¡Nos robaron! gritó
indignada doña Alicia, de visita en la casa de mi familia ese 19 de abril de
1970, para seguir las elecciones pegados a una radiola Zenith, cuando al entrar
la noche las emisoras dejaron de informar sobre los resultados de la votación
para elegir Presidente de la República. Al otro día, los periódicos
confirmaron la trampa: en los cómputos de la Registraduría ganó
el conservador Misaél Pastrana, en el corazón de millones de colombianos “mi
General” Rojas Pinilla. A la gente no le importaba que la “gran prensa” le
restregara los meses anteriores, que, Rojas, al que la dirigencia conservadora
y liberal acogió con entusiasmo en 1953 como el salvador de la patria, ante la
horrenda hemorragia que habían desatado y no podían parar tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, y echó a las patadas
en el 57 cuando se les quiso quedar, había sido un corrupto y execrable
dictador. Le bastaba recordar, la leche y las mogollas que Sendas repartía en
los pueblos, que había inaugurado la televisión, que había hecho el aeropuerto
Eldorado, y decía que “la oligarquía le tenía miedo” porque iba a gobernar para
el pueblo. El Presidente Lleras mandó a todo el mundo a dormir temprano. Rojas
se refugió en su casa y la gente se cansó de gritar ¡fraude! Parecía que no
había pasado nada. Según la costumbre del poder en Colombia, un estadista como
Lleras no hace trampa y si la hace se le disimula.
Parecía. Porque con esa
fecha triste se bautizó una guerrilla populista y nacionalista que sumó gente
del ala de izquierda de la
Anapo , partido del General, cristianos radicalizados,
disidentes de las FARC y exmilitantes comunistas, identificados en que a su
proyecto de toma del poder por la vía de las armas había que ponerle pueblo y
acelerador para instaurar un “socialismo a la colombiana”. El Movimiento 19 de
Abril, tras esporádicas y espectaculares actuaciones, se convirtió en el dolor
de cabeza del gobierno del liberal Turbay Ayala, quien le dio licencia a las
Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y organismos de investigación
judicial, para que le pusieran su “tatequieto” a los subversivos, cruzada en la
cual se ensañaron con todo aquel que hablara de derechos humanos o cambio
social. Sin embargo, el “eme” se metió en el alma popular y crecía imparable.
El gobierno de Don Belisario Betancur tuvo que “cogerle la caña” al audaz
comandante general del M-19, Jaime Bateman, de indultar a los presos políticos
y amnistiar a los combatientes e iniciar negociaciones para pactar reformas
políticas, económicas y sociales, propuesta a la que se acogieron otras
agrupaciones insurgentes.
Pero Colombia estaba viche
para ese tipo de acuerdos. Belisario quiso quitarle a la guerrilla las banderas
y la guerrilla conejeó al gobierno al hacer de la tregua un espacio táctico
para escalar la guerra. El Presidente había anunciado en la posesión que en su
gobierno “no se derramaría una sola gota más de sangre colombiana” y al
finalizar parecía cierto porque el país quedó anémico por el desangre, pues con
ese cuerpo famélico se ensañaron guerrillas, militares, sicarios del
floreciente narcotráfico, y las reactivadas autodefensas al servicio de la
contrainsurgencia que, luego de expandirse y estructurarse a nivel nacional,
financiadas por mafiosos y hacendados con el beneplácito de políticos
ultraderechistas y estamentos militares, fueron identificadas como grupos
paramilitares. La Unión Patriótica,
movimiento político surgido de los acuerdos con las Farc, perdió más de 3 mil
militantes a manos de sicarios. Diezmados por los golpes militares y
presionados por los cambios geopolíticos de finales de los 80, algunos de los
grupos insurgentes optaron por la desmovilización negociada que ofreció en 1986
el liberal Virgilio Barco y proseguiría César Gaviria.
En el Departamento del
Cauca, en la verede de Santo Domingo, a donde se llegaba y se sigue llegando
por carreteras destapadas que serpentean la cordillera, los vientos estremecen
y el frío se nota en los rostros cuarteados, durante meses se instaló el
campamento donde se concentró el M-19 para las negociaciones. Allí visité a
Carlos Pizarro León-Gómez, comandante general de esa organización, para una
entrevista y luego regresé un par de veces acompañando a Rafael Pardo Rueda,
director del Plan Nacional de Rehabilitación y los demás miembros del equipo
negociador del gobierno. No es sino revisar las primeras fotos de los
encuentros de Pizarro y Pardo para advertir que iba a pasar algo como
efectivamente pasó a comienzos del 89 con la firma de los acuerdos que llevaron
a la desmovilización definitiva del M-19, acuerdos que supo honrar y defender aún
cuando la nefasta clase política tradicional intentó trampear para dejar sin
base los compromisos, condicionando el trámite legislativo de algunos de los
asuntos a que le dejaran colar arreglos a favor de la mafia. Lo de siempre.
Sonrisa cálida, mirada altiva,
buenas maneras aprendidas en cuna aristocrática, atractivo y encantador para
las mujeres, simpático y cordial con los hombres, pensando siempre en
perspectiva, soñador, enigmático y magnético, una forma de hablar muy
particular con énfasis al final de las palabras que se volvió moda, como el
sombrero blanco que llevó durante sus últimos años en la montaña, y una prosa
recursiva y emotiva, era difícil entender cómo ese joven estudiante de la Universidad Javeriana,
hijo de militar y amigo de los ricos de Bogotá y Cali, fue a parar a la Juventud Comunista ,
a las Farc y después al M-19 y quiso hacer realidad su ideal de cambio,
justicia y democracia a través de la lucha armada.
Pero así como fue
intransigente en su determinación insurgente también fue terco en imponer
contra la oposición de muchos su decisión de acordar la desmovilización.
Determinado el contenido del pacto, llegó con su gente a Tacueyó y en un acto
solemne pronunció unas palabras, desenvolvió su revólver, envuelto en la
bandera tricolor, y lo tiró al arrume de armas que habían hecho sus compañeros,
ante el llanto incontenible de Vera Grabe. Luego viajó a Bogotá, llegó al
palacio presidencial y estampó su firma en el documento junto a la del
Presidente de la
República para renunciar a las armas a cambio de
reformas y seguir en le lucha política por los canales institucionales.
Unos meses después, estuvo
en el Museo del Chicó para la presentación de un libro compilado por Jesús
Antonio Bejarano, asesor de Pardo, asesinado unos años mas tarde. Vestía una
camisa de seda blanca de cuello redondo que le daba un aura especial. Estaba
muy contento con la sorpresiva votación que había obtenido como candidato
a la Alcaldía de
Bogotá, inscrito a última hora, y con la simpatía que comenzaba a despertar su
candidatura presidencial, aunque se le notaba la preocupación por el riesgo
inminente de un atentado en su contra, más aún cuando semanas atrás habían
asesinado al carismático candidato de la UP , Bernardo Jaramillo.
De las cenizas del colosal error que constituyó la toma y la monstruosidad de la retoma del Palacio de Justicia y en medio de la racha de terror desatada por el narcotráfico y el paramilitarismo, la terca izquierda convergía y se insinuaba posibilidad de cambio. La tensión no le impidió a Pizarro contarnos, en medio de risas, el episodio reciente enla Universidad Nacional,
donde se había bajado de la tarima en la Plaza Che Guevara,
arremangándose la camisa para desafiar a
unos saboteadores que le gritaban traidor. Se retiró del evento en el
museo, luego de una copa de vino porque
al día siguiente debía viajar temprano a Barranquilla en desarrollo de la
campaña.
De las cenizas del colosal error que constituyó la toma y la monstruosidad de la retoma del Palacio de Justicia y en medio de la racha de terror desatada por el narcotráfico y el paramilitarismo, la terca izquierda convergía y se insinuaba posibilidad de cambio. La tensión no le impidió a Pizarro contarnos, en medio de risas, el episodio reciente en
El 26 de abril de 1990,
alertado por el alboroto y los murmullos recorrí a prisa los pasillos del
edificio donde funcionaba el Plan Nacional de Rehabilitación y entré a las
oficinas de la
Consejería Presidencial para la Paz. Allí imperaba
un ambiente de desazón y la mala noticia se advertía. ¿Qué pasó? Le pregunté a
Ricardo Santamaría, asesor de Pardo, y enjugándose el llanto me contestó: ¡Lo
mataron! En la confusión y la tristeza regresó a mi mente la imagen del día
anterior, la camisa blanca de Pizarro. Un sicario lo acribilló en pleno vuelo y
la escolta oficial del DAS a su servicio ultimó al asesino para sepultar
cualquier confesión que pudiera llevar a los responsables: la alianza de
narcotraficantes, paramilitares y el organismo de seguridad estatal, que
ensangrentó al país en esos años en desarrollo de un plan de exterminio de la
izquierda en auge y de cuyas andanzas criminales dan cuenta todavía hechos
recientes.
Miles de personas fueron a
darle el adiós al Capitolio Nacional donde fue velado. La marcha fúnebre lo
acompañó a la Quinta de
Bolívar para hacerle un homenaje en la casa que habitó el Libertador, su
personaje más admirado. La muchedumbre lo llevó por la Avenida calle 26
hasta el Cementerio Central, donde, dicen algunos, que lo escuchan y que hace
milagros. Para dar fé del compromiso del “eme”, Antonio Navarro siguió la
campaña con el lema ¡Palabra que sí!
En la Constitución de
1991, hija de la reacción del país bueno contra el exterminio y por sus
derechos, quedaron plasmadas algunas de las ideas que motivaron su lucha.
Cuatro fechas de abril marcaron
la vida de Pizarro: la del asesinato de Gaitán, la del accidente que la causó la muerte a Bateman, la de un fraude y la de su asesinato. En Colombia, formas históricas de truncarle los sueños a la gente.
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