viernes, 13 de febrero de 2015

El conflicto desarmado

La Comisión Histórica sobre el Conflicto y las Víctimas, conformada en agosto de 2014 como una necesidad del proceso de diálogo Gobierno-FARC, entregó el pasado 10 de febrero el informe “Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia”. En consideración de las partes negociadoras,  el documento constituye una visión plural de la tragedia acaecida en el país, a la vez que es un “insumo fundamental para la comprensión de la complejidad del conflicto y de las responsabilidades de quienes hayan participado o tenido incidencia en el mismo, y para el esclarecimiento de la verdad”. Es  un aporte sobre el que deberá trabajar una futura Comisión de la Verdad, una vez se protocolicen los acuerdos, y para enfocar el punto de la agenda de negociación referente a las víctimas y su reparación.

Una visión plural

La comisión, integrada por catorce reconocidos intelectuales y académicos de las ciencias sociales, dos de los cuales oficiaron como relatores (Víctor Manuel Moncayo y Eduardo Pizarro Leóngómez), fue creada con el objetivo de aportar a la comprensión de  los "principales factores y condiciones que han facilitado o contribuido a la persistencia del conflicto armado” así como sus "orígenes" y las "múltiples causas" que determinaron cerca de 220 mil muertes, 6 millones de desplazados y 150 mil desapariciones en la etapa reciente de la guerra interna, según cifras de organizaciones no gubernamentales. Los resultados fueron presentados en ensayos individuales precedidos de textos introductorios de los relatores, material  que conforma un documento de 809 páginas dadas a conocer oficialmente en La Habana, sede de las conversaciones Gobierno-FARC.

El número de integrantes representa una conformación paritaria a propuesta de las partes y refleja casi en la misma proporción una tendencia liberal que reconoce causas sociales en el surgimiento de la insurgencia y señala  responsabilidades de los diversos actores, debilidades y ausencias del Estado, exclusión política, injusta distribución de la riqueza y la tierra como aspectos coadyuvantes, y a la guerrilla y al narcotráfico como obstáculos para la democratización y factor de degradación de la guerra (Pizarro, Torrijos, Duncan,  Wills, Jorge Giraldo y Pécaut) y una posición crítica que documenta causas estructurales, de clase, de poder y de subordinación externa en la estela de violencia que sacude al país desde hace medio siglo, si se toma el ciclo corto de sus manifestaciones, y la lucha insurgente como ejercicio de rebelión, reivindicación popular y/o propuesta alternativa de poder (Moncayo, Gutiérrez, Estrada, Vega, Molano, de Zubiria, Fajardo y Javier Giraldo S.J).

Al conocerse el informe, los sectores comprometidos con la paz expresaron satisfacción ante una propuesta de revisión de la génesis y evolución del conflicto armado que trascienda la versión impuesta por el establecimiento, atienda sus múltiples y profundas causas y sirva de base para el examen del presente en perspectiva de los cambios necesarios para aclimatar la convivencia. También urgieron sobre la necesidad de una amplia divulgación nacional del informe en procura de clarificar y ahondar sus antecedentes y consecuencias para acordar fórmulas que conlleven a su superación, así como para ofrecer  a los colombianos puntos de referencia alternativos a la historia oficial que demonizó a la insurgencia y al movimiento popular.*

Los grandes medios registraron el hecho de forma marginal y continuaron los reparos del Procurador, el Ministro de Defensa y la extrema derecha a una “Historia negociada”, en una premeditada labor de deslegitimación con el supuesto de que se trata de “lavar de responsabilidades a las FARC”. Posición esta última consecuente con la oposición que esos funcionarios y el uribismo, en representación de sectores adversos al proceso de paz, han mantenido desde el inicio de las negociaciones como partidarios de doblegar a la insurgencia sin concesiones y preservar el relato de exclusión y subordinación de las mayorías al establecimiento, hoy en crisis.

La complejidad del conflicto colombiano obliga a un abordaje profundo de las causas de su origen, los actores y sus intereses, sus manifestaciones e implicaciones en la realidad actual a fin de afinar las soluciones o reformas necesarias para eliminar esas motivaciones objetivas y asegurar el tránsito del país a la modernidad. Parte de esos correctivos se discuten y acuerdan en la mesa de negociación de la Habana y serán objeto de deliberación en el proceso en ciernes con el Ejército de Liberación Nacional -ELN.

El informe, surgido de ese grupo de investigadores de distintas tendencias ideológicas y áreas de estudio, pone en común el análisis de las problemáticas que es necesario afrontar, en las cuales la mayoría de sus integrantes están de acuerdo -como también en la inutilidad e inviabilidad del conflicto armado-, y por eso constituye un invaluable aporte para el avance del proceso de paz, así no converja, como no podía serlo, en aristas de una misma visión. Sin embargo, la mayoría trasciende la mirada tradicional de la guerrilla como un actor criminal para situarla en el escenario político y social.

Tirofijo ¿héroe o villano?

El fascinante relato de Pedro Claver Téllez en su libro Punto de quiebre sobre la muerte de Pastor Prías Alape, “Charro Negro”, jefe de los “limpios”,  la consecuente división de las guerrillas liberales con la separación de los “sucios” al mando de Pedro Antonio Marín, seudónimo “Manuel Marulanda Vélez”, alias “Tirofijo”, y la posterior fundación de las FARC, no puede reducir el surgimiento y evolución de la violencia a esa causa aunque constituye un episodio de la misma.

La versión de Alberto Rojas Puyo de que si el gobierno nacional hubiera escuchado al gobernador del Huila el mensaje que él le trasmitió en 1964 -a instancias del oficial  Fernando Landazábal-,  a nombre del aún desconocido “Tirofijo”, sobre las condiciones de los alzados para un acuerdo de entrega de su destacamento en armas, habría impedido la creación de las FARC, la provocación guerrerista de las “repúblicas independientes” contra las autodefensas campesinas, liderada por Álvaro Gómez, y con ello la guerra, es igualmente especular con las posibles consecuencias de un hecho. Las cosas no son tan fáciles.

Lo cierto es que un cúmulo de factores objetivos de injusticia y exclusión, la valoración crítica de los mismos y la decisión de varios combatientes supervivientes de la violencia liberal conservadora o de intelectuales inclinados a la lucha armada como alternativa para confrontar al Frente Nacional, determinó el surgimiento de la guerrilla en sus expresiones rurales tradicionales y las de carácter urbano, y de consuno la acción contraguerrillera con apoyo estadounidense e implícita y gravísima violación de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario, y las políticas de seguridad y paz, alternadas tras estruendosos fracasos.

La incursión de la guerrilla en la extorsión y el secuestro, el surgimiento del narcotráfico y el paramilitarismo conllevaron la degradación del conflicto y más de medio siglo de desangre, crisis humanitaria y atraso nacional. Problemáticas persistentes a pesar de casi una década de gobierno de la “seguridad democrática” que prometió acabar con la subversión, descalificó su identidad de actor político al tiempo que ignoró los entornos nutrientes y la realidad del conflicto armado interno. Argumentos en los que persiste el expresidente Uribe (2002-2010)para cuestionar el avance positivo de un acuerdo de paz que comprometa soluciones a problemas apremiantes para el desarrollo con equidad del país y la participación política con garantías a la vida como mecanismo de acceso al poder.

La concreción de acuerdos de paz impone la revisión de los cánones de la historia oficial para nutrir un nuevo relato que cuestione el comportamiento de un Estado dominado por intereses ideológicos, políticos y económicos que impusieron el desconocimiento de las motivaciones y reivindicaciones de los sectores subalternos, sus expresiones y movilizaciones; recoja las luchas y demandas de los de abajo, incluso las que a largo de décadas optaron por confrontar al sistema por las armas, pero también los intentos reformistas de líderes y sectores demócratas que persistieron en la necesidad de una solución negociada al conflicto y la implementación de cambios que posibilitaran una democracia real y condiciones de equidad e inclusión para  las mayorías empobrecidas.

En este sentido es pertinente destacar que al llegar al final el conflicto armado, con la aceptación de la legitimidad del Estado por la insurgencia, la posibilidad de una historia nacional desde sus héroes y mártires es inviable, salvo la que pueda compartirse entre su membresía, pues más allá de admitirse como personajes que protagonizaron épocas y la validez de su causa, aunque se cuestione sus medios, no entrarán al panteón de los próceres que admiramos desde la Independencia.

Ningún bando puede pretender adueñarse de la memoria colectiva, reivindicar a los suyos y marginar a los que fueron sus enemigos. La guerrilla no puede pretender que “Tirofijo” o Camilo Torres sean insignias nacionales pero puede reivindicarlos como su comandante y líder o hito inspirador, respectivamente, como los admiran muchos colombianos, sin que esto sea motivo de retaliación, como no lo debe ser contra quien los ignore o deteste. Pero eso sí, deberá reconocérseles el carácter de rebeldes, lo que los diferencia de las bandas criminales contrainsurgentes que se reclamaron defensoras del Estado. 

En adelante, nos identificaremos en símbolos e imaginarios comunes, los que construyamos entre todos hacia un nuevo gran propósito nacional y, en parte, en la necesaria revisión de un  pasado fabricado sobre el engaño. En las pinceladas gruesas sobre un lienzo empapado en sangre para que de su tragedia broten  girasoles, jueguen los niños  y vuelen las palomas.

La violencia siempre

La historia de violencia política se remonta en el siglo pasado a la Guerra de los Mil Días -luego de varias guerras civiles en el siglo XIX-, y a sus rencores partidarios, a la hegemonía conservadora de los años 20 y la represión de la naciente protesta popular, a las reformas liberales de los 30 y la oposición incendiaria del conservatismo y el clero con los primeros asomos del desangre y, finalmente, en el retorno del conservatismo al gobierno, al 9 de abril de 1948 con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, cuando al temor oligárquico por el ascenso del líder popular, se sumaron el sectarismo, las ansias de poder y la ambición de posesión de tierras por despojo, que llevó al liderato de los partidos tradicionales a propiciar una carnicería entre hermanos, la que presurosos acudieron a parar cuando el país parecía salírseles de las manos.

Entonces, por encima de los 300 mil cadáveres regados por campos y pueblos en la Violencia grande (1948-1958), de hombres que fueron a la muerte convencidos de su enseña,  con aplauso bipartidista llegó el interregno pacificador de la dictadura de Rojas Pinilla. El notablato liberal impuso la desmovilización y desarme de las guerrillas liberales y asintió sin bulla el asesinato de Guadalupe Salcedo. Tras el “golpe de opinión” contra Rojas cuando éste intento un camino autoritario propio, se selló un acuerdo de convivencia por arriba que  monopolizó el ejercicio del poder del Estado, la burocracia, las cortes, el congreso y el gobierno en manos del Frente Nacional -la alternación liberal conservadora. Éste último, tema de controversia para la Comisión Histórica, como el de cuándo se inició  la violencia, entre quienes lo señalan como el factor de eclosión de un nuevo período del conflicto social y quienes consideran que, por el contrario, fue un aporte a la convivencia y el desarrollo nacional.

En un intento por hallar explicaciones a lo sucedido y buscar sucedáneos que evitaran un nuevo holocausto, el gobierno de Alberto Lleras, a comienzos de los años 60, conformó la primera comisión relacionada con el tema, integrada por Eduardo Umaña, Orlando Fals y el Padre Germán Guzmán Campos cuyo informe estremecedor fue rechazado por el extremismo conservador, aunque señalaba causas sociales y responsabilidades colectivas, al tiempo que aconsejaba presencia estatal y programas de redención para los pobres del campo.

El despuntar de la insurgencia

Al dejar por fuera a las fuerzas sobrevivientes de la tragedia y a las masas sumidas en la miseria, el Frente Nacional sembró los vientos que trajeron las nuevas tempestades de la insurgencia, promovida por intelectuales atraídos por la izquierda y por campesinos radicalizados por las traiciones y las humillaciones de que fueron víctimas. De allí surgirían las FARC, en 1964, al mando de Manuel Marulanda y el ELN de los hermanos Vásquez Castaño, que rompió fuegos en Simacota y vio caer en combate, integrado a sus filas,  al cura Camilo Torres, el 15 de febrero de 1966, hace medio siglo.

En adelante, para contener la cada vez más fuerte protesta social ante la  ausencia de espacios de expresión y las políticas económicas, siempre adversas a los sectores populares y favorables a los sectores más pudientes, el Frente Nacional liberal-conservador no halló ni consideró nunca alternativa distinta  al recorte de los elementales derechos y libertades públicas a través del uso permanente del estado de sitio, la cada vez mayor represión y la consolidación de una democracia restringida.

En ese escenario, en la década de los 70 se dio un ascenso de las luchas sociales por mejores condiciones de vida y apertura política que, en lugar de reformas democratizadoras y de justicia distributiva, determinó para el establecimiento la imposición de mayores mecanismos de control represivo en consonancia con la doctrina de la seguridad nacional puesta en vigencia por las dictaduras militares de entonces en el continente, garantes del modelo neoliberal que se fortalecería en los años siguientes.

En una provincia abandonada, sin presencia estatal, con un campesinado sobreviviendo con agua y pan y el recuerdo del levantamiento liberal, tomaron fuerza grupos insurgentes simpatizantes de los ideales esparcidos por la  reciente Revolución Cubana  o de los ecos del marxismo en sus distintas interpretaciones-FARC,ELN,EPL-, así como agrupaciones urbanas lideradas por representantes de sectores medios -Movimiento 19 de Abril, ADO-,  reivindicando democracia ante sucesos como las elecciones de 1970, cuyos resultados amplios sectores interpretaron como un fraude a las aspiraciones del populista General Rojas Pinilla, golpista y pacificador de finales de los años 50, sacado del gobierno cuando intentó perpetuarse.

A través de un gobierno de fuerte ascendiente militar como el de Turbay Ayala (1978-1982),  el establecimiento intentó controlar por la vía de las restricciones y las violaciones de los derechos humanos  una lucha insurgente y social en ascenso, provocando una amplia reacción de sectores progresistas y de izquierda, en los que se destacaron hombres como Alfredo Vásquez Carrizosa, Gerardo Molina, Orlando Fals, Eduardo Umaña, Diego Montaña,  Apolinar Díaz  y el liberal Luis Carlos Galán, indignados con un presidente que, ante las evidencias, sardónicamente manifestaba “El único preso político en el país soy yo”.

En ese escenario de indignación surgió  la consigna de una solución política al conflicto armado y social que vivía el país, mediante el diálogo y la negociación de reformas  conducentes a la apertura democrática y a generar condiciones de justicia social, promovida por el M-19 de Abril.

El dialogo como truco o como salida

A la par con el aumento de la confrontación militar se dio la irrupción de la delincuencia del narcotráfico que encontró caldo de cultivo en la rampante corrupción tolerada por décadas y aprovechada por la clase política. La ilusoria paz propuesta por el Gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), en la que los adversarios en lugar de una vía al fin del conflicto buscaron un trampolín para imponerse, terminó en la peor sangría coronada con decenas de muertos calcinados en el Palacio de Justicia, el genocidio de la Unión Patriótica, partido surgido de los acuerdos,  y la mafia ultimando a bala a quienes se opusieron a su desenfrenado intento por apoderarse del país.

El derrumbe del Muro de Berlín y del campo socialista, y la inviabilidad de su propósito por las armas,  llevaron a algunas guerrillas hace un cuarto de siglo (M-19, EPL, y luego CRS, Quintín Lame, PRT) a negociar su desmovilización a cambio de concesiones políticas, lo que junto con una gran movilización social hastiada de la violencia, condujo a la Constitución de 1991 que introdujo importantes innovaciones en lo relacionado con la inclusión de las minorías, mecanismos de protección y derechos de la ciudadanía. Otras organizaciones insurgentes (ELN, FARC) perseveraron en su empeño y fortalecidas económicamente con el control de materia prima para la industria del narcotráfico o la extorsión a grandes firmas, dieron el salto en su capacidad militar hacia su meta estratégica de toma del poder.

El Gobierno Barco (1986-1990) promovió un nuevo esfuerzo de investigación sobre la persistente realidad de crimen de diverso tipo y la sobrevivencia y expansión de la subversión, con una comisión de estudios integrada por profesionales de las ciencias sociales vinculados a la academia que validaron la necesidad de presencia estatal e inversión social para desestimular la insurgencia en algunas regiones e identificaron y elaboran propuestas para hacer frente a un panorama de múltiples expresiones de violencia.

En adelante, el imperio de la mafia y su diseminación en todos los estamentos de la vida social, de una parte,  y el afán de éstos y de los grandes propietarios del sector rural y urbano de contener la depredación económica provocada por la guerrilla y hacer frente a las demandas justicieras de campesinos, indígenas y trabajadores, generó el monstruo del paramilitarismo que cubrió de muerte pueblos y veredas en una procesión aterradora y criminal complementada con los desmanes humanitarios de la Fuerza Pública, mientras el establecimiento pasaba de agache.

Las tropelías del guerrerismo

Con el Gobierno de Pastrana (1998-2002), las FARC y el  Estado se volvieron a engañar. Antes que una firma de paz con reformas, se fortalecieron los aparatos militares hacia una confrontación abierta. Mientras el gobierno ampliaba y modernizaba las Fuerzas Armadas para la guerra contrainsurgente, propósito disimulado del “Plan Colombia” impuesto por Estados Unidos con el objetivo explícito de confrontar el narcotráfico, las FARC consolidaban sus estructuras y hacían alarde de su vocación militar.

En ese panorama el pretexto de un secuestro fue suficiente para que el gobierno pusiera fin a la zona de despeje del Caguán y diera la orden de atacar. Ante una realidad de tropelías y desmanes a diestra y siniestra, en 2002, Álvaro Uribe encontró la fórmula para triunfar: inclinar al país hacia la guerra con la consecuente polarización entre solución política o pax romana, concentrar los esfuerzos en derrotar militarmente a los grupos armados no avenidos a una voluntaria desmovilización, y desarme sin contra prestaciones. 

Uribe (2002-2010) desconoció el conflicto interno y el carácter político del origen y existencia de la insurgencia, para combatirla sin apego a las reglas del Derecho Internacional Humanitario, cruzada en la que logró resultados estadísticos innegables, pero que desde el punto de vista humanitario y de construcción de convivencia generó consecuencias negativas como la crisis humanitaria del desplazamiento que afectó a más de 6 millones de personas, la ejecución de civiles como cuota de combate (que reporta cerca de 5 mil casos), la criminalización de la oposición y la protesta y una visión marcial del destino nacional.

Una solución con concesiones encontró el camino para desmovilizar a los paramilitares unificados en una sola sigla mientras que  con el bando guerrillero tal alternativa fue infructuosa. Si bien la violencia aparentemente disminuyó, no dejó de ser pasmosa. El país asistió a una  noche de horror con las confesiones de los paramilitares en los procesos que se adelantaron en el marco de la Ley de Justicia y Paz, bastante generosa medida con sus crímenes, mientras las víctimas fueron tratadas como victimarias.

A instancias de la ley, sin embargo, se crearon la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación y, luego, el Centro Nacional de Memoria Histórica (Grupo de Memoria Histórica) que, conformado por investigadores sociales y activistas humanitarios, bajo la dirección del historiador Gonzalo Sánchez, aprovechó su relativa autonomía para avanzar en la memoria histórica de los más dramáticos episodios de la violencia perpetrados desde los años 80, con una veintena de investigaciones publicadas,  y produjo el informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, que intenta dar cuenta de los últimos 50 años de conflicto armado a la vez que presenta propuestas para la transición a una reconciliación basada en los derechos de verdad, justicia y reparación, garantía de no repetición y construcción de la paz.

La guerrilla, en retirada y desesperada, siguió abusando de la población civil, asesinando indígenas y asaltando pueblos. Con la práctica del secuestro y las violaciones al Derecho Internacional Humanitario,  le propinó un golpe  a su propia caracterización como actor político. Al final del prolongado mandato Uribe, que incluyó reelección aprobada con todo tipo de triquiñuelas, si bien se habían recuperado amplias porciones del territorio nacional de manos de las organizaciones armadas al margen de la ley, mediante actuaciones cuestionables desde las normas humanitarias y los principios constitucionales, los escándalos minaron al mandatario  y sus colaboradores cercanos, enredados en prácticas ilegales contra los adversarios políticos y la Corte Suprema de Justicia, por los enjuiciamientos al paramilitarismo; violaciones a los derechos humanos, dádivas a empresas extranjeras  y favorecimiento a familias acaudaladas, incluida la del expresidente.

Un amplio sector de la sociedad hastiado del autoritarismo y la corrupción y unas cortes fustigadas por dignidad propia y el reclamo ciudadano, ante aberrantes abusos y persecuciones contra la oposición y al poder judicial, no sometidos por el uribismo, llevó a que la Corte Constitucional diera al traste con un tercer período de la “seguridad democrática”.

Es tiempo de la paz

Sorpresivamente, Juan Manuel Santos, a quien correspondiera la responsabilidad política y de mando en la guerra contrainsurgente durante el último Gobierno Uribe, al ganar la presidencia (2010-2014) como candidato de ese  sector, dio un viraje radical a la visión de su mentor, asumió la existencia de un conflicto armado interno, restableció las maltrechas relaciones con los vecinos derivadas de las incidencias del mismo y dio vía a acercamientos con las Fuerzas Armadas de Colombia FARC-EP con miras a iniciar un proceso de negociación con el objetivo de lograr un acuerdo de paz. Se podría decir que preparó el camino para dar ese paso fundamental para el país. 

Tras dos años de conversaciones, tres  de los seis puntos acordados en la agenda (asuntos agrarios, participación, cultivos ilícitos) han sido superados aunque con salvedades pendientes, se han escuchado comisiones representativas de las víctimas de todos los actores en aras de su reparación, avanza una subcomisión que trata aspectos militares del desescalamiento y fin de los enfrentamientos y quedan por definirse las condiciones de desmovilización, participación política de la exguerrilla, justicia transicional  y refrendación de los acuerdos. 

La elección presidencial para el período 2014-2018 fue una dura prueba para el proceso, enfrentando a Santos y a la oposición uribista, representada por Óscar Iván Zuluaga, imponiéndose el primero en una ceñida segunda vuelta que evidenció la polarización del país. En adelante la crítica basada en argumentos falaces y verdades a medias por parte del expresidente y sus seguidores contra el proceso ha sido incesante.

Desde comienzos de diciembre de 2014 las FARC declaró un cese al fuego unilateral, cuyo cumplimiento ha sido corroborado por una comisión del Frente Amplio por la Paz -convergencia de sectores de la sociedad civil proclives a un solución negociada al conflicto-, y reclama al gobierno una orden similar a las Fuerzas Armadas, aspecto que éste condiciona a la firma final de los acuerdos.  

Si bien a la luz de lo avanzado el gobierno urge celeridad en la posibilidad de suscribir el fin de los enfrentamientos -proceso del que aún está ausente la guerrilla del ELN- y convocar la refrendación popular, a la vez advierte sobre inamovibles en la negociación y que se atiene estrictamente  al contenido textual del “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una  paz estable y duradera”, suscrito en la Habana el 26 de agosto de 2012.  

Las FARC, por su parte, en repetidas ocasiones han subrayado, en sus propuestas a consideración de la mesa y en las declaraciones de sus mandos negociadores, la necesidad de una comprensión amplia de la agenda que no la limita a su literalidad sino a una lectura integral y de contexto, frente a la gravedad y extensión de las problemáticas señaladas o no en el texto, y los cambios necesarios para su superación.


El informe de la Comisión Histórica sobre el Conflicto y las Víctimas puede ser útil para ampliar visiones y la comprensión de las causas y motivos del conflicto y flexibilizar posiciones acerca de las reformas necesarias para superarlo, todo en beneficio de un acuerdo que atento a lo posible, se la juegue por lo mejor para el país.

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