martes, 12 de marzo de 2013

El legado de Chávez

Alguna vez, en la tradicional fiesta de fin de año de los periodistas  económicos, tuve la oportunidad de preguntarle al hoy Presidente Santos, sobre el reiterado argumento, en su columna de El Tiempo, de la apropiación del poder respetando las formas por parte del chavismo. Validado con un autor que no recuerdo, afirmaba que se ejercía una dictadura, aunque se respetaba la división de poderes de la democracia liberal. No había espacio para el debate, en medio de una fiesta y con un personaje, pero hay una constatación obvia: el Estado en las democracias occidentales se ha establecido sobre las estructuras formales a través de las cuales  ejercen el poder político  los sectores que dominan en la sociedad. Es un sofisma. Basta estudiar el Frente Nacional, en Colombia, o el Acuerdo de Punto Fijo, causa de la corrupción, la miseria, la expoliación y del sangriento “caracazo” del 89 en Venezuela.

 A raíz de la muerte de Hugo Chávez, el argumento ha sido la cantinela del periodismo ligero que no entiende de formas, sistemas y estructuras, vive del chisme y analiza la vida como se es devoto de una religión. De esa forma se evita profundizar e informar con contenido, o mejor, se divulga la lectura impuesta por los poderes transnacionales y sus socios nativos. Los problemas económicos se plantean, en este caso, como reflejo de un fracaso, mientras que para otros se postulan  como asuntos de coyunturas y acondicionamientos. Según eso, en Venezuela, son resultado del “asistencialismo populista” pero, en otros países, “política social”. En parte, las dificultades de hoy son la consecuencia de un esfuerzo colosal de inversión e inclusión social, cuyas cifras están a la vista, y del respaldo a otras naciones pobres dentro de la misma lógica, como componente de la construcción de un nuevo proyecto político, económico y social embrionario. Es una trampa medir a un país con los índices de libertad económica cuando éste intenta reducir los índices de miseria y progresar en los de desarrollo social, desde una perspectiva alternativa.

 Las paradojas de ese desafío trasformador son contundentes. La emoción del sociólogo marxista Heinz Dieterich, a quien se endilga el concepto de Socialismo del Siglo XXI, calificación más  emotiva que Nuevo Proyecto Histórico, como denominó originalmente la propuesta para actualizar la esencia del proyecto socialista marxista, se tornó en lacónico distanciamiento cuando advirtió que Chávez, si bien visibilizaba a los pobres y marginados como nuevo sujeto histórico, no iba a implantar la economía por equivalencias y  la democracia popular directa, en una coyuntura que apenas le permitía iniciar por la vía de la democracia electoralista las condiciones de los cambios. Con esa meta se impuso en 17 contiendas electorales de diverso tipo y salió derrotado en un referéndum que le habría garantizado avances significativos en el desarrollo del proceso. En tan poco tiempo sobreviven las estructuras tradicionales, el modelo económico, salvo el viraje a lo social, se ha afectado más por la reacción temerosa de los acaudalados que por la política oficial; y, socialmente, hay demasiadas disfuncionalidades asociadas al delito. Chávez era un líder, un estratega, un guerrero, un idealista pero no un iluso.

 Basta con revisar cómo, después de generar al interior del ejército el descontento y formar los cuadros rebeldes, fracasada la rebelión militar que lo llevó a la derrota -“Por ahora”-, nucleó parte de la movilización antisistema en el MRB 200 y definió el cambio de Constitución como objetivo fundante, aglutinó el descontento y se posicionó electoralmente con el Movimiento V República,  logró la primera victoria en un frente amplio con el Polo Patriótico en el 98,  y luego consolidó el Partido Socialista Unido de la Revolución Bolivariana como fuerza política para imponer las transformaciones.

 Siglas y conceptos políticos inasibles por una masa hastiada y descontenta, en la cual caló, aparte de ser un mestizo igual,  al traducirle el significado de la dignidad apelando a lo más sentido de su cultura, su lenguaje amistoso de compadre y de insultos en la ira -políticamente incorrecto en el escenario internacional, según los doctos en protocolo-, su geografía, su historia y valores patrios, entre ellos un redimensionamiento de Simón Bolívar en el discurso de soberanía, unidad latinoamericana y compromiso  con los pobres. Para el caso su histrionismo era pedagógico. Otros lo califican como la farsa del caudillo  y al pueblo venezolano como una turba ignorante.

Para darle base económica al proyecto social, reorientó la industria petrolera y las relaciones internacionales.  Con esa  misma claridad y capacidad se movió en el ámbito latinoamericano y caribeño en pos de la  trascendencia histórica y regional de la “Revolución Bolivariana”. Más que retaguardia para poder existir -blindaje a su ego, dicen algunos analistas- lo que buscó fue expandir y consolidar las bases de ese proceso en el continente. En medio de la debacle neoliberal, respaldó los liderazgos surgidos de las luchas de los movimientos sociales, que poco a poco fueron accediendo al poder ante la imposibilidad de los sectores dominantes y los ejércitos de contener las demandas de cambio y justicia social. Impulsó Telesur con los rostros y las historias de los excluidos por la dictadura mediática. Enterró la neoliberal Alianza de Libre Comercio de la Américas -Alca- y con ideales solidarios promovió y concretó el Alba y Petrocaribe y, trascendiendo las diferencias,  la integración regional sin tutelaje, tarea que redondeó con su inspiración y apoyo a Unasur y la Celac, asegurándose de que allí no faltara Cuba. La Patria unida que Bolívar soñó y que hoy, pragmáticamente, es la respuesta de la región en el escenario de la globalización.

 En  sus simpatías  estaba la guerrilla colombiana. No hay porque negarlo. Tampoco lo que ha sido nuestra historia de sangre e iniquidad desde la muerte de Gaitán, que cualquier latinoamericano inquieto conoce y por la que sin dificultad toma partido desde sus convicciones. En las negociaciones de Pastrana con las Farc en el Caguán, las vio triunfantes; necesarias durante el gobierno de Uribe, -quien le tendió varias celadas, según él mismo reconoce en “La audacia del poder”-, pero cuando los designios mayores del futuro de la Patria Grande lo exigieron, durante el gobierno de Santos, las espoleó hacia la negociación y su compromiso con la paz fue definitivo. Por qué negarse a intentar asumir el poder por las vías institucionales, si se ha demostrado que es posible, y viable, debió ser la reflexión que lo llevó a esa determinación irreversible. Por eso un cambio lleno de venganzas al otro lado de la frontera, nos alargaría los estragos de la guerra.

 Los ensayos y reportajes periodísticos recientes sobre los cambios acontecidos en América Latina en la última década, por parecer críticos y neutrales, son indiferentes ante las diferencias, recorren la superficie y se refunden en apariencias. Redundan en los defectos de los liderazgos y en la supuesta insignificancia, superficialidad o poca novedad de los cambios. Los políticos, columnistas,  y editorialistas opositores diluyen cualquier argumentación con la descalificación de populismo o comparando modelos distintos a partir de sus parámetros. Pero no hay lugar a dudas. La “marea roja” que acompañó nostálgica, agradecida y digna a Chávez por las calles de Caracas es la reivindicación popular de la historia reciente de Venezuela con sus cambios, y la presencia oficial de Jefes de Estado y de Gobierno, delegaciones y diplomáticos del mundo entero en las honras fúnebres, el reconocimiento de un líder, de un gobernante, de un legado y de una realidad. La constatación de que con Chávez, Venezuela cambió, como cambió Latinoamérica.

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