Alguna vez, en la tradicional
fiesta de fin de año de los periodistas
económicos, tuve la oportunidad de preguntarle al hoy Presidente Santos,
sobre el reiterado argumento, en su columna de El Tiempo, de la apropiación del
poder respetando las formas por parte del chavismo. Validado con un autor que
no recuerdo, afirmaba que se ejercía una dictadura, aunque se respetaba la
división de poderes de la democracia liberal. No había espacio para el debate,
en medio de una fiesta y con un personaje, pero hay una constatación obvia: el
Estado en las democracias occidentales se ha establecido sobre las estructuras
formales a través de las cuales ejercen
el poder político los sectores que
dominan en la sociedad. Es un sofisma. Basta estudiar el Frente Nacional, en
Colombia, o el Acuerdo de Punto Fijo, causa de la corrupción, la miseria, la
expoliación y del sangriento “caracazo” del 89 en Venezuela.
A raíz de la muerte de Hugo
Chávez, el argumento ha sido la cantinela del periodismo ligero que no entiende
de formas, sistemas y estructuras, vive del chisme y analiza la vida como se es
devoto de una religión. De esa forma se evita profundizar e informar con
contenido, o mejor, se divulga la lectura impuesta por los poderes
transnacionales y sus socios nativos. Los problemas económicos se plantean, en
este caso, como reflejo de un fracaso, mientras que para otros se postulan como asuntos de coyunturas y
acondicionamientos. Según eso, en Venezuela, son resultado del “asistencialismo
populista” pero, en otros países, “política social”. En parte, las dificultades
de hoy son la consecuencia de un esfuerzo colosal de inversión e inclusión
social, cuyas cifras están a la vista, y del respaldo a otras naciones pobres
dentro de la misma lógica, como componente de la construcción de un nuevo
proyecto político, económico y social embrionario. Es una trampa medir a un
país con los índices de libertad económica cuando éste intenta reducir los
índices de miseria y progresar en los de desarrollo social, desde una
perspectiva alternativa.
Las paradojas de ese desafío
trasformador son contundentes. La emoción del sociólogo marxista Heinz
Dieterich, a quien se endilga el concepto de Socialismo del Siglo XXI, calificación
más emotiva que Nuevo Proyecto
Histórico, como denominó originalmente la propuesta para actualizar la esencia
del proyecto socialista marxista, se tornó en lacónico distanciamiento cuando
advirtió que Chávez, si bien visibilizaba a los pobres y marginados como nuevo
sujeto histórico, no iba a implantar la economía por equivalencias y la democracia popular directa, en una
coyuntura que apenas le permitía iniciar por la vía de la democracia
electoralista las condiciones de los cambios. Con esa meta se impuso en 17
contiendas electorales de diverso tipo y salió derrotado en un referéndum que
le habría garantizado avances significativos en el desarrollo del proceso. En
tan poco tiempo sobreviven las estructuras tradicionales, el modelo económico,
salvo el viraje a lo social, se ha afectado más por la reacción temerosa de los
acaudalados que por la política oficial; y, socialmente, hay demasiadas
disfuncionalidades asociadas al delito. Chávez era un líder, un estratega, un
guerrero, un idealista pero no un iluso.
Basta con revisar cómo,
después de generar al interior del ejército el descontento y formar los cuadros
rebeldes, fracasada la rebelión militar que lo llevó a la derrota -“Por ahora”-,
nucleó parte de la movilización antisistema en el MRB 200 y definió el cambio
de Constitución como objetivo fundante, aglutinó el descontento y se posicionó
electoralmente con el Movimiento V República, logró la primera victoria en un frente amplio con
el Polo Patriótico en el 98, y luego consolidó
el Partido Socialista Unido de la Revolución Bolivariana como fuerza política
para imponer las transformaciones.
Siglas y conceptos políticos
inasibles por una masa hastiada y descontenta, en la cual caló, aparte de ser
un mestizo igual, al traducirle el
significado de la dignidad apelando a lo más sentido de su cultura, su lenguaje
amistoso de compadre y de insultos en la ira -políticamente incorrecto en el
escenario internacional, según los doctos en protocolo-, su geografía, su
historia y valores patrios, entre ellos un redimensionamiento de Simón Bolívar
en el discurso de soberanía, unidad latinoamericana y compromiso con los pobres. Para el caso su histrionismo
era pedagógico. Otros lo califican como la farsa del caudillo y al pueblo venezolano como una turba
ignorante.
Para darle base económica al
proyecto social, reorientó la industria petrolera y las relaciones
internacionales. Con esa misma claridad y capacidad se movió en el ámbito
latinoamericano y caribeño en pos de la trascendencia histórica y regional de la
“Revolución Bolivariana”. Más que retaguardia para poder existir -blindaje a su
ego, dicen algunos analistas- lo que buscó fue expandir y consolidar las bases
de ese proceso en el continente. En medio de la debacle neoliberal, respaldó
los liderazgos surgidos de las luchas de los movimientos sociales, que poco a
poco fueron accediendo al poder ante la imposibilidad de los sectores
dominantes y los ejércitos de contener las demandas de cambio y justicia
social. Impulsó Telesur con los rostros y las historias de los excluidos por la
dictadura mediática. Enterró la neoliberal Alianza de Libre Comercio de la
Américas -Alca- y con ideales solidarios promovió y concretó el Alba y Petrocaribe
y, trascendiendo las diferencias, la integración
regional sin tutelaje, tarea que redondeó con su inspiración y apoyo a Unasur y
la Celac, asegurándose de que allí no faltara Cuba. La Patria unida que Bolívar
soñó y que hoy, pragmáticamente, es la respuesta de la región en el escenario
de la globalización.
En sus simpatías estaba la guerrilla colombiana. No hay porque
negarlo. Tampoco lo que ha sido nuestra historia de sangre e iniquidad desde la
muerte de Gaitán, que cualquier latinoamericano inquieto conoce y por la que sin
dificultad toma partido desde sus convicciones. En las negociaciones de
Pastrana con las Farc en el Caguán, las vio triunfantes; necesarias durante el
gobierno de Uribe, -quien le tendió varias celadas, según él mismo reconoce en
“La audacia del poder”-, pero cuando los designios mayores del futuro de la
Patria Grande lo exigieron, durante el gobierno de Santos, las espoleó hacia la
negociación y su compromiso con la paz fue definitivo. Por qué negarse a
intentar asumir el poder por las vías institucionales, si se ha demostrado que
es posible, y viable, debió ser la reflexión que lo llevó a esa determinación
irreversible. Por eso un cambio lleno de venganzas al otro lado de la frontera,
nos alargaría los estragos de la guerra.
Los ensayos y reportajes
periodísticos recientes sobre los cambios acontecidos en América Latina en la
última década, por parecer críticos y neutrales, son indiferentes ante las
diferencias, recorren la superficie y se refunden en apariencias. Redundan en
los defectos de los liderazgos y en la supuesta insignificancia,
superficialidad o poca novedad de los cambios. Los políticos, columnistas, y editorialistas opositores diluyen cualquier
argumentación con la descalificación de populismo o comparando modelos
distintos a partir de sus parámetros. Pero no hay lugar a dudas. La “marea
roja” que acompañó nostálgica, agradecida y digna a Chávez por las calles de
Caracas es la reivindicación popular de la historia reciente de Venezuela con
sus cambios, y la presencia oficial de Jefes de Estado y de Gobierno,
delegaciones y diplomáticos del mundo entero en las honras fúnebres, el
reconocimiento de un líder, de un gobernante, de un legado y de una realidad. La
constatación de que con Chávez, Venezuela cambió, como cambió Latinoamérica.
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