La
buena nueva del inicio de conversaciones para la búsqueda de una solución política
negociada al conflicto armado interno, con una amplia favorabilidad en las
encuestas, pareciera encontrar los primeros escollos no en las diferencias
obvias de las partes, sino en la manera parcializada, arrogante, pretenciosa y abiertamente
hostil contra una de ellas por parte de algunos medios de comunicación, en
particular, radiales y televisivos, que son los de más amplio consumo. Los
periódicos de mayor circulación, por afinidad política y filial, están más
cerca de un tratamiento positivo al esfuerzo y a sus posibles logros, como lo
evidenció El Tiempo en su jornada de reconciliación bajo la dirección de
Juanes, un artista que siempre ha manifestado sensibilidad por estos temas, y la reacción editorial a la
columna abiertamente saboteadora del señor José Obdulio Gaviria. De lo que
hagan, cómo lo hagan o dejen de hacer los medios dependerá, en buena medida,
que los colombianos comprendan a cabalidad el reto histórico que con
pragmatismo asumieron las partes al convenir sentarse a negociar, no pararse de las sillas hasta no lograr un acuerdo y que nada está
acordado hasta que todo esté acordado, es decir, la finalización del conflicto
armado y una paz justa y duradera.
Es
cierto que las Farc acusan los efectos de una década de guerra sin cuartel
declarada por el Estado desde la ruptura de las negociaciones del Caguán en
2002, para lo cual se creó un impuesto de guerra a los grandes patrimonios, se
reorientó la ayuda estadounidense y se destina un porcentaje importante del
presupuesto nacional, lo que permitió modernizar la Fuerza Pública, con medio
millón de miembros hoy, ampliar la presencia militar en todo el país y usar
tecnologías de punta, todo lo cual incidió en la reducción de combatientes, neutralización
ofensiva y afectación de la estructura
de mando y control de la guerrilla más
vieja del Continente. Tampoco es falso que en los logros de la estrategia
contrainsurgente, tuvieron papel
relevante los grupos paramilitares, encargados durante más de dos décadas de
quitarle “el agua al pez”, mediante masacres, asesinatos, desapariciones y
desplazamientos y los desmanes judiciales al amparo de la “Seguridad
democrática” de Uribe Vélez. Lo que nunca suscitó una campaña mediática en
favor de las víctimas como la que hoy se promueve con las de las Farc por algún
canal de tv.
Pero
las Farc siguen ahí, son un hecho social, político y militar o en términos de
tipos penales de un código que ellos aún no reconocen, a gusto del periodismo draconiano:
“delincuentes”. Más aún, en la radicalidad ideológica de los partidarios de las
soluciones lapidarias: “terroristas”. No obstante, las palabras no desaparecen
las realidades. De lo dicho por las Farc también se desprende que no están en
la guerra por la guerra. Advierten las dificultades más no se sienten derrotadas
como les exigen algunos medios. Así la crema de la politología periodística les
niegue el carácter político militar de su lucha, que de hecho les reconoce la
contraparte, para calificarlos a partir de los medios que utilizan -reprochables,
desde luego-, llegan a la mesa acordando un temario que es la concreción de un
programa político reivindicativo que mira casi medio siglo atrás cuando nacieron a raíz de la miseria,
la exclusión y el sojuzgamiento de las gentes del campo. Y lo hacen en un
momento que América Latina, debido a las atrocidades del neoliberalismo, ve ganar
elecciones, asumir gobiernos, realizar cambios y ejercer el poder a propuestas
que hace un par de décadas no tenían otra opción que la insurrección contra la
opresión y el terror.
Como
no apostarle a la paz si continuar esta guerra solo significa atraso y aumentar
sin compasión la dolorosa cifra de un millón de muertos, cuatro millones de
desplazados y 30 mil desaparecidos por causas políticas en el último medio
siglo, entre los estragos de la violencia liberal conservadora de los cincuenta
y el conflicto armado interno que continúa en nuestro días. Hechos que reclaman
que se conozca la verdad de quienes los instigaron y propiciaron como paso a la
reconciliación. Para nada ayuda a la paz "no volver al pasado" como aconsejó
Yamid Amat, director del noticiero de
tv. CM&, en el foro por los 30 años de la revista Semana, por el contrario, con esa engañosa comodidad del momento para no revivir rencores, negarnos
el derecho a la memoria y a conocer la verdad es sembrar la causa de futuras
tragedias. Los pactos de silencio, como el del Frente Nacional, encubrieron responsabilidades
que aún acechan en las sombras.
En
lo económico, la confrontación nos ha costado en los últimos años el
equivalente a una y media vez el presupuesto nacional del 2013, o casi la quinta
parte del producto interno bruto nacional, y es un espantapájaros para las
multinacionales que preocupa al gobierno, uno de cuyos puntales en materia
económica es la inversión extranjera en minería e hidrocarburos. La rentabilidad
del fin de la guerra es provocativa. El Gobierno Santos lo tiene claro y
emprendió la tarea. La inclusión de miles de familias pobres absolutas e indigentes, según sus expectativas,
ampliará la demanda y el superávit actual permite sobregirarse para costear el
proceso. Aparte de poner a andar sigilosamente los contactos, implementó una
política social, diseñó un marco
institucional y gestó un andamiaje legal al cual más propicio para encarar las
negociaciones.
La
paz es posible, pero hay que andar con cuidado. Estas tentativas siempre han
encontrado “enemigos agazapados” entre quienes por tara ideológica o interés
mezquino, solo verían solución en el aniquilamiento de la subversión. De otra
parte, Colombia ya no es ajena a la posibilidad de que una coalición de
izquierda, o con la izquierda, llegue al gobierno nacional -así ella misma haga
todo lo posible porque eso no sea realidad-, en tal caso, quienes reivindican la democracia ¿están
preparados para aceptarlo? Por último, el fin de las hostilidades, la desmovilización
de la guerrilla, la consecuente reducción de las fuerzas armadas, aparte de
generar un ambiente pasajero de nuevos entusiasmos, no se traducen en
posibilidades materiales y espirituales de convivencia y condiciones de equidad
e inclusión para los marginados, pueden ser, paradójicamente, el caldo de
cultivo de un nuevo desangre con otros
nombres y motivos o sin razón alguna, como ha pasado y como aún pasa.
Es
el riesgo que hay que advertir y sobre el que debemos actuar. No es poca la desilusión
de los guatemaltecos y salvadoreños cuando contrastan las expectativas de sus
arreglos de paz con la realidad de esos países hoy. Para los más optimistas, la
paz trajo una democracia desconocida, en
El Salvador, inclusive, gobierna nominalmente un periodista a nombre del FMLN, una
de las partes en la guerra, que tras los acuerdos avanzó progresivamente al
gobierno nacional, pero por cuenta de las pandillas callejeras de jóvenes
paupérrimos, desadaptados y sin futuro, se convirtió en el país más violento
del mundo. En Guatemala, las mayorías indígenas, las más laceradas por la
guerra, confundidas votaron en contra de los acuerdos a poco de su vigencia y
el país anda de tumbo en tumbo. A esa realidad, el eminente sociólogo Edelberto
Torres Rivas la denomina, tal vez de forma dramática, “democracias malas”,
fruto de unas “revoluciones sin revolución”, cientos de miles de muertos y el hastío.
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