Arcos, rejas, patios, puertas entreabiertas, tejados. Todo superpuesto pero abriendo fondo y allá, atrás, asoman rasgos que insinúan la catedral y el capitolio. Es una imagen evocadora de La Habana, de la serie que con el mismo nombre pintó Arturo Alape. Una pintura que exhibo con aprecio y orgullo en la pared de mi estudio. Mirándola recordé a este hermano que se fugó para quedar en la memoria el 7 de octubre de 2006.
Semanas antes de morir lo visité en su apartamento en La Soledad. Estaba exhausto en el sillón de la sala, casi sin respiración, y con voz cansina me contó que se había bajado a pie desde la Javeriana – casi 20 cuadras- donde impartía una clase sobre historia oral. Días antes había estado internado de urgencia en la clínica por el avance incontenible de la leucemia. Un abrazo y ¡Adiós, mi hermano! Fue la última y definitiva despedida
Ante las dificultades económicas para adquirir el costoso medicamento que le alargaba los días, el grupo de teatro La Candelaria ofreció una presentación solidaria que se convirtió en el último homenaje en vida al coautor de la colombianísima obra teatral Guadalupe, años sin cuenta (Premio Casa de las Américas-Cuba, 1976). El éxito editorial de su obra literaria e histórica no se tradujo en una vida de comodidades y por el contrario, al final, tuvo ira por las dificultades para afrontar los problemas de salud.
Carlos Alberto Ruíz, su nombre de registro, nació en Cali en 1938 y creció en medio de carencias. Su vocación por el arte lo llevó a estudiar pintura, actividad que cultivó a la par con la escritura, con mayor entusiasmo en los últimos años de su vida. Vendiendo ropa interior a las coperas de los bares y a las prostitutas de las casas de citas “por estricta necesidad económica”, sobrellevó la juventud hasta que la rebeldía lo instó a vincularse a la guerrilla: las nacientes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia para salir pocos años después al hacer conciencia de que su aporte estaba en las letras y no en las balas. En homenaje a uno de los combatientes fundadores se llamó Arturo Alape para siempre.
Nos conocimos una noche de Septiembre en La Habana, ciudad mágica que nos juntó en una especial amistad. Arturo vivía allá, por hospitalidad de Casa de las Américas, desde que le tocó salir con tristeza del país amenazado de muerte como otros tantos intelectuales y políticos en los aciagos años 80 del siglo pasado, cuyos secretos apenas empiezan a conocerse. En los ratos libres del evento cultural al que asistíamos nos dejábamos llevar por charlas interminables sobre la realidad y la fantasía y sus divertidas historias sobre la cotidianidad habanera. Cuando recordaba que pronto llegaría al mundo su hija, las lágrimas le resbalaban por la mejilla y susurraba: Paloma, Paloma. Su otro hijo, Carlos, vivía allá.
Años después, y de un tiempo sin vernos, nos encontramos en un evento organizado por grupos juveniles de los barrios de Ciudad Bolívar de Bogotá, para denunciar y exigir respeto a la vida ante la grave situación de los derechos humanos en esa localidad, en la que la noche se convertía en un látigo mortal para los desafortunados que la parca señalaba. Alape preparaba La hoguera de las ilusiones, un libro testimonial de quines viven la vida desde abajo: azares y acechanzas, humillaciones y sufrimientos y el estigma eterno de culpables.
Con una foto ampliada de un momento memorable que vivimos, llegué de sorpresa a su apartamento y en la expresión de su rostro se reflejó la emoción por el regalo inesperado. También le llevaba los borradores de la investigación sobre violencia en Bogotá que yo estaba realizando en la Alcaldía y se iba a publicar, para que me honrara con su prólogo. Alape, que era un investigador y escritor exhaustivo, perfeccionista, que podía tardar hasta una década entre la idea de una obra y su materialización para que no faltara detalle, me sugirió ampliar, profundizar.
Como mi interés era generar alarma sobre lo que estaba pasando - Bogotá se había convertido para entonces (1993) en una de las ciudades más violentas del mundo -, le insistí que era urgente, que no había tiempo. Con resignación no convencida me prometió escribir un texto. Alape tenía razón, la investigación podría haber sido más completa pero mi objetivo se cumplió: los medios de comunicación resaltaron preocupados las cifras, hechos y conclusiones del trabajo y el tema se convirtió en adelante en prioridad de la agenda pública en la ciudad. A ello contribuimos los dos.
La situación ha cambiado, hoy exige otra mirada. En cambio las generosas palabras de Arturo, su pretexto para hablar de la ciudad que lo angustiaba, cada vez relumbran más en su espléndida belleza para narrar lo visible y lo invisible en la urbe: el lóbrego territorio de los miedos y la muerte.
“Bogotá es una ciudad de confluencia de imágenes, mediatizadas en una atmósfera de claros y oscuros en que el hombre citadino se sustrae y muchas veces se sumerge hasta los límites de no volverse a encontrar cuando, incluso, pierde el rastro de su propia sombra.
(…)
“imágenes visibles que concentran como color lo más inmediato y también lo más profundo de lo cotidiano, la costumbre enraizada como enredadera sobre el cuello, la parsimonia de siempre cruzar la misma calle, y abrir como cerrar la misma puesta, levantarse a la hora precisa, bañarse y salir a la calle bajo la sombra del mismo entorno, dejar la pisada sobre el mismo andén del mismo paradero, el impulso de continuar sobre la misma ruta, sin que ello signifique la pérdida de la brújula. La llegada al trabajo, la llegada a la casa en un tiempo qaue tiene como constancia, la visión abismal y paralizada de la ciudad que pareciera que nuna cambiara en la pátina de su pintura y mucho menos en su arquitectura.
Lo visible en la ciudad es como la mariposa que muera en su vuelo y su cuerpo y nunca cae sobre la tierra. La estática del vuelo humano.
(…)
“Lo invisible es lo que oscurece el día para volverlo nocturnidad, ante la sorpresa inevitable que se acuña en la mirada, la mirada se oscurece y tiembla ante la presencia del terror que carcome y rodea nuestra conciencia…El territorio de la muerte ajena, aquella muerte que para nosotros tiene el sonido de un timbre lejano, algo que no nos pertenece, que por lo tanto no sentimos como agobio ni desesperanza, simplemente lo vislumbramos acaso, como lectores de noticias de lo periódicos. La muerte ajena crece como dato que suma -nunca resta- en los empolvados archivos de la justicia”
(…)
“Es la realidad invisible con la cual convivimos, antes, durante y después del sueño de todos los días. Es levantarse con una pesadilla que horada la cabeza”.
Desde entonces volvieron a pasar varios años de saludos fugaces. Alape vivió un nuevo exilio, esta vez en Alemania, a causa, entre muchas otras, del éxito de sus dos libros sobre Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo: la vida de un campesino guerrero, la geografía fascinante de un país casi desconocido, la historia tormentosa de un pueblo. Reportajes de largo aliento literario y estilo inconfundible que como sus libros anteriores: El Bogotazo, memorias del olvido, para el cual logró una extensa y reveladora entrevista con Fidel Castro sobre su presencia en el traumático episodio; La Paz, la violencia, testigos de excepción, Un día de septiembre y la sección de historia que realizó para la revista Alternativa, se convirtieron en lectura obligada para quien quiera comprender a la Colombia del siglo XX y encontrar claves para entender la de hoy.
A la par con sus aportes históricos también cosechó la literatura con novelas, cuentos y testimonios como La bola del monte (Premio Casa de las Américas-Cuba, 1970) Julieta, el sueño de las mariposas; Noche de pájaros, Sangre ajena, El cadáver de los hombres invisibles, Las muertes de Tirofijo, Diario de un guerrillero y Mirando el final del alba (Beca Colcultura). Otros tres libros recogen crónicas, entrevistas y reportajes publicados en distintos medios del país y del exterior, entre ellos la crónica “El ‘Borugo’ Rodrígez” laureada con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 1999. Una obra prolija y de calidad, reconocida por críticos nacionales y foráneos, y traducida a varios idiomas. Su talento le mereció becas de Colcultura y el Ministerio de Cultura para la creación literaria, como resultado de esta última escribió una crónica biográfica sobre el cronista policiaco Felipe González Toledo. La Universidad del Valle lo honró con el título de Doctor Honoris Causa en Literatura
En mayo de 2003 nos volvimos a encontrar en el Park Way de Teusaquillo, cerca de donde vivía. Después de un efusivo saludo casi me arrastró a su casa para mostrarme algunas pinturas de la serie sobre La Habana Vieja mientras en atropellada emoción me hablaba sobre la nueva novela en preparación.
- Mi hermano, escoge un cuadro
- Alape, yo no te lo puedo pagar ahora
- Me lo pagas cuando puedas, déjame mandarlo a enmarcar y te lo llevo a la oficina.
Una semana después asomado a la ventana de mi oficina lo veo venir con un pesado cuadro en sus hombros y de lejos escucho el grito:
- ¿Dónde lo vas a colgar, mi hermano?
Durante varios meses nos encontramos para hacerle los abonos del valor -me sirve para pagar el teléfono, decía burlón-, tomar café y charlar sobre Colombia, nuestras vidas y la novela que venía en camino. Entre tanto hizo un par de exposiciones con su serie de miniaturas sobre los desaparecidos y desterrados, publicó un poemario y en preparación de la novela, cuya estructura y contenido esbozó en Alemania, viajaba en tren y bus a Boyacá, revisaba periódicos y entrevistaba personajes curiosos como una señora con problemas mentales que deambulaba por La Soledad. Siempre en su casa había muchachos pendientes de sus orientaciones sobre historia y literatura y sus clases de la Javeriana, conferencias y charlas generaban gran interés.
Finalmente, en 2005, la editorial Seix Barral publicó El cadáver insepulto. Arturo, cumplió así con el recado de Felipe González Toledo, a quien tanto quiso, de contar la historia del capitán Tito Orozco, Ezequiel Toro en la obra, un policía liberal del lado del pueblo en la revuelta desatada por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de Abril de 1948, a quien el régimen conservador desapareció y fusiló sin dejar rastro. A través del peregrinaje de la esposa del capitán en busca de sus restos y los culpables, Alape reconstruyó de forma apasionante y literariamente impecable un episodio dramático de nuestra historia. Su contribución postrera a “La búsqueda de la verdad perdida tras los pasos de la niebla que huye. La ausencia en el amarre con la presencia que también huye en el viaje fugado”, como me escribió en la dedicatoria
Recordándolo levanto la mirada y miró fijamente la pintura que está enfrente. Entre nostalgias habaneras de ocres, marrones y celestes, Arturo Alape sonríe y dice ¡Presente! Con el abrazo de siempre.
Uy hermano... por las casualidades de internet, desemboqué en tu nombre por una nota en que te mencionan como autor del libro ¡Viva el carnaval!
ResponderEliminarPues recordé que nos conocimos en los lejanos años 80, como amigos de Jaime Gómez (¿refundido en Suecia?), justo cuando veiamos con asombro a Nicaragua sandinista...
Bueno, pues me acordé de ti, de tu folleto sobre los No Alineados y de la librería (?)
Largo camino recorrido. Pero los tiempos a veces se juntan. Y reconforta saber que los compañeros de viaje edificaron una vida productiva, intelectual. etc. Yo ando en la lejanía de México, pero el corazón late por esos lares chibchas y colombianos. Un abrazo 29 años después. Yesid