lunes, 20 de junio de 2011

Ligia, por donde pasas dejas huella (Periodismo en años aciagos IV)

Preocupados por las violaciones a los derechos humanos y los asesinatos de periodistas, varios artistas, liderados por el nunca bien lamentado Jorge Emilio Salazar, convocaron, en septiembre de 1986, a una reunión para promover un grupo de trabajo, denunciar la situación y exigir protección. Entre los asistentes me impactó la vehemencia, positivismo y compromiso de una mujer de baja estatura, ojos claros y vivaces y hablar rápido y directo. Desde entonces, con Ligia Riveros sellamos una amistad que, como el acero, se fue templando con el tiempo.

Por su sensibilidad y calidez había hecho carrera dándole un giro al periodismo de farándula. De su pasión y romanticismo salió Te quiero y que (“Te quiero y qué, te amo y qué, que lo sepa todo el mundo, que me envidien”), la balada que fue un éxito en la voz de la barranquillera Ximena. Pero su alma de cronista y el compromiso social le pidieron a gritos enfrentar la realidad del país de a pie que no se ve en los escenarios del espectáculo. Siempre audaz, fue de los primeros periodistas en asumir roles para penetrar y mostrar realidades que dejaban pasmados a los lectores. Vivió como reclusa en La Modelo para narrar el drama de las condenadas. Según la necesidad, fue monja, ciclista, torera o enfermera. En Cromos, hizo gala de un estilo inigualable que la convirtió en pionera del periodismo literario y social y en una de las mejores, sino la mejor, cronista del país.

No escribía como el que no quiere ver. Siempre develaba. Todavía hacen roña sus artículos sobre la corrupción, la politiquería, la pobreza y la violencia contra los desposeídos. En 1985, el Círculo de Periodistas de Bogotá le entregó una condecoración al valor por la crónica “32 hombres armados contra un niño maniatado”, en la que, luego de una travesía por trochas y montañas, de eludir persecutores y tragarse miedos, desenterrar cadáveres y contener el llanto, en compañía del fotógrafo Fabio Serrano, reveló una de las primeras masacres cometidas en Colombia, en Remedios, Antioquia. Con igual coraje y compromiso escribió en Cromos la crónica El que tortura la paga”, en la que narró el vía crucis de la médica Olga López de Roldán, torturada por el ejército, su vindicación jurídica por el Consejo de Estado que ordenó resarcirla económicamente y evidenció la práctica de vejaciones y violaciones a los derechos humanos. La calidad literaria e investigativa del texto la hizo merecedora del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 1986.

Un artículo suyo, publicado 15 días después del asesinato por la mafia de Rodrigo Lara Bonilla, el Ministro de Justicia del Gobierno Betancur (15 de abril de 1984), denunció que una de las preocupaciones de Lara era el hallazgo de una avioneta de propiedad de Alberto Uribe Sierra -padre del expresidente Álvaro Uribe Vélez- en la base coquera de Tranquilandia. La nota, traída al día en 2007 por Fernando Garavito en el libro El Señor de las Sombras y luego referencia del Miami Herald reviviendo el asunto, llevó a Rodrigo Lara, hijo, a renunciar al cargo de zar anticorrupción del gobierno de Uribe.

En medio de un país que se hundía, la insurgencia ganó simpatías y espacios mediáticos y la reacción de ultraderecha activó sus espadas. A Ligia no le perdonaron sus denuncias valientes ni que el M-19 la privilegiara en sus contactos. Compartía el sueño de justicia de Jaime Bateman, Pizarro y la “Chiqui” Londoño, pero su corazón no justificaría jamás un asesinato ni un atropello. Durante el proceso de paz que adelantó Betancur, fue incesante su trabajo periodístico desde campamentos, trincheras, y combates. Ella, como muchos de nosotros, vibraba con la pasión del periodista que asistía al suceso histórico de la paz con justicia y democracia para Colombia. ¡Que desconsuelo! Desconocía que, para el poder oculto, era “una comunista más”, hasta que su nombre, junto con el de varios políticos, intelectuales, artistas y activistas sociales apareció en la lista de amenazas de la autodenominada Triple A: se van o se mueren. Héctor Abad Gómez fue la primera víctima.

El 17 de diciembre de de 1986, un sicario del narcotraficante Pablo Escobar acribilló al director de El Espectador, Guillermo Cano. Desesperada, Ligia me dijo: -¡Hay que hacer algo! Con su rápida convocatorio juntamos 50 firmas de periodistas de todos los niveles (estudiantes, reporteros “cargaladrillos”, afamados columnistas, directores de medios), para repudiar el crimen y lanzar el Colectivo de periodistas por la vida. El 9 de febrero de 1987, Día Nacional del Periodista, con el apoyo de todas las agremiaciones de periodistas y trabajadores de la prensa realizamos el “Foro por los Derechos Humanos y la Libertad de Prensa Guillermo Cano”. Con un amplio criterio, Ligia nos convenció de invitar a Álvaro Gómez Hurtado y al ex-general Fernando Landazábal, representantes de la derecha después asesinados por móviles aún no esclarecidos. También participó Fernando, uno de los hijos huérfanos de Cano y el Procurador General, Carlos Mauro Hoyos, quien luego sería asesinado por orden de Pablo Escobar. El evento fue un éxito pero apenas un titilar en la horrible noche que se vivía y se siguió viviendo.

Las amenazas contra su vida no cesaron. La solidaridad de muchos no lograba calmar su ansiedad y el temor por ella y su familia. Cada encuentro era un doloroso momento para consolar sus lágrimas y amainar su duelo. No obstante, su inicial resistencia, aceptó una salida muy a la mano: ella y sus hijas tienen nacionalidad española por su esposo y padre. Hace 22 años, Ligia Riveros abandonó el país y, salvo dos visitas fugaces, la chirimoya y las empanaditas son un añorado sabor que se diluye con el tiempo. Rehizo su vida profesional y su familia se adaptó con éxito al país adoptivo porque del natal los sacaron a la fuerza. Colombia volvió a oír de ella cuando su hija Ligia Jazmín, médica de gran sensibilidad social, resultó ilesa en un fatal accidente aéreo en 2009.

Hablamos largamente por teléfono de cuando en cuando. Fue muy doloroso comunicarle la muerte de tantos amigos en común: el asesinato aún impune del abogado penalista Eduardo Umaña Mendoza, la muerte súbita de la abogada laboralista Paulina Ruiz, el deceso de Apolinar Díaz Callejas, el accidente que le quitó la vida el año pasado a su maestro y entrañable amigo Fernando Garavito, quien le dedicó un capítulo a su parábola vital en el libro País que duele.

En noviembre de de 2001, la llamada de Ligia Fernando, otra de sus hijas, en la madrugada, me anunció una sorpresa muy grata. En el canal Antena 3, donde Ligia trabajaba, querían hacerle un reconocimiento y determinaron que su historia iría bien en un programa de reencuentros que tenía alta sintonía. Consultadas por el canal, las Palomino Riveros habían coincidido en mí como la persona a quien su mamá querría volver a ver. A comienzos de diciembre, luego de tres días de andar cauteloso por Madrid para no estropear el encuentro, en los estudios del canal llegó la hora. En vivo y en directo, Ligia contaba emocionada apartes de su vida. De repente, con voz entrecortada, respondió por qué había tenido que salir de Colombia. Entonces la presentadora le preguntó: -¿a quién recuerdas de esos momentos tristes? Ligia con cariño me describió como “un chico que al saberme en riesgo se volvió mi sombra”. Le anunciaron mi presencia. Buscó alrededor con la mirada vidriosa. Nos encontramos en un abrazo que había vivido por años en los recuerdos. Con los ojos llorosos apenas le susurré a la entrevistadora: - La extrañamos. Nos hace mucha falta.

Han pasado muchos años desde que Ligia Riveros salió del país, pero su huella en el periodismo colombiano está muy fresca y bien marcada.

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