilusiones al
pueblo. Pero quedan muchos abriles.
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